Melvin Cantarell Gamboa
22/11/2022 - 12:05 am
Genealogía del Imperio Americano II
El pueblo norteamericano creyó ingenuamente que su país había luchado en la Segunda Guerra Mundial para librar al mundo de un enemigo cuya maldad era indescriptible.
La independencia de los Estados Unidos fue obra de un pequeño grupo de hombres cuyas ideas se identificaban con la Ilustración europea del siglo XVIII; un movimiento cultural que invitaba a pensar por sí mismos y a asumir el derecho de equivocarse al juzgar, a condición de hacerlo libre de toda tutela.
Norteamérica tuvo por Padres Fundadores a Benjamín Franklin, hombre de su tiempo, ilustrado, racionalista, opuesto al autoritarismo político y religioso, científico, inventor y deísta, rechazaba la revelación como fuente de conocimiento en favor de la razón empírica; George Washington, miembro activo de la Iglesia Episcopal Protestante, cuyos fieles creían en la presencia real de Cristo en la eucaristía, es considerado el Padre de la Patria, también era el hombre más rico de los Estados Unidos, como Presidente recibió un salario de 25 mil dólares anuales, una enorme suma en 1789. John Adams, quien practicaba el unitarismo, corriente del cristianismo protestante que cree en un Dios unipersonal y sostiene que Cristo no es el mismo Dios. Thomas Jefferson (segundo Presidente) anglicano e ilustrado que junto con James Madison (tercero) redactaron el texto de la Constitución, se les conoce como los defensores de la libertad de religión porque se opusieron al establecimiento del control de la Iglesia Anglicana sobre otras congregaciones (bautista, metodistas, menonitas, cuáqueros, luteranos, etc.) y a que se forzara a los ciudadanos que asistían a sus cultos al pago del diezmo; Jefferson quien escribió también “Los estatutos para la libertad de la religión”, era latifundista, racista y esclavista, como Presidente compró en 1807 la Luisiana a Francia duplicando de esa manera el tamaño del territorio de los Estados Unidos. John Jay, miembro de la Iglesia episcopal de los Estados Unidos, y Alexander Hamilton, miembro de la iglesia Presbiteriana y además promotor y exégeta de la Constitución, completan el grupo de los siete padres fundadores de Estados Unidos.
La creencia de que los fundadores de la Nación eran hombres excepcionales y humanitarios y que la Constitución era una obra genial se convirtió en un mito que los historiadores académicos norteamericanos se encargaron de transfigurar en leyenda creando, de esta manera, en el imaginario general que la democracia americana es el paradigma a imitar en política y sinónimo de equidad social.
Charles Beard, historiador estadounidense escribió en su libro Una interpretación económica de la Constitución de los Estados Unidos (1913) que los 50 hombres que redactaron la Constitución eran abogados de profesión, ricos terratenientes, esclavistas, dueños de fábricas, que controlaban el comercio marítimo; la mitad de ellos agiotistas y poseedores de bonos del Gobierno. La mayoría, en consecuencia, tenía intereses que resguardar; de ahí que en la redacción final del documento se decidieran por un texto sólido y estructurado que apoyara tarifas protectoras, el uso de dinero metálico para la devolución de deudas, sustento para las empresas inmobiliarias y libertad para invadir territorios indios; los esclavistas, a su vez, obtuvieron seguridad contra las revueltas y fugas de esclavos y los prestamistas un Gobierno capaz de recaudar deuda para pagar los bonos gubernamentales. Asimismo, los integrantes de la Convención Constitucional eran en su totalidad anglosajones ricos y poderosos; los que no tenían representación eran los blancos que trabajaban como criados, los esclavos, las mujeres y los pobres no propietarios de tierras; todo se redujo, en los hechos, a un acuerdo entre los intereses económicos de los negreros del Sur y los acaudalados del Norte.
Una vez consumada la independencia los norteamericanos más instruidos descubrieron la importancia de hacer de la nueva nación un símbolo, una entidad legal de fortaleza económica y militar capaz de arrebatar territorios, beneficios y poder político a las potencias colonialistas europeas de la época y construir un imperio propio: yéndose, de esta manera a la guerra contra el Imperio Británico y el Imperio Español y apropiarse, por otros medios, de los territorios coloniales de Francia y Holanda. Desde esta perspectiva la “Revolución Americana” constituyó una operación genial, a la vez que inauguraba el expansionismo y la dominación de los Estados Unidos no sólo en el continente americano, sino fuera de él.
Jefferson, por ejemplo, era un iluminado reflexivo e inclinado a promover la virtud republicana, el bien público, la participación política, la democracia y la limitación del poder; sin embargo, su pensamiento no se correspondía con sus actos; en 1786 en una carta a un señor Stuart dice: “Nuestra Confederación ha de verse como el nido desde el cual se poblará América entera, tanto del Norte como del Sur. Más cuidémonos de creer que a este gran continente interesa expulsar desde luego a los españoles. De momento aquellos países se encuentran en las mejores manos, que sólo temo resulten débiles en demasía para mantenerlos sujetos hasta el momento en que nuestra población crezca lo necesario para arrebatárselos parte por parte” (Gilbert Chinard. Thomás Jefferson. El apóstol del americanismo. Editorial letras. 1959). Quince años después, cuando Jefferson se convirtió en el tercer Presidente de los Estados Unidos escribió en una carta a James Monroe: “Aunque por hoy nuestros intereses nos fuercen a permanecer sujetos a nuestras actuales fronteras, es imposible dejar de prever lo que ocurrirá en cuanto nuestra población se extienda y cubra por entero el continente norte, sino es que también el del sur” (Ibíd).
Esta voluntad expansionista llegó a su mayoría de edad en los años cuarenta del siglo XIX, cuando el publicista del Partido Democrático John O’ Sullivan, acuñó el concepto de “Destino Manifiesto” en un artículo de la American Democratic Review, publicado en 1845, en él afirma que la anexión de Texas por parte de Estados Unidos acababa con las trabas que México imponía a la expansión norteamericana guiada por la Providencia. Desde entonces los norteamericanos están convencidos de que su país es una nación destinada a crecer (en ese momento, desde el Atlántico hasta el Pacífico y hacia el oeste) a expensas del orbe entero. Esta idea sumada a la doctrina de la predestinación calvinista que predominaba entre la población, configuró la creencia de que “América es el pueblo elegido” por Dios para dominar el mundo por sus virtudes y personalidad moral; relato que dio lugar a la certeza, tan eficaz en su historia, de que esta misión se justificaba en función de que sus actos se corresponden fielmente con la voluntad divina, además de contar con Dios como su aliado. En este contexto, en el determinismo teológico-puritano se adjudica el cumplimiento de un decreto sagrado que lo erige como salvador del mundo, por ser ellos representantes de todo lo bueno, noble y superior y, quienes se opongan o estén en desacuerdo, están en favor del Mal ¡Vaya narcisismo moral!
Ahora bien, estas características del norteamericano son producto de una ideología radical y hostil que puede rastrearse con cierta facilidad y que obedece a las premisas mencionadas más arriba. Veamos su despliegue histórico: William Walker, político y mercenario estadounidense dijo: “Sólo los idiotas pueden hablar de mantener relaciones estables entre la raza americana, pura y blanca, y la raza mezclada indio-española tal y como existe en México y Centroamérica. La historia del mundo no ofrece ninguna utopía en la que una raza inferior ceda pacífica y mansamente a la influencia directora de un pueblo superior” (Naturalmente se refiere a Estados Unidos de quien don Luis de Onís, representante de España en Estados Unidos en fechas posteriores a su independencia, había dicho: “Se consideraban superiores a los demás hombres y veían a su país como el único establecimiento que hay sobre la tierra fundado sobre bases sólidas y grandes, hermoseado por la sabiduría y destinado a ser un día el coloso más sublime del poder humano y la maravilla del universo. Memorias). En 1967, Arthur M. Schlesinger Jr., historiador especialista en historia de los Estados Unidos, escribió: “Entre nosotros se encuentra muy difundido el principio de que la política exterior no versa sobre el ajuste de conflictos internacionales sino de cuestiones tocantes a lo bueno y lo malo. En algunas de nuestras declaraciones oficiales se aprecia la convicción de que Estados Unidos, por su intrínseca superioridad moral, es juez del mundo, jurado y ejecutor, y que, donde las cosas anden mal, es misión americana restablecer el bien” (Herencia amarga).
Pues bien, en cumplimiento de tamaña avidez, en 1787 Estados Unidos se apropia el territorio del noroeste; en 1796 Tennesi; en 1803 Jefferson, como Presidente, compra la Louisiana a Francia; en 1810 se anexa el oeste de Florida y las islas Hawai; en 1812 el territorio de Orleans es admitido como parte del país; en 1812 se apoderan de Oregon, en diciembre de ese año agrega el territorio de Illinois; que formará legalmente parte de Estados Unidos en 1846; en 1819 hace suyo el resto de la Florida cuyos territorio compra el diez de julio de 1821 a España después de haberla vencido en una guerra; en 1845 se anexiona Texas; en 1848, México se ve obligado a ceder el 55 por ciento de su territorio a Estados Unidos después de ser derrotado en la guerra más injusta de la historia por quince millones de dólares, esa superficie de más de dos millones de kilómetros cuadrados hoy lo ocupan los estados de California, Nevada, Utah, Nuevo México y parte de Arizona, Colorado, Oklahoma, Kansas y Wyoming. El coronel Ethan Allen Hitchcok escribió en su diario sobre la guerra contra México: “He mantenido el principio de que los Estados Unidos son los agresores, no tenemos el mínimo derecho de estar aquí. Parece que el Gobierno envió un pequeño destacamento a propósito para provocar la guerra y tener el pretexto de tomar California y todo el territorio que se le antoje. Mi corazón no está metido en este asunto, pero como militar debo cumplir órdenes” (Citado por Howar Zinn en su espléndido libro La otra historia de los Estados Unidos). De él recupero dos opiniones contrapuestas sobre la guerra, la del reverendo Thomas Parker, con Ministerio en Boston que llamó a México “pueblo miserable en su origen, historia y personalidad, sobre el que los Estados Unidos debían extenderse por el avance irreprimible de una raza superior y una civilización” y la de Henry David Thoreau quien se negó a pagar impuestos por no estar de acuerdo con la agresión armada contra nuestro país. Con su actitud creó lo que hoy conocemos como “resistencia civil”, y por la cual fue arrestado, escribió al respecto: “bajo un Gobierno que encarcela injustamente, el lugar de un hombre justo es la cárcel. Más tarde reiteró: “Este pueblo (refiriéndose a los Estados Unidos), debe dejar de tener esclavos y de luchar contra México, aunque le cueste su propia existencia como pueblo” (Ver: Desobediencia civil y otros escritos).
De 1890 en adelante, se hace más fuerte la ambición expansionista y los norteamericanos se lanzan en la búsqueda de la supremacía en el Pacífico; en esa región, adquieren de España el archipiélago de la Filipinas tras derrotarla en la guerra hispano-americana pero desata la resistencia filipina que, una vez derrotada, el Congreso americano crea en 1935 el Estado Libre y Asociado de Filipinas. Japón se apropia de las islas al declarar la guerra a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial; Filipinas logra su independencia en 1946, tras 21 años de ocupación extranjera. Según sus opresores norteamericanos, se apoderaron de las islas para educar, civilizar y cristianizar a los filipinos por la gracia de Dios. El Senador Albert Beveridge declaró el 9 de enero de 1900 en el Senado: “Los filipinos serán nuestros para siempre… y tan sólo más allá los ilimitados mercados de China. No nos retiraremos de ninguno”. A lo que Mark Twain comentó con ironía: “Hemos apaciguado y enterrado a varios millares de isleños, hemos destruido sus aldeas y hemos dejado a sus viudas y huérfanos a la intemperie y así mediante esas providencias divinas-y la expresión es del Gobierno, no es mía- somos una potencia mundial”. Al término de la Primera Guerra Mundial, el escritor Rudolph Buorne había escrito: En los Estados Unidos la guerra es la salud del Estado” (H. Zinn, Ibíd.).
El pueblo norteamericano creyó ingenuamente que su país había luchado en la Segunda Guerra Mundial para librar al mundo de un enemigo cuya maldad era indescriptible. Pero ¿realmente pudo ser creíble que el triunfo de Norteamérica y sus aliados en Europa significaba el fin de los imperialismos, el racismo, el sometimiento, la explotación de los pueblos, del totalitarismo, de las guerras y del armamentismo y la superación de todos los males como ellos aseguraban? ¿O estábamos asistiendo a la creación de un nuevo orden mundial inspirado en la avidez de un imperio “triunfante”, que no respeta las normas internacionales ni a sus iguales, cuando de imponer sus intereses se trata? (Continuará).
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