Mientras husmeaba en silencio por su colección de libros ella lo miraba tratando de adivinar en qué secciones se detenían sus ojos para ver si, de aquello, sacaba alguna conclusión intrascendente o, al menos, se distraía. “Esto, por supuesto, es una locura”, se decía una y otra vez, hasta que la frase perdió sentido. Frase: bienvenida al club. Desde hacía unos días que nada tenía sentido y el vértigo la hacía girar tan rápido que casi parecía estática. Casi. “¿Y si el trompo deja de girar justo cuando esté cerca del borde de la mesa?”, se preguntó. ¿De qué material era su trompo? ¿Cuántas caídas resistiría? Y ¿cómo bailan los trompos entre sí, cuando con sólo rozarse amenazan el equilibrio del otro? El tema del trompo daba para mucho y su obsesivo cerebro comenzó a alejarla del aquí y ahora o, más bien, del allá y otrora, donde sin duda quería estar.
-Yo tenía este libro, pero resultó orgulloso: lo presté y nunca volvió- dijo él y ella, en vez de interesarse por el libro en cuestión, se interesó por el perfil de la barbilla que se movía tan poco cuando él hablaba.
-Tonto el que presta un libro, más tonto el que lo devuelve- respondió ella, que era lo mismo que decir “y sí, afuera está lloviendo”, y a la vez no, por que la frase le recordó que habían hablado (o hablarían, que en estos casos los tiempos verbales se baten) del miedo y de cómo tratarlo.
-Tonto el que no tiene miedo, más tonto el que por miedo no hace algo- habían concluido, con esas u otras palabras. A lanzarse del puente, que hay chance de caer en el agua y no el acantilado. Ey, los dos sabemos que los paracaídas no siempre se abren, ¿correcto? Debemos ser realistas. Correcto, aunque no es mi especialidad, dijo ella sin pensar en si sonaría lindo o no: no era su especialidad y punto, y “correcto” era una palabra muy adulta para asegurarse “no he perdido la cordura ni te pido a ti que la pierdas”. Como si hablar garantizara algo.
En la juventud era fácil chocar contra las paredes y decir con sonrisa orgullosa “estoy enamorado”, y se les hacía tarde para curarse y volver a lanzarse al mar que, lleno de medusas, esperaba con sus vaivenes, con sus corrientes frías y calientes. Hoy los dos dejan que la mirada suspirante se torne en risa incrédula para una y otra vez compartirse “qué locura, ¿no?”. En la adultez enamorarse es eso: en vez de buscar desconocidos con un oído libre y unos minutos que perder, los dos se enredan en silogismos y debates internos, y ahora tienen más palabras y carreteras hacia atrás para decirse, antes de que se los diga cualquier otro: “pero ¿de qué hablas? ¿a esta edad? ¿de esta manera?” y lo más fácil es guardarse la galleta de la suerte en la bolsa y no compartírsela a nadie, decirse, contra toda lógica (“y mira que la lógica ha estado rigiendo mi vida por un tiempo , ya”), que el Destino así lo quiso.
Hace una década todavía se guardaban el beso para darlo tras la declaración correcta, los dedos para el momento idílico, y se hablaba de todo lo que había porque era tan poco y tan libre de vergüenza y de pecadillos, que había que acrecentar las historias para que valieran la pena, inventarse misterios para sentirse menos verde y más profundo. Los adultos, conquistadores de su piel y dueños de sus cuerpos, saben darse la carne mientras se reservan esto y lo otro para luego; cuando el alma se mete bajo las cobijas gritando que es demasiado pronto, ellos recuperan el aliento y dicen “pero esa es una larga historia, ya te la contaré algún día”, y el otro sabrá de no preguntar: ha aprendido a respetar los secretos y en las cuerdas de los violines vibra la frase “es demasiado pronto”.
Cuando ella se queda sola, alterna entre los recuerdos y las fantasías mientras arregla la casa y limpia los trastes, mientras contesta las cartas y se borra las huellas con cierta melancolía: no le ruega que se quede porque comienzan las nóminas y los impuestos y las lluvias; en la adultez, enamorarse es eso. Y cronometrar los minutos en que se vale cantar y gozar de la caída libre sin revolcarse en el miedo. ¿Y cómo se siente el miedo estos días? Es el miedo de los grandes: tiene nombre y tiene un par de caras, tiene pasado y tiene razón. No se le discute; se le acata y se huye por la ventana en las madrugadas mientras duerme para correr ebrios por el bosque, alrededor de la fogata.
Muy pronto, tan pronto. ¿Demasiado pronto? Mejor vamos a inventar otras palabras que definan la sorpresa de la magia a esta hora, como si ya fuera tarde. ¿Demasiado pronto? Al demonio. ¿Sabes qué llega demasiado pronto? El tedio. El hambre. La muerte. Hablar de si debía sentirse lo que se siente, creyendo que puede detenerse en cualquier momento: enamorarse en la adultez es eso. Podré reinventarme, se dice ella, y luego ¿podré reinventarme? Y ¿crees que deberíamos hablar así, como si fuéramos personajes de una novela, o mejor aterrizamos en una pista lluviosa y gris, con cuidado y con luces que nos indiquen dónde, cómo? Por qué no, por qué no tendríamos derecho a nuestra novela. Tener las palabras para la novela, y las manos temblorosas mientras se escribe: enamorarse en la adultez es eso.