“No hay día que no sienta las voces amenazantes y que no sienta el peso de ese hombre sobre mi cuerpo. No pasa un día sin que quiera despertar y saber que todo fue un sueño; no lo hay”, escribe Citlali Ronquillo González en Océanos de tiempo, relato incluido en Rostros en la oscuridad: Hospitales.
Por Citlali Ronquillo González
Ciudad de México, 22 de junio (Rostros en la oscuridad/SinEmbargo).– ¡No me cuelgues, estúpida! ¡No te atrevas! Mi corazón late tanto que siento que va a explotar, mis manos sudan, mi voz se corta y ¡pum! Despierto. Por más que intento bloquear esos recuerdos de la mente, no puedo. Su voz rasposa me decía cómo iba vestida mi hija y lo que planeaba hacerle. Era aterrador. Me sentí indefensa, como una niña pequeña que necesita a sus padres para saber que todo está bien. Pero la realidad de nuevo viene a mí. Ellos no están; Amelia, mi hermana, tampoco. ¿Entonces quién?
Llevo cinco años sumida en una profunda depresión, las pequeñas cosas que para mí tenían sentido, ahora no valen nada; las tareas más simples se vuelven dolorosas, y ellos solo pueden decir: “Estás así porque quieres, cómprate un perro o algo”. Recuerdo que cuando todo iba bien, poco antes del robo, mi hija tenía poco de haberse separado y mi esposo y yo la recibimos gustosos de que retomara de nuevo su vida y sus proyectos.
Dionisio y yo ahorramos por años para nuestro retiro; él como contador aeroportuario y yo como enfermera. Nuestra vida era feliz y prácticamente normal. Sin embargo, la posterior muerte de mi madre fue un golpe fuerte. Fue el inicio de mi depresión.
A las pocas semanas de que Faby (mi hija menor) regresó a vivir con nosotros, pasaron cosas extrañas: recibimos llamadas que advertían sobre lo que se avecinaba e incluso una vez pintaron la fachada de la casa con obscenidades.
Yo regresaba del supermercado y, mientras intenté abrir la puerta, dos tipos me acorralaron, se metieron a la casa; entonces recibí varios golpes: “¿Dónde está el dinero, perra? ¿Dónde?”, me gritaron. No se fueron hasta que lo encontraron y me dejaron ahí, media moribunda.
Lo último que recuerdo de esa época es que fue el principio de mi perdición. Escucho sus voces a diario, escucho la de él, sé que fue él; no estaba equivocada. Rodrigo, al estallar en furia porque mi hija decidió terminar la relación, se cobró con nosotros.
Pasaron meses para poder recobrar la tranquilidad, comenzaron los malestares y fue ahí cuando supe que algo no estaba bien. Mi cuerpo ya no respondía igual.
Fui diagnosticada con Parkinson. El shock del robo, junto con el reciente diagnóstico, provocó ataques de ansiedad; paulatinamente perdí la esencia, mi mirada se perdía, las fuerzas eran inexistentes y mi chispa se apagó.
Quien vive con depresión sabe que hasta levantarse de la cama implica un reto, incluso comer se vuelve imposible y se extinguen las ganas de vivir. El trato con la familia cambió, parece que les molesta mi presencia, que mis comentarios incomodan y pasé de ser la madre a un mueble más.
La memoria me lleva a ese día. Harta de todos, salí a dar la vueltecita, no llegué ni a la avenida cuando los ataque comenzaron: ¡boom! ¡boom! ¡boom! El corazón late y la vista se nubla, de nuevo el sudor frío y la falta de equilibrio.
En el hospital, los médicos analizaron la situación y decidieron que lo mejor era estar internada unos días. El desgaste emocional era tal que, de no hacerlo, me iba a volver loca. Dios sabe que desearía eso antes de vivir este infierno. Las noches en el hospital eran eternas, el insomnio me invadía y los días subsecuentes estaba sedada, aunque completamente consciente de lo que sucedía.
En el piso donde estuve, se encontraban pacientes con trastornos similares a los míos, algunos de más peligrosidad. Recuerdo que nos identificaban con pulseras. Esa noche me sedaron; fue el tiro de gracia para mí… Desperté porque me sentí asfixiada, pesada, abrí los ojos y lo que vi fue aterrorizante: encima de mí tenía a un paciente; sí, mientras estaba bajo la influencia del medicamento, él me violó.
“¡Qué idiota! Nada va a volver a ser lo mismo…”
Quise moverme y tumbarlo, quería hablar, pero no pude; solo vi sus ojos desorbitados. ¡Puta! ¿Qué daño hice para merecer esto? Creo que me desmayé. A estas alturas son difusos los recuerdos. Cuando salí traté de rehacer mi vida. ¡Qué idiota! Nada va a volver a ser lo mismo; nunca hablé de lo que me pasó, no tuve el valor. Ya no puedo concebir el sueño; ahora, al menos, trato de sobrevivir sin siquiera empastillarme.
No hay día que no sienta las voces amenazantes y que no sienta el peso de ese hombre sobre mi cuerpo. No pasa un día sin que quiera despertar y saber que todo fue un sueño; no lo hay.
La vida pasa, los ataques de pánico persisten y esta temblorina crece y crece. Hay una parte de mí que quiere salir adelante y olvidar todo, pero no dura mucho, sé que no funcionará.