Mi hermana tiene un credo: nunca salgas con un hombre que no baila. “Y no me refiero a que sepa bailar… pero que esté dispuesto a intentarlo”, aclara. En esta época estoy abierta y tomando notas, de modo que lo registré, pero antes de incluirlo en mi lista de especificaciones para el Universo, tengo que analizarlo: si no, no podría llamarme a mí misma obsesiva compulsiva.
En primer lugar, está el tema del ridículo: el hombre tiene que tener sentido del humor y estar dispuesto a burlarse de sí mismo. Si se toma demasiado en serio, eso hará que yo no pueda hacer lo mismo por él. De acuerdo, hermana: que el tipo esté dispuesto a levantarse de la mesa y girar a mi lado, sepa cómo o no, para que conste que es capaz de divertirse, de exponerse sin que le importen la competencia, la perfección, el sudor, el roce torpe con mi cuerpo y el de los demás bailarines.
Pero tiene que haber algo más. ¿Qué tiene el baile? ¿Por qué está presente desde el inicio de los tiempos, en todos los rituales y en todas las culturas? ¿Por qué los adolescentes incluyen sin falta la actividad de bailar cada fin de semana? Dijo Robert Frost que “Bailar es la expresión vertical de un deseo horizontal”, pero ¿es eso nada más, tan simple, tan terreno, tan… tan… sexoso? Solo hay una manera de averiguarlo.
Sí, veme a mí, como en las películas de los 50, veme sentada en la banquita de las que esperan (por que la desproporción hombre-mujer también está presente en los bailes y proms) nótame entre todas aunque mi vestido sea simple, aunque mi peinado se haya arruinado de tanto retocarlo, aunque mi maquillaje esté exagerado. Elígeme por que algo te lo dicta, un instinto que sí, tiene algo de animal y algo, también, de emotivo. Elígeme aunque no esté sentada y róbame de los brazos de otro así, a la mitad de la pieza, y que el idiota tarde en darse cuenta de que se ha quedado solo y de que le toca robar. Elígeme por que en vez de tacones altos traigo tenis, por que no me importa despeinarme, por que sonrío de una manera encantadora y tarareo las canciones más nefastas mientras hago pasos ridículos y acabo golpeando a alguien que pasaba por ahí. Toma mi mano con cierta autoridad pero sin obligarla, llévame al sitio en que te sientes más cómodo, puede ser frente a todos o en el rincón donde las luces se difuminan. Mira a tu alrededor por que no te atreves todavía a verme a la cara y bailemos con un brazo de distancia entre nosotros, con pasos previamente ensayados con otras parejas, sin movernos mucho por temor a equivocarnos, a pisarnos los dedos de los pies. Desliza tu mano de mi hombro a mi omóplato, ganando terreno, celebra para ti mismo tu victoria mientras yo inhalo buscando el olor de ese cuello que sigue estando lejos pero no tanto como antes. Las yemas de tus dedos tocan el tirante del vestido de ensueño, nuestras piernas se han coordinado y las rodillas ya no chocan: se rozan por que quieren. La música cambia y nuestros ojos se encuentran. Todavía no sé, pero estoy contenta de poder averiguarlo. Pestañeo como princesa de película infantil, sonríes, sonrío de vuelta y ahora tu mano busca eliminar los espacios entre nosotros y entrelazas tus dedos con los míos, los huesos crujiendo, creciendo, encogiéndose para acoplarse a la perfección. Una nota te invita a inclinarte sobre mi cabello y respirarme en la nuca y yo armonizo suspirando y escalofriándome. Tus pies me preguntan si quiero ir más rápido, más lento y no sé cómo comprendes mi respuesta y la voltereta es justo lo que deseaba, caigo de vuelta al suelo sin soltar tu mano, sin dejar de sentir tu hombro bajo mis dedos, el movimiento de los músculos que me llevan y me traen. Mis caderas quieren contonearse, mi columna se quiere arquear, tu lengua quiere abrirme los labios pero se guarda, se espera, sonreímos y a continuar. La música vuelve a trocar y lo más natural es destruir la burbuja de aire entre nuestros torsos, pegar las corazas y los corazones y ocupar toda la pista sin soltarnos, encontrar más dedos, más pieles, más alientos y más notas que ya solo son el pretexto. Quiero sentir tus dedos en la parte baja de mi espalda, quiero que no se vayan y que tu calor me envuelva, quiero dejar de escuchar la música, dejar de mover los pies, cerrar los ojos y que los demás giren y no darme cuenta. Quiero pegar mi frente a tu frente, hacerte cosquillas con mis pestañas y apretarte de todas las maneras que se me ocurran. Quiero haberme cansado, sentarme en tu regazo, oler tu sudor y dejar escapar un suspiro de agotamiento. Quiero dejar de bailar.
Bien por mi hermana. Bien por Robert Frost. Bien por ti, bailarín imaginario, y por mí, que estoy llegando al baile con mis tenis y mi sonrisita nerviosa.