—-CONTIENE SPOILERS—-
La semana pasada fui a ver Whiplash (a la que los traductores sintieron la necesidad de agregarle el subtítulo: “Música y Obsesión”) y salí, como dirían los españoles, flipando. Esta expresión se usa para bien y para mal, así que describiré mi estado mental: tenía dolor de cabeza, era incapaz de dejar de mover los dedos al ritmo de la batería del personaje principal, estaba llena de ansiedad, con taquicardia, y con una pregunta crucial latiendo dentro de mi cerebro. Creo que una experiencia artística (libro, película, canción, exposición) que te deja lleno de signos de interrogación, independientemente de si la “disfrutaste” o no, logró su cometido, o uno de ellos.
Unos días después me encontré discutiendo con una buena amiga alrededor de la premisa de esta historia, que trata de Andrew, un baterista de jazz presionado (acosado, bulleado, destruido) por su maestro para alcanzar la perfección, al grado de perder la cordura. En la película vemos al chico literalmente sangrando sobre su batería, arriesgando la vida para llegar a tiempo a una presentación, aislándose de sus relaciones amorosas y sufriendo lo indecible por ser incapaz de lograr un doble swing. En una confrontación, Andrew le reclama a su maestro el abuso psicológico y este responde que no tiene ningún arrepentimiento. Argumenta que es válido empujar a las personas para que alcancen su máximo potencial, y que no va a pedir perdón por intentarlo. Si nadie hiciera esto, dice, no existirían los grandes deportistas, los Beethovens, los genios de la ciencia y la tecnología. Al final (conste que advertí que esta columna contenía spoilers) Andrew logra la grandeza e intercambia miradas con su maestro, miradas de complicidad, de felicidad, de éxtasis absoluto.
¿Tenía derecho el maestro a asumir que Andrew prefería la genialidad a la tranquilidad? ¿Son mutuamente excluyentes? Si se sometiera a voto, ¿preferiríamos, como Humanidad, más tranquila satisfacción o más locos infelices, geniales, empujados al límite? Y si fuéramos Andrew, ¿querríamos toparnos con el que se da cuenta y lucha incluso contra nuestros propias limitaciones para sacar lo mejor de nosotros? El maestro cuestiona si es mejor la “felicidad”, como la conocemos el resto de los mortales, o la grandeza, y Andrew mismo, en una cena familiar, dice que prefiere morir joven y ser recordado que haber sido un mediocre y llegar a viejo.
Mi amiga decía que la película no le había gustado justo por esto: las preguntas suenan demasiado maniqueas, el maestro era “el villano”, Andrew un muchachito torturado, sujeto (de modo absolutamente voluntario) a la tiranía de su maestro, “el héroe”. Blanco y negro; genialidad o felicidad. En la última escena, somos testigos de un colosal solo de batería que claramente impulsará a Andrew al estrellato. Y luego: créditos. No escuchamos los aplausos ni sabemos qué sucederá entre los dos personajes. La pregunta que estaba en mi cabeza saliendo del cine era: en el momento en que se apagan las luces, ¿qué siente Andrew? Luego: ¿perdonará a su maestro? ¿Le hará un monumento? ¿Valió la pena todo el sufrimiento a cambio de la gloria, por más efímera que sea? ¿Le valió a Marie Curie, a Mozart, a Van Gogh? ¿Habrían elegido no ser lo que eran, habrían podido evitarlo?
Hace poco leí un artículo que hablaba de un genio que había decidido medicarse para matarse algunas neuronas y ser feliz. Dejó su trabajo en un laboratorio y se dedicó a repartir pizzas. La sociedad, exigente y capitalista, hambrienta siempre de más, criticaría esto: qué mediocre, qué flojo, qué nos ha robado, como Humanidad, al lobotomizarse. Y la misma sociedad de esta época, aterrorizada de las grandes pasiones y los extremos, diría que sí, que haga yoga, que “Dalay”, que se relaje, que sea feliz. Lo gris está aplaudido, la tranquilidad, lo apacible. Los suburbios, el jardín bien cortado, el Prozac, la pizza. Históricamente se ha hallado una conexión entre la genialidad y los desórdenes mentales, y hoy, a posteriori, se ha diagnosticado a Beethoven como bipolar, a Miguel Ángel como posible autista, a Tolstoi como depresivo. ¿Y si sus “desconexiones” los hacían lo que eran? ¿Y si veían un mundo ignorado por los demás mortales y sentían placeres, éxtasis desconocidos para nosotros, los cuáles no habrían cambiado por nada, por la afabilidad, por el Mundo Feliz de Huxley?
A menudo me he preguntado dónde están los Beethovens de hoy, y yo misma me respondo que son los genios de la tecnología, pero quizá en el camino a la normalización hemos perdido algunos… ¿podría ser? ¿Podría nuestra definición de lo que es ser feliz, de lo que es ser una persona “completa”, limitar a algunos genios destinados a grandes cosas? Quizá los caminos de los grandes son distintos, incomprensibles para los demás. Quizá si a Beethoven lo hubieran diagnosticado y medicado, habría perdido lo que lo hacía Beethoven. Y habría sido “feliz”… ¿sí? Y si fuera el caso… ¿es más importante ser feliz que ser…?