Mi analista le llama “regresión evolutiva”. Me lo explicó en mejores términos pero lo que yo entendí es esto: estoy retrocediendo, sí, pero solo para tomar vuelo y saltar más lejos después. Lo acepté fingiendo mi mejor expresión solemne… sí, regresión evolutiva, sí, es eso. Suena mejor, suena estratégico e inteligente. ¿Qué es lo que está pasando en realidad? Me estoy convirtiendo en una puberta.
Yo soy la primera en decir que JAMÁS volvería a la secundaria, ni a la prepa, ni a ninguna otra etapa, la primera en sentirse (o decir que se siente) cómoda en sus treintas, sabiendo lo que sabe, habiendo encontrado su camino, ostentando esa mezcla de juventud y experiencia que suena como el combo ganador. La palabra clave en este párrafo: “decir”. Porque yo puedo decir lo que sea pero hoy en día, todas mis acciones indican lo contrario, y por más que lo tengo consciente, no estoy pudiendo parar esta involución que me hace quedar en ridículo frente a mis amigos adultos contemporáneos, ruborizarme por tener un chat coqueto a larga distancia, obsesionarme con un personaje al punto de hacerle retratos y usarlos de protector de pantalla del celular. Y adivinen qué, el personaje es de un animé japonés. Sí, una caricatura. Pero claro, los animés son cultura, sus tramas pueden ser sorprendentemente profundas, etcétera etcétera. Quizá el que vea animé no es alarmante. Quizá podría, incluso, hacer mis dibujos y que se vea como un pasatiempo inofensivo. Pero he pasado horas buscando fan fictions de Blood+ porque no soporto la idea de que me quedan tres capítulos y estoy sufriendo de verdad. Estoy enamorada de Hagi, que si existiera materialmente sería un coreano anoréxico de dos metros, con un cuello de medio y alas de murciélago. He soñado con él. Estoy enamorada de verdad. ¿Por qué agrego el de verdad? Los adolescentes saben que no los tomamos en serio, que consideramos que sufren tanto y por cosas tan estúpidas, que tienen que enfatizar cuando algo es realmente importante. Esto lo es. De verdad. También estoy enamorada de alguien que vive en otro tiempo y en otro lugar, de un hombre que nunca va a amarme y de un montón de fantasmas que ni siquiera fingen existir. He vuelto a bailar en la regadera, a hacer anuncios de champú, a coquetear con el espejo, a escuchar una canción pop quince veces mientras pienso “Esa Britney sí me entiende”. Lloro por soledad, por compañía, por esperanza y por cuestiones existenciales que creía ya tener resueltas. Juego con mi pelo. Sueño con hacerme perforaciones y tatuajes. Guardo pequeños secretos comprometedores y leo mi horóscopo.
Descubro una nueva red social cada día y me entusiasma conocer alguien de mi generación que no esté “en onda” (lo sé, esa expresión revela mi edad) para poder sentirme superior de algún modo. Mis cambios de humor son tan repentinos y extremosos que sólo puedo pensar que mis hormonas se volvieron locas: creen que tengo 14 años y le lanzan a mi cuerpo de 32 un mensaje que le cuesta comprender (porque está escrito con esas abreviaturas que usan los “chavos” y que los “viejos” no entendemos) pero que interpreta a su manera y hace “el oso” (otra expresión noventera). Una ñora tratando de ser chava. Un señor en Converse. Una mujer que ya debería haber entendido cómo es el mundo y cuál es su lugar en él, pero se niega. A esta mujer le enseñaron que hay más enemigos que amigos, que los filtros para ver el mundo solo varían en la intensidad del negro, que donde ella creía ver sonrisas en verdad había dagas, que la bondad es una farsa, el amor una cruz, la eternidad una enfermedad. Y en vez de tragársela, asumirlo y seguir adelante con la farsa, la cruz y la enfermedad, se hizo una especie de lobotomía y se quitó el pedazo de cerebro donde estaba la adultez. Ahora hace travesuras, se atasca de chocolates en una noche de películas románticas, le escribe cartitas de amor a su mejor amiga, le sonríe a todo el mundo, le vale gorro si su carcacha recibe un golpe más: deja ir al chocador alegremente, pensando “uf, me libré de esa hueva de los seguros…”.
Esta mujer hace el ridículo tras una sola copa de vino blanco, cuenta chistes incómodos, toma café a las 10 de la noche PARA NO DORMIR (¿qué adulto inteligente hace esto?) y se ve al espejo cuando llora. Su estómago se revuelve cuando el nombre de ÉL aparece en la pantalla y toda la sangre se le va galopando a la cabeza, fantasea por horas con la mirada perdida, se emberrincha y luego pide perdón, avergonzada, sufre por los amores perdidos, por los amores devueltos, por los amores malos. Decide, a su edad, aprender a hacer cosas que no le servirán para nada. Le pone nombre a los peluches. Duerme con una luz prendida. Vuelve a llenar al príncipe azul de expectativas ingenuas. Vuelve a creer que el mundo puede salvarse. Vuelve a rebelarse contra el sistema que ella misma creó. No es cautelosa. No se cuida mucho. Se deja llevar por el instinto. Sus días son montañas rusas emocionales que dejan a su cuerpo de 32 años agotado y envejecido. Está enamorada de Hagi, del hermoso y silencioso Hagi, que puede volar, que siempre está vestido de frac y lleva el estuche de su cello a todas sus batallas contra los vampiros. ¿Podría evitarlo? Probablemente. ¿Quiere evitarlo? No. En esta época de su vida, esta mujer está disfrutando el volver a creer que cualquier cosa es posible. Es una adolescente que, en vez de aprender, está desaprendiéndolo todo. Por suerte.