Enfermarse de COVID-19, sufrir muchos de sus peores síntomas y sobrevivir es algo que debe contarse. Pero no solamente eso, también es importante pensar en lo que podemos hacer por nosotros, por nuestras personas queridas, por el país.
Ciudad de México, 23 de enero (Replicante).– Miramos el futuro como objeto de conquista. Allá vamos, más rápido o más lento, capturando los días y las horas. De pronto ese tiempo futuro se detiene abruptamente y el presente adquiere una importancia nunca antes experimentada. El aquí y el ahora deja de ser una sentencia cuando la muerte como idea se extingue para dar paso a emociones y sensaciones inéditas.
Todo empezó con un ligero resfriado, apenas tres días después de haber concluido mis compromisos de trabajo en Canal 22. Cuerpo cortado y cansancio. Un ligero escalofrío recorre mi cuerpo permanentemente. Es agotamiento, trato de convencerme, ha sido un cierre de año intenso, diversos compromisos laborales, clases e incertidumbre en medio de una pandemia que ha revolucionado nuestra manera de entendernos en este mundo. Mientras pienso en la posibilidad de que sea una gripe hago un rápido recorrido de mis movimientos en los últimos días. Ninguno de riesgo, salvo encuentros esporádicos en áreas comunes y al aire libre con mi vecino, quien después de emprender un viaje ha dado positivo, pero es asintomático. Una posibilidad casi nula.
Los protocolos sanitarios han sido exhaustivos y rigurosos desde que comenzó la pandemia para evitar poner en riesgo a la persona que más hemos protegido en la familia: mi madre.
Ni siquiera considero la posibilidad de que sea COVID. Tomo una siesta para mitigar el agotamiento. Mientras intento conciliar el sueño pienso en que ha sido un año complejo de cambios inusitados. No ha sido fácil para mi hermana Liliana ni para mí aprender a ser cuidadoras de mi madre, quien vive con demencia senil desde hace cinco años, mientras organizamos el teletrabajo con ella en casa. Sí, me siento cansada, mi vida ha sufrido una dura transformación en un país que no tiene instituciones que respalden a sus adultos mayores, mucho menos en circunstancias de enfermedades mentales. Las mujeres en este país asumimos muchos papeles al mismo tiempo.
No ha sido fácil para mi hermana Liliana ni para mí aprender a ser cuidadoras de mi madre, quien vive con demencia senil desde hace cinco años, mientras organizamos el teletrabajo con ella en casa.
Es jueves 17 de diciembre, y mientras reflexiono en todo esto tratándome de convencer de que es agotamiento natural, el malestar empieza a escalar.
El viernes llega con los síntomas de una gripe que en otro invierno hubiera sido natural, escurrimiento nasal y estornudos. Se encienden las alarmas, las dudas, y empieza el carrusel de opiniones encontradas. Mi temperatura empieza a subir. Desde España, Rubén, quien está preocupado por no estar en México, prende el botón rojo y me dice: No le des vueltas, busca la prueba ya, en este contexto todo síntoma de gripe puede ser COVID. Mantengo la cabeza fría, y con la calma y firmeza que he descubierto en mí a lo largo de los años en situaciones límite, empiezo a buscar laboratorios que hagan la prueba en casa. Todo está al límite, saturado.
La Ciudad de México ha vuelto al semáforo rojo, mientras el aeropuerto capitalino luce desbordado y con grandes aglomeraciones por los vacacionistas que están listos para viajar por las fiestas de fin de año, a pesar de que la ocupación hospitalaria está casi al 80 por ciento.
Algunas amigas y colegas me pasan los números de sus laboratorios. Mensajes, llamadas, nadie responde, están rebasados. No dejo de buscar opciones en laboratorios privados, en los kioskos de pruebas gratuitas que ha instalado el gobierno de la Ciudad de México, que son una buena opción pero no para mí en ese momento: el malestar no me permite esperar una fila de más de cuatro horas. Mientras tanto la aparente gripe se vuelve más severa, ahora he perdido parcialmente el olfato y el gusto, mi apetito empieza a ser inestable y llega la tos. Se atraviesa el fin de semana.
Es lunes y a primera hora de la mañana reinicio la búsqueda de laboratorios para hacerme la prueba; se vienen días complicados, todo mundo está buscando lo mismo que yo. Por sospecha o por precaución la prueba PCR tiene una alta demanda a pesar de su alto costo. Después de más de una hora al teléfono logro conseguir espacio el miércoles 23 de diciembre, he tomado la decisión de hacerme la prueba desde el auto. Tardarán un día en darme los resultados. Por la tarde ya estoy en un consultorio médico gracias al apoyo de mi amigo Enrique, quien también padeció covid, y al detallarle mis síntomas de inmediato supo que la atención era urgente. Mi afiliación voluntaria al Seguro Social en esos momentos no sirve de nada, hay que recurrir a la asistencia privada. Desde ese momento los gastos serán onerosos. No cabe duda, la salud en este país es un privilegio.
Comienza la revisión. Tengo fiebre de 37.5, síntomas soportables, la oxigenación bien, los pulmones bien, no padezco ninguna enfermedad que me ponga en riesgo, por lo tanto me mandan a casa con el kit básico de antibiótico, Azitromicina, alta concentración de vitaminas C y D e Ibuprofeno. Bromeo con la doctora sobre los posibles efectos negativos de este analgésico y antinflamatorio y me responde con seguridad: hay muchos mitos, y ése es uno de ellos. Confío.
Mi afiliación voluntaria al Seguro Social en esos momentos no sirve de nada, hay que recurrir a la asistencia privada. Desde ese momento los gastos serán onerosos. No cabe duda, la salud en este país es un privilegio.
Vuelvo a casa, hablo con mi familia, con Rubén y algunos amigos cercanos: no tengo dudas, es covid, aun cuando todavía me falte la prueba de confirmación.
Desde ese momento mi cuerpo estará a merced de los peores efectos de la enfermedad. Durante los siguientes siete días experimentaré una sintomatología insólita y cuya fuerza de ataque es apenas una caricatura de lo que en gráficos, documentos de Excel y monografías se comparten de manera mecánica en las conferencias, en los diarios y los informativos del país.
Es jueves 24 de diciembre, será una de las navidades más tristes y difíciles que viviremos en casi todo el planeta. Me abrazo a ese pensamiento que me sostiene como una suerte de abrazo colectivo. Mi regalo será un correo del laboratorio en el que se confirma que he dado positivo al covid. Me mantengo en calma, no tengo miedo.
Es el último día que podré comer alimentos sólidos, los días venideros mi sentido del gusto sufrirá tal alteración que el apetito desaparecerá. Todo me sabe a sal, incluso el agua pura; el olfato ha disminuido. Mi salvación será un preparado de agua y papaya endulzada con miel y polen, y algunas bananas. Es lo único que toleraré durante varios días.
Se acerca la noche y con ella la tormenta, la fase aguda de la enfermedad está por venir. La fiebre persiste, envuelvo la cabeza con compresas de agua helada para intentar aminorar el insólito dolor de cabeza y cuello que me atormenta; tengo dificultad para respirar, la tos y un fulminante dolor de espalda me impiden inhalar y exhalar correctamente. Tengo una leve hipoxia. Mi oxígeno empieza a variar, aunque nunca baja de 89.
La batalla será dura, frontal y llena de incertidumbre hasta saber días después, con una radiografía de tórax, que la neumonía se ha instalado en mis pulmones. No queda más que seguir.
Es Navidad, ha comenzado la campaña de vacunación en México y algunos diarios cabecean: “Llegan a un millón los recuperados”.
Duermo todo el día. Al despertar por la tarde, y con cierta debilidad, enciendo el televisor para ver la última conferencia de salud COVID19 del 2020, como si en ella buscara respuestas certeras a mi malestar, una esperanza. Pero no, datos y más datos, cifras, estimados, activos, recuperados, muertos. Seguimos contando los muertos.
No puedo más, me enojo, apago el televisor y pienso que es urgente humanizar los datos. Otro tipo de periodismo tendrá que venir, porque son importantes los números pero mucho más narrar lo que significan, el detrás de escena.
¿Quién contará las historias de los enfermos?, ¿de los sobrevivientes?, las de quienes habitando un cuerpo sano y fuerte experimentamos lo indecible, abrazados al dolor, el temor, la incertidumbre. ¿Quién va a narrar los episodios de esas secuelas que parecen no importar ni tener cabida en un relato presente que se enfoca en los contagios, los muertos, los recuperados, las acusaciones inútiles contra toda institución?
Viernes 25 de diciembre. Ya no me levanto de la cama, estoy agotada, no tengo fuerzas ni para tomar llamadas ni responder mensajes. Ya estoy bajo vigilancia de un neumólogo que reforzará la dosis de antibiótico, Cefixima, más unas pastillas de acetilcisteína para evitar la congestión de mucosa y una baja ingestión de corticoides en spray para disminuir la inflamación y facilitar la respiración.
Cada pregunta, cada consulta genera honorarios, hay que pagar lo mismo aunque sean por Zoom: mil pesos como mínimo —50 dólares, aproximadamente—, entre siete y ocho salarios mínimos.
Llegan los días más difíciles y duros de la enfermedad, esos días en los que las circunstancias, la vida misma, pueden dar un vuelco inesperado. Es sábado 26, el día 10 desde mi primer síntoma. Mi oxigenación empieza a ser inestable, intermitente, ha bajado a 88. Una nueva neumóloga a la que he decidido recurrir recomienda el uso de oxígeno. El chat de amigos y familia se enciende. Empieza la búsqueda de un tanque, un concentrador.
La especulación con el oxígeno en la capital está en el punto más álgido, el peor rostro de este país empieza a mostrarse. Hay escasez. La ocupación hospitalaria en la ciudad casi al borde con poco más de 600 camas disponibles. No puedo claudicar.
Trato de remontar el oxígeno en mi sangre, comienzo a hacer ejercicios de respiración, técnicas aprendidas durante casi dos décadas con la práctica de yoga, combinados con otros que Maricarmen Farías me ha compartido por mensaje, y que no son más que posturas respiratorias que se aplican en los hospitales y salas de urgencias en pacientes con dificultades para respirar. Alejandro y mi hermana Liliana han comenzado a buscar un tanque de oxígeno. Alejandro ha pasado cuatro horas en una fila para poder conseguirlo. Deciden comprarlo. Un gesto que jamás olvidaré.
Cuando llega a casa el tanque mi oxigenación se ha restablecido gracias a los ejercicios de respiración, literalmente ¡vuelvo a respirar! Encuentro de nuevo el punto de paz y fortaleza para seguir. El oxígeno será una ayuda suplementaria.
Pero otra noche terrible me espera. Duermo muy poco, sigo con las compresas de agua helada en la cabeza, no hay analgésico alguno que alivie la brutalidad de ese dolor de cabeza que me corroe, intento aminorarlo con un ketorolaco sublingual. No funciona. Un indescriptible calor interno recorre todo mi cuerpo, es como si estuviera dentro de una caldera.
Es el día 11 desde el primer síntoma. Por mail llega la receta médica de la neumóloga, la imprimo y la leo: hidroxicloroquina: 6 dosis, Ivermectina: 2 dosis, anticoagulantes y corticoides de alto espectro (indicados solamente para pacientes hospitalizados).
Domingo 27. Sigo sin comer, la debilidad somete mi cuerpo, llega una sensación de náusea. Tengo la boca reseca y los labios heridos; no es para menos, han sido varios días combatiendo esa sensación de fuego interno, aunque la temperatura siempre se mantuvo en 37, 37.5. Las alarmas vuelven a encenderse. Rubén está buscando un boleto de avión para regresar a México. Se activa el chat de amigos. Estoy en el día 11 desde el primer síntoma. Marissa, una de mis amigas más queridas, y quien también padeció COVID hace poco, me ha tomado de la mano desde el comienzo de la enfermedad. Cada día se ha tomado el tiempo de explicarme las particularidades de los síntomas y de los días difíciles, al tiempo que me ha cobijado con recomendaciones y sugerencias para paliar los malestares. Me explica que entre el día 9 y 11 la crisis se agudiza. ¡Lo vas a lograr, aguanta!, me dice todos los días.
Lo mismo ocurre con Mardonio y Enrique, de quienes me he abrazado a la distancia y su experiencia compartida, pues ambos superaron la enfermedad.
Qué importante ha sido este acompañamiento para entender este proceso y no derrotarse, qué valiosa la experiencia colectiva a ras de cama, al filo de la navaja. Qué valiosa la memoria acompañante para transitar los momentos más difíciles de esta enfermedad, porque no hay médico alguno que te acompañe en esos instantes, ni protocolos ni información útil que nos ayuden a comprender que no todas las personas enfermas de COVID experimentan síntomas suaves y pasajeros, y que tampoco hay certezas de que los cuerpos sanos como el mío no sucumbirán ante el embate de una enfermedad ante la que el mundo entero se ha arrodillado.
Ahora viene un nuevo dilema. Es el día 11 desde el primer síntoma. Por mail llega la receta médica de la neumóloga, la imprimo y la leo: hidroxicloroquina: 6 dosis, Ivermectina: 2 dosis, anticoagulantes y corticoides de alto espectro (indicados solamente para pacientes hospitalizados). Lo comento con Rubén, volvemos a las fuentes oficiales, la OMS, la página oficial de la Secretaría de Salud. No hay duda, él me deja tomar la decisión. Con calma, pero sin titubeos y con la seguridad que me da el poder de la información, llamo a la neumóloga y le digo que no voy a tomar algunos de esos medicamentos; le cuento que mi labor como periodista durante todos estos meses ha sido la de informarme a profundidad y de fuentes oficiales para tratar de ser útil y dar certezas a quienes están pasando por este trance terrible.
Le explico que además me he manifestado públicamente en contra del uso de la hidroxicloroquina después de que Donald Trump y Jair Bolsonaro dijeran, en mayo, que la estaban tomando como medida preventiva contra el SARSCoV2, a pesar de que ninguna fuente médica ha comprobado su efectividad. Le digo que una amiga, que padece lupus, la pasó muy mal en esos meses frente a la escasez de hidroxicloroquina y la especulación que esas desafortunadas declaraciones provocaron en varios países, sin que México sea la excepción.
Luego de explicarme un tanto sorprendida que hay un gran debate al respecto y que no existe investigación concluyente al respecto, la neumóloga me dice que es mi decisión. Asumo mi responsabilidad.
Cuelgo el teléfono. Enseguida pienso que en cada esfuerzo médico se asoma una voluntad inaudita para tratar de comprender este contexto inédito y las particularidades de cada cuerpo frente a esta enfermedad. Reglas que todavía no quedan claras. Cada esfuerzo es apenas una aproximación.
Se asoma el día 12 desde el comienzo de la enfermedad. Jueves 28, será la primera noche que podré dormir sin tanta fiebre, la tos disminuirá, también los dolores. Al fin puedo respirar mejor. Ya no me levanto como las noches anteriores a beber agua desesperadamente para apagar el incendio interior.
Es viernes 29 de diciembre. Al abrir los ojos y darme cuenta de que quizá he pasado ya lo peor de la enfermedad, percibo que todo brilla más, hay un olor distinto en la casa. Mis sentidos están exaltados, es como haber abierto una puerta de la percepción. Sonrío, se me escapan algunas lágrimas, camino hacia el balcón y distingo la intensidad de un cielo azul nunca antes visto; escucho los pájaros y percibo el olor de esta Ciudad de México como nunca antes. Huele a azufre, tal como me lo han descrito amigos y familia que regresan a la capital después de varios meses, incluso años. Poco a poco mi sentido del gusto se normaliza, tengo ganas de comer, de escuchar música y de hablar con mi gente más querida, mi familia, ese jardín de amigas y amigos que he cultivado a lo largo de estos años, y quienes se convirtieron en mi sostén durante estos doce días tan dolorosos.
Un apoyo amoroso, valiente y decidido que se contrapone a esa otra experiencia que tuve en los peores momentos con otras personas, incluyendo algunos vecinos, enraizada en el estigma y el prejuicio de esa nueva cultura del miedo. Una suerte de campo semántico al que han contribuido instituciones, medios y periodistas con una vorágine informativa que ha propiciado un estigma brutal en torno al contagiado, el irresponsable, el sospechoso, al que hay que aislar y confinar. Ni qué decir de el–la que contagia.
Al escribir estas líneas reconozco la dicha de saberme viva y, hasta hoy, sin secuelas aparentes. No puedo olvidar que en esta pandemia he perdido a un gran amigo, Jesús Escamilla, y a una prima cercana, Gloria Correa; como tampoco puedo borrar que también perdí a mi media hermana Mónica por un cáncer de mama y a Parika, una amiga que luchó hasta el último momento contra un cáncer de médula. El cáncer, la otra pandemia que hoy ha sido borrada y cuyas pérdidas no se contabilizan con la misma celeridad.
Y mientras recorro mi mundo y me siento feliz de seguir palpitando, pienso en toda la gente que ha perdido de manera abrupta a sus seres queridos en esta pandemia; pienso también en todas esas mujeres y hombres que siguen buscando a sus desaparecidos, más de 73 mil, y exigiendo respuestas para esos casi 300 mil muertos, resultado de una absurda guerra contra el narco, iniciada hace más de diez años y que no ha hecho sino mostrar el músculo de una horda de políticos dispuesta a seguir haciendo negocios, sometiéndonos a sus más vulgares sueños de poder.
Nos estremece la idea de la pérdida en esta pandemia. No poder despedirnos y abrazarnos de quienes se van es sin duda una de las grandes secuelas. Ojalá pudiéramos reconciliarnos con la muerte en este país, recordar lo que nuestros antepasados pensaban de ella como una circunstancia más del devenir: al morir se renace, decían, permanencia y dualidad.
Por ahora no hay secuelas evidentes, quizá sea aún prematuro para poder distinguirlas. La mayoría de las historias que conozco son de personas que han arrastrado serios problemas de salud. Nadie habla de este enorme problema de salud pública, como si fuera un mal menor ante la tragedia.
En esta situación de emergencia es cuando más tendríamos que propiciar el debate, evitar que la enfermedad del COVID se vuelva un tema tabú en los espacios de trabajo, en las familias, en los espacios íntimos.
Tenemos que empezar a contar en primera persona. Compartir nuestra experiencia sin miedo y con valor, porque esta página de nuestra historia podría quedar más como traumas individuales que como experiencia colectiva. No basta con seguir contando muertos.
A contrapelo de lo que Marx decía, en el sentido de que las revoluciones son las locomotoras de la historia, esta pandemia quizá sea como dice Cristina Rivera Garza, un cambio estructural en todo el planeta: “No sabemos cuánto durará la transformación, ni cómo serán ni cuánto durarán sus consecuencias, pero vivimos estos días de pandemia con la ansiedad y la curiosidad del que ve fenómenos para los cuales todavía no existe lenguaje preciso”.
Mientras tanto, abracemos este presente con la curiosidad, la empatía y la generosidad que merece. No olvidemos, como diría Carl Sagan, que “somos como mariposas que vuelan durante un día pensando que lo harán para siempre”.
No olvidemos que el futuro es apenas una permanente construcción del presente.