Ricardo Raphael
22/08/2014 - 12:00 am
Diego, el prisionero de Azkaban
¡Qué conveniente es cargar toda la responsabilidad de la violencia en una persona! Tranquiliza suponer que basta con proteger al rebaño de una sola fuente de infección, para que la paz se restaure. Una leyenda como la de Harry Potter pero en la vida real. Hay un niño – malo, muy malo – que induce […]
¡Qué conveniente es cargar toda la responsabilidad de la violencia en una persona! Tranquiliza suponer que basta con proteger al rebaño de una sola fuente de infección, para que la paz se restaure.
Una leyenda como la de Harry Potter pero en la vida real. Hay un niño – malo, muy malo – que induce a sus compañeros – buenos, muy buenos – a actuar agresivamente. Dice el cuento que una vez eliminado el incitador, los cómplices podrán recuperar la cordura y nadie más saldrá lastimado.
Pero Potter es un mito. Las brujas no existen y los responsables únicos tampoco. Por eso quedó abolida la Santa Inquisición.
Este miércoles, alrededor de una centena de padres de familia se manifestó públicamente para evitar que un niño de nueve años ingresara a la escuela. Una barricada humana y adulta puesta contra el demonio del universo infantil.
El menor ya había sido expulsado y por tanto su presencia, asegura la madre, era para dialogar con la directora del plantel con el objeto de que reconsiderara la fatídica decisión.
Ella y el menor fueron recibidos con repudio. Hubieran tenido atravesar por encima de aquellos padres de familia para cruzar el umbral del recinto. Al parecer, la directora del plantel, Blanca Díaz, comandaba aquella expresión social.
Tan caldeados estaban los ánimos que la madre solicitó la presencia de una patrulla para que los protegiera a ambos. Declara ella que, por el tono general con que los agredieron, temió un linchamiento.
Los ánimos subieron de temperatura entre los congregados, quienes bloquearon al vehículo oficial porque querían asegurarse de que éste conduciría a los transportados ante el Ministerio Público; al niño de nueve años, por criminal, y a su madre, por haberlo criado así.
Narra la prensa que la policía los protegió y condujo hasta un puente peatonal, para que desde ahí pudieran escapar de la furia con que eran amenazados.
Resulta difícil encontrar la justificación que empujó a una centena de personas a actuar así, en perjuicio del niño y su progenitora. Sin embargo, los argumentos en contra de Diego, el menor de nueve años, son los que han ganado peso en la opinión pública.
Se afirma que hay alrededor de 25 quejas distintas en su contra. Un abuelo cuenta: “intentó meter la cabeza de mi nieto en la tasa del baño.” “A mí me aventó una botella de agua desde la escalera”, dijo un niño de nombre Alejandro. Otro testigo asegura que Diego le decía groserías. Francisco, un compañero de escuela que padece una discapacidad motora, argumenta que Diego escondía su andadera para que él no fuera capaz de desplazarse por sí mismo. Y le gritaba “que era un viejito y nunca iba a caminar.”
En la lista de crímenes supuestamente cometidos por el victimario se incluyen agresiones verbales, tocamientos (sic), bullying y un intento por ahorcar a otro menor. De acuerdo con la directora de la escuela, “no solo los 23 compañeros de salón del niño fueron agredidos, sino también alumnos de otros grupos e incluso el personal docente.”
Fue por el intento de ahorcamiento que los padres de la victima acudieron ante la Fiscalía del Menor, en el Distrito Federal, para que se procediera en contra de Diego. Ese mismo hecho desencadenó su expulsión de la escuela, el intento de la madre por dialogar con la directora y la muralla humana que se interpuso para que el menor de nueve años no se atreviera a poner sus pies de nuevo en esa escuela.
Francisco – consignó un reportero – dice estar tranquilo al saber que mañana Diego ya no asistirá a la escuela.
Fin de la historia: el niño malo ha sido apartado y el orden restaurado.
¿Será?
Me temo que este episodio despide humos de un incendio mayor al que se pretende describir.
Según informó la directora del plantel, a Diego se le envió ya a otra escuela y ahí recibirá en los días por venir algún tipo de tratamiento sicológico.
No sobra preguntar, ¿por qué hasta ahora?
Si es cierto que antes de polarizarse tanto el ambiente, Diego coleccionó 25 quejas graves por parte de sus compañeros, ¿cómo es posible que la autoridad escolar hubiera sido omisa para reaccionar antes con eficacia? ¿Por qué fue necesario que se acudiera a la Fiscalía para que el menor sufriera su primera expulsión? ¿Por qué las cosas escalaron al punto en que los padres de familia decidieron bloquear el acceso a la escuela?
Probablemente en ese plantel hay una campana dispuesta para anunciar a los niños que ya es hora de entrar a clase. Sin embargo, la alarma que debería estar dispuesta para avisar a tiempo a los maestros sobre problemas de violencia evidentemente se halla descompuesta.
¿Cómo es posible que nadie haya previamente conducido a Diego con un sicólogo? Peor aún, por este hecho nos enteramos de que las escuelas primarias del Distrito Federal no cuentan con un servicio expedito de atención sicológica. Y, evidentemente, los docentes tampoco están entrenados para lidiar con un menor cuyos problemas probablemente tengan todavía compostura.
En última consecuencia, llama también la atención la ingenuidad de los padres que supusieron haber librado a sus hijos de la violencia al señalar a Diego como única fuente, un escuincle de solo nueve años de edad.
Detrás de esta anécdota hay una historia más grave y más seria que los mitos a la Harry Potter. Hay un modelo pedagógico y una estructura escolar que no están preparadas para tratar y resolver conflictos internos de violencia. Hay una cultura educativa que estigmatiza a los niños antes de atenderlos, que los considera problema antes de escucharlos y que los expulsa del sistema antes de considerar sus opciones.
Hoy Diego ha sido desterrado violentamente a otra institución. Mañana, alguien como él podría ser depositado, cual bulto humano, en un tutelar de menores. Un año después la prisión también podría ser su destino.
El problema es tratar a las personas como objetos desechables y no como sujetos con problemas que no solo son responsabilidad de los padres sino de la sociedad en su conjunto.
De alguna manera todos formamos parte de ese Estado y esas instituciones que han abdicado a construir una sociedad más inteligente a la hora de resolver los problemas comunes.
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