María Rivera
23/02/2022 - 12:03 am
La pluralidad
“Rara vez la independencia intelectual y crítica, obedece a lealtades con partidos o políticos e incluso con causas porque su sentido no es complacer, justificar una medida, sino iluminar aquellas zonas que le son molestas al poder (o incluso al público) ante las cuales está ciego”.
Los acontecimientos de las últimas semanas, concernientes a la denuncia de un supuesto conflicto de interés del Gobierno del Presidente López Obrador, merecerían una reflexión de fondo. No estrictamente sobre este hecho, que no ha sido probado, sino de la respuesta del Presidente y las consecuencias de ello en la vida pública.
La semana pasada escribí sobre esta guerra política en curso y la inconveniencia de que el Presidente atacara a periodistas y comunicadores desde la tribuna oficial. La narrativa presidencial, maniquea y polarizadora, no solo daña a quienes reiteradamente señala, sino a la salud democrática del país.
No basta con señalar que es indebido por la asimetría de poder, y que esa conducta puede devenir, si pasa a otros niveles más allá de los estrictamente verbales, en atentados contra la libertad de expresión. La exposición de los ingresos de un periodista, por ejemplo, es a todas luces una forma de ataque distinta que agrava el acoso. No es fácil, sin embargo, señalar lo que ocurre sin convertirse en parte de uno y otro bando. En este sentido, la discusión pública cada vez está más acotada por los efectos perversos de la polarización actual. La reflexión sopesada y libre es y será cada vez más difícil de sostener, ya sea en los medios como en las redes sociales u otros espacios de discusión. En tanto los términos del debate estén supeditados a valores como la lealtad, la simpatía o la antipatía a un político, la capacidad de análisis crítico, que no sirve a una causa, partido o Gobierno, será percibida inevitablemente como inadecuada y será susceptible de ser instrumentalizada para uno u otro lado.
Malos tiempos, la verdad, para quienes no sirven a algún poder, sino intentan servir a la verdad que es, cabe recordarlo, compleja, no antinómica. Esto es especialmente grave en los medios, que cada vez más son impelidos a convertirse en brazos oficiales o brazos de poderes fácticos en la lucha política. Así, el lenguaje de la propaganda va adueñándose de espacios y mostrando, abiertamente, su naturaleza.
Pienso en esto, querido lector, porque a partir de la queja del Presidente de los medios como hampa, o serviles de grupos políticos de poder, o ataques personalizados como el que injustamente ha llevado contra Carmen Aristegui, algunos medios han buscado “equilibrar” sus espacios de opinión, como es el caso de esta última quien recientemente ha incluido en sus espacios de opinión a comentaristas que no solo tienen una tendencia político pro gubernamental, sino que o bien militan en el partido político del Presidente, o bien reciben recursos del Gobierno, o algún tipo de canonjía. Son, en realidad, todo menos comentaristas independientes, sino propagandistas oficiales: su función no es la crítica, sino la defensa del Gobierno.
Sobre esto, habría que hacer unas consideraciones, fundamentales si pensamos en el sentido profundo de la deliberación y del ejercicio intelectual, al tiempo que ponderamos la necesidad de tener medios plurales y democráticos.
Es una obviedad decirlo, pero la crítica y análisis de la vida pública, al menos la que es concebida como libre, es aquella que parte de la independencia del poder, ya sea este formal, o fáctico. Rara vez la independencia intelectual y crítica, obedece a lealtades con partidos o políticos e incluso con causas porque su sentido no es complacer, justificar una medida, sino iluminar aquellas zonas que le son molestas al poder (o incluso al público) ante las cuales está ciego. Los debates intelectuales pues, no sirven a partidos políticos, sino a ideas y especialmente a la verdad. Esta distinción separa a la propaganda de la crítica y en ella, en su frágil equilibrio, recae, en buena medida, la libertad.
El caso anómalo, por decir lo menos, por el que atravesamos donde representantes del Gobierno son llamados para opinar junto con la crítica independiente, es todo menos una señal de pluralidad. Más bien, es la puesta en escena de una renuncia fundamental, donde las opiniones críticas deben someterse al gusto del poder o de las audiencias afectas a éste. Verse obligado a incluir en espacios de análisis a representantes del oficialismo, por haber sido señalado por el Presidente, es una noticia triste para el periodismo independiente. Sobre todo, cuando los señalamientos del Jefe del Estado son, a todas luces, no solo injustos, sino indebidos. Y aquí, permítame hacer un paréntesis: no hay críticas, ataques “buenos” llevados a cabo desde el poder, en contra de ningún periodista, o ciudadano, que sea legítima. La relativización de los ataques en función de si se le encuentra conveniencia política o ideológica, es el primer paso para permitir ataques que no deberían ser admisibles, en ningún caso.
Esta situación, esta renuncia, es una pérdida para las audiencias también, en tanto la propaganda está construida para deslizar mentiras de manera subrepticia o para ceñir los debates a los temas que al Gobierno conviene. Juicios intelectuales que no obedecen a una narrativa crítica sino a la narrativa del poder, se introducen sin el menor recato intelectual, como si se tratase de opiniones críticas y no de un entramado gubernamental propagandístico.
La equiparación, pues, es una forma de concesión, no producto de un pensamiento crítico y libre, sino una forma de colaboracionismo.
Es triste, querido lector, pero es justamente lo que gobiernos anteriores solían hacer con la mayoría de los medios, pero no con los independientes. Ojalá que esto no sea un advenimiento de una etapa aún más oscura.
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