El solar de don Cecilio es en realidad un terreno con árboles frutales -mangos, mandarinas, naranjos, limoneros- más una modesta construcción de hormigón casi al centro de ese espacio. En el edificio principal se encuentra su altar personal del chamán y, dividido por un muro, se halla una suerte de sala comedor y dormitorio.
Por Iván Pérez Téllez
ENAH-INAH
Ciudad de México, 22 de mayo (SinEmbargo).- Era la primera mañana de enero. De manera inusual, don Cecilio había colocado una pequeña mesa y dos sillas en la parte frontal de su casa, hasta donde el techo de lámina cubre el pasillo de tierra. Ahí beberíamos café. La noche anterior la gente del pueblo había hecho Costumbre y él, como buen chamán otomí, se quedó despierto hasta el último tramo del ritual, “limpiando” a algunos asistentes. Don Cecilio tenía profundas ojeras y estaba visiblemente fatigado. Su buen humor, no obstante, no lo hacía de lado.
Mientras intentábamos hablar sobre lo ocurrido durante el Costumbre, una gallina y una decena de polluelos recorrían ruidosamente el patio de tierra, de un lado a otro, en busca de granos o cualquier cosa que pudieran tragar. Ellos también debían desayunar. El piar de las aves pequeñas interrumpía constantemente nuestra charla y, entretanto, un gallo se unió a la algarabía. De pronto, el perro que estaba atado a un árbol, comenzó a ladrar impaciente. Entonces nuestra charla se detuvo, mas no hubo silencio.
El solar de don Cecilio es en realidad un terreno con árboles frutales -mangos, mandarinas, naranjos, limoneros- más una modesta construcción de hormigón casi al centro de ese espacio. En el edificio principal se encuentra su altar personal del chamán y, dividido por un muro, se halla una suerte de sala comedor y dormitorio. Adosada a esta construcción está el granero y la cocina de humo. Un pequeño lavadero y un baño más bien improvisado completan el hogar. Acá no hay drenaje y ni agua potable. La mayoría de la gente posee un baño para bañarse, un lavadero y un pozo a la orilla del riachuelo del pueblo de Cruz Blanca, Ixhuatlán de Madero.
En ese espacio frontal se desarrolló de pronto, frente a nosotros dos, una escena bastante peculiar, una interacción que excedía lo humano: en algún momento unos tordos -esos pájaros negros de plumas lustrosas- comenzaron a buscar, como las aves domésticas, el primer alimento del día. Se desató, entonces, una disputa. La gallina, con cierta gravedad, perseguía y hacía recular a los tordos, sin obtener el resultado deseado. Ambos bandos de aves luchaban por la comida. Claramente, la gallina asumía que ese patio era suyo y que no podía venir ningún ladronzuelo a recolectar granos, desperdicio de alimentos o gusanos a él.
Como en el cuento Casi de verdad de Clarice Lispector , la gallina no pudo hacer desistir a los tordos, de modo que el gallo se unió a la persecución de los rufianes. Esa intensa riña era bastante extraña y de naturaleza casi “cultural”. Los tordos volaban del árbol más cercano para aterrizar en el patio; cambiaban con facilidad de lugar a base de pequeños saltos combinados con vuelos cortos en ese extenso patio de tierra; es decir, incursionaban socarronamente y regresaban a las ramas a ponerse a resguardo de los picotazos de sus parientes domésticos. Aunque limitado, el perro también participaba de las acciones para repeler a los tordos por medio de sus ladridos.
¿Acaso las aves domésticas asumían ese territorio como propio, culturalmente apropiado? Aunque problemática, ¿esta relación podría caracterizarse como “cultural” dado que estaban interactuando animales? De algún modo sí porque en el centro de la disputa estaba el consumo de maíz. Don Cecilio había improvisado recientemente un nuevo granero a menos de un metro de su casa principal, casi en el patio; eso hacía que los granos a menudo se regaran en ese sitio. ¿No es acaso lo que ocurre entre los agricultores otomíes y el resto de los animales dañinos para la milpa?
La mención del papel que juegan los animales en los pueblos indígenas es importante, tanto en la agricultura como en la terapéutica. Los animales del monte, por ejemplo, hurtan el maíz y este hecho es legítimo dado que el monte es su territorio y el agricultor irrumpe ahí para sembrar. Las aves, asimismo, son sacrificadas durante los rituales otomíes para vivificar con sus sangre a los cuerpos de papel recortados por los chamanes. En cierto modo, incluso los perros defienden de por sí su propio hogar. Asimismo, de manera más general, otros animales domésticos como guajolotes, pollos, chachalacas, perros, gatos, etcétera, son también considerados incluso como la primera barrera para la brujería. En efecto, es probable que los animales domésticos sean los primeros en morir cuando a una familia le realizan actos brujeriles destinados, en principio, a dañar a las personas que viven en ese solar. De ahí la importancia de contar con animales domésticos.
Al parecer, después de esa escena, es dable pensar que los animales defienden a sus dueños y a su propio hogar y; es decir, ahí donde comen. Y pareciera que son conscientes de que viven y “son” de ahí, que ese espacio es propio. No es un hecho menor el asunto de la comensalidad, los animales comen ahí y son, de algún modo, parte de esa familia. De hecho, el consumo de maíz articulaba la disputa del mismo modo en que define a los miembros de un grupo familiar que lo consume. Así, animales domésticos y salvajes ven su propio espacio como culturalmente apropiado. La escena de las aves domésticas y los tordos salvajes parece así ilustrarlo. Finalmente, una antropología de la vida, no centrada en el anthropos, revelaría que otros vivientes son parte de la vida social de un pueblo. Como parece serlo entre los otomíes.