Nuestra primera foto tiene 30 años pero nosotros, de amigos, tenemos algunos más de 20. Los anteriores los avanzamos en paralelo, par de ñoños, cantando en el coro del colegio, formando parte de la escolta, sacando 10 en todo y huyendo de las clases de educación física. Yo era la rara con el corte de cabello masculino; tú eras el que contaba los chistes aun siendo gruñón, y fuera de compartir el colegio, no teníamos mucho en común. ¿Qué nos unió, en aquel primer momento? Excelente pregunta. ¿Qué hace que los niños se hagan amigos cuando no saben ni quiénes son? ¿Es el azar el que nos pone en el camino de los demás, o algo más profundo, relacionado a las almas? ¿Nos reelegiríamos de nuevo hoy, que ya somos lo que somos?
Como lo recuerdo, a los 12 años los chicos y las chicas empezaban a llevarse, después de haberse ignorado por una década, y tú y yo competíamos nariz a nariz en todas las carreras académicas. Éramos “los inteligentes”, y además en la pubertad tocaba reafirmar la femineidad naciente con amigos del sexo opuesto. A ti te gustaba la ópera, a mí no, pero al menos conocías algo más que La Onda Vaselina y Timbiriche, y asocié tu pasión por las plumas fuente a la mía por escribir, tus ganas de actuar en las obras de teatro del colegio, con mi afán protagónico de siempre. ¿Habrá sido eso? ¿O nuestra compartida afición por las donas de chocolate que nos negábamos a compartir?
Un par de años más y decidimos ennoviarnos, pues parecía lo más lógico, siendo como éramos, “los inteligentes” y, aunque no fuera lo que nos regía, socialmente aceptado. A nuestro alrededor, parejitas de la misma edad se besaban en la boca y se dejaban chupetones en el cuello. Tú y yo intercambiamos votos por medio de un cómic, y tras un par de días de no poder ni vernos a los ojos, volvimos al estatus anterior, felizmente. El estatus anterior, que incluía el envío intermitente de papelitos con juegos de palabras y acertijos, más cómics y un compartido y prematuro cinismo que en la secundaria se llamaba “Es que ustedes son súper raros” y 20 años después se ha convertido en una refinada “mala hostia” que tú encapsulas y yo reciclo en mis textos, matando y matando inocentes o creándome culpables para matar.
Después te tocó acompañarme con los primeros novios adolescentes que sí me besaron, babosa y tentaculosamente, en la boca, alzar las cejas con mis extraños gustos que jamás juzgaste, leer mis primeros textos, confundirnos a lo largo de las décadas hasta que tuvimos la respuesta a la eterna pregunta de si puede existir la amistad hombre-mujer. Una vez que aquella quedó clara, llegaron otras: ¿entre un fumador y una guerrera anti-tabaco? ¿Entre un anti-canes y una que se contagió de sarna por dormir en la cama con tres? ¿Entre una atea recalcitrante y un tradicional creyente? ¿Liberal/conservador? ¿Comunicóloga/abogado? ¿Emoción desbocada/raciocinio diplomático?
En fin, resulta que a lo largo de los años uno cambia y se pregunta si eso se vale, si el otro lo comprenderá. Te preguntas si el otro volverá a elegirte, ahora que has doblado una nueva esquina que parece alejarte de la dona de chocolate, de los Simpson, de las obras de teatro y la nostalgia adolescente. Te preguntas si lo que te unió cuando no tenías canas, cuando no tenías más que futuro, cuando no tenías el bagaje que te encorva la espalda, es válido hoy. ¿Es un lazo de antigüedad o es otra cosa? Mi cruz tiene forma de signo de interrogación y tú, aunque el tono de mi pregunta sea odioso, como a veces lo ha sido, respondes con tu tranquilidad de siempre, con tu certidumbre tan acogedora, que existe. Que puedo cambiar, crecer, desviarme, tropezarme, envejecer, y seguirá existiendo. Porque supongo que lo que yo me he preguntado a lo largo de mi vida no es si la amistad hombre-mujer es posible, sino si la Amistad, con mayúscula, la de para siempre, existe.
¿Quiénes somos hoy? Rebeldes, todavía, cada uno a nuestra manera. Cínicos, gruñones, amantes del chocolate, de una buena carcajada, de un vino barato que sabe a fino por la compañía, envejecidos y complicados, ñoños como pocos, amigos porque lo que nos une es la certidumbre de que no seríamos quienes somos sin el otro. De que a través de todos los laberintos, las pérdidas, los desamores y las decepciones, hay un para siempre que no falla, uno al menos en el que se puede confiar y que nos elige por voluntad propia en cada nueva etapa.
Tú, querido, me has encontrado en todas las carreteras. Has doblado, a mi lado, todas las esquinas. Has leído todas mis letras y conocido todos mis sueños. Me has visto en todos los espejos y me has sonreído de vuelta en cada ocasión. Tú, querido, eres el para siempre que ya entendí, el monumento que nunca se oxida, la isla que nunca se cuartea, el abrazo que siempre llega, y por si en estos 20 años me han faltado las palabras, te digo hoy gracias, amigo, por ser el testigo de mi vida, por seguir encontrando razones para elegirme una y otra vez, por verme como lo que soy, recordando, como nadie, lo que fui.