Francisco I. Madero, a 100 años de su muerte | Tres textos para recordarlo: devoción, autopsia y resurrección

22/02/2013 - 12:14 pm

Francisco Indalecio Madero nació un 30 de octubre de 1873, en la hacienda de El Rosario, Parras de la Fuente, Coahuila. Fue asesinado la noche del 22 de febrero de 1913, hace 100 años. El escritor, historiador y periodista Alejandro Rosas entrega tres textos a los lectores de SinEmbargo para recordar a uno de los hacedores de la democracia mexicana moderna. Disfrútelos…

DEVOCIÓN

Al enterarse del crimen, el pueblo reaccionó con devoción, no con violencia. Pocas horas después de su muerte, la sangre de Francisco I. Madero era ya una reliquia. Ninguna autoridad consideró conveniente vigilar el lugar donde cayó muerto el ex presidente y la gente se apresuró a recoger las piedras ensangrentadas que daban testimonio del martirio.

Conforme avanzaba la mañana del 23 de febrero, la gente se reunió en torno al lugar de los asesinatos. Se alcanzaban a escuchar plegarias y lamentos. La gente lloraba. Con piedras y ladrillos, las mujeres levantaron dos montículos que fueron coronados por cruces: “una hormada con alambres; la segunda, con ramas de árbol que parecían cortadas la víspera o muy de madrugada”.

La extraña devoción del pueblo por la muerte convirtió a Madero en un mártir; en un bastión moral; en una reliquia cívica. Las dos balas que acabaron con su vida estaban cargadas de inmortalidad. Sin lugar a dudas en la conciencia popular, don Francisco merecía la santificación y la muerte lo había santificado. Semanas más tarde, la devoción cambiaría de rostro: se tornaría en violencia revolucionaria.

“Madero perdonado era inútil para sí mismo y para su patria –escribió José Vasconcelos años después-; qué perfecto mito legaría a la historia si con su muerte vilipendiaba a los traidores; si su sacrificio provocaba la vindicta nacional. Madero, asesinado, sería una bandera de la regeneración patria. Hay ocasiones en que el interés de la masa reclama la sangre del justo para limpiarse las pústulas. Cada calvario desnuda la iniquidad del fariseo. Para remover a las multitudes era preciso que se consumase la maldad sin nombre. Lo peor que podía ocurrir era un perdón otorgado por los usurpadores”.

El lunes 24 de febrero, más de dos mil personas se congregaron frente a la penitenciaría de Lecumberri. Querían acompañar a don Panchito a su última morada; ayudar a cargar el féretro, elevar una plegaria. Poco antes de las diez y media de la mañana llegó la carroza fúnebre de la agencia “Tepeyac”. Iniciaba el último acto.

En un “elegante ataúd, forrado de seda y con agarraderas de plata” fueron sacados los restos del ex presidente. Al verlo salir, la multitud no pudo contenerse, no lo intentó siquiera. Como una sola, las dos mil gargantas arrojaron un grito reivindicador; un grito de dolor y rabia que se escuchó hasta el último rincón de la Patria: “¡Viva Madero!”.

Un destacamento de gendarmes de la policía montada –comentaba una nota de El País del 25 de febrero de 1913-, que se encontraba en las cercanías, temiendo que se registraran desórdenes, cargó sobre los escandalosos, que inmediatamente echaron mano a las piedras que arrojaron sobre los guardianes del orden. En vista de esto, se ordenó una nueva carga de sablazos, que bastó para que los manifestantes se retiraran tomando diversas direcciones.

La carroza se abrió paso entre la gente y tomó rumbo hacia al panteón francés de La Piedad.  El pueblo se había volcado a las calles para mostrar su indignación. “Te faltaba morir así, esto es tu apoteosis” se leía en una de las coronas que acompañaban al cortejo. “Dios tenga piedad de los traidores” decía otra.

En el cementerio esperaba la familia Madero. Casi ninguno de los viejos maderistas pudo presentarse al entierro. Se encontraban escondidos o huyendo de la represión huertista. Varios policías vigilaban la escena. Tenían órdenes estrictas de dar sepultura inmediata si se “pretendía abrir la caja para hacer alguna investigación”. Haciendo caso omiso de la advertencia, doña Sara se quitó un crucifijo que colgaba de su cuello; lo besó, y pidió que se abriera el féretro. Aprovechando un descuido de la policía, el coronel Rubén Morales –ayudante personal de Madero durante la Decena Trágica- abrió el ataúd y colocó el crucifijo sobre el pecho de don Francisco, no sin antes percatarse de que el cadáver aún presentaba las ropas de reo con que fuera vestido luego de la autopsia.

El desenlace estaba próximo. Sarita envió al coronel Morales a buscar a su director espiritual y viejo confesor. Deseaba que el padre Ángel Genda, “hombre de rara virtud” –según palabras de Madero- diera la última bendición a su esposo. Diez años antes, el 26 de enero de 1903, el padre Genda había celebrado su matrimonio. Para mala fortuna de doña Sara, no fue posible hallarlo. En su lugar, un sacerdote español de la iglesia del Sagrado Corazón celebró la misa de cuerpo presente.

El féretro comenzó a descender. En cuestión de minutos estaría cubierto por completo. Los rostros mostraban infinita tristeza. La viuda volvió a llorar y con sus lágrimas mojó la tierra que ya cobijaba a su esposo. Terminado el doloroso entierro, la gente se retiró. Y con la última luz del día el cuerpo se convirtió en polvo.

AUTOPSIA

Sobre la plancha de autopsias yacía el cuerpo desnudo, perfectamente limpio; frío como las paredes del anfiteatro de la penitenciaría de Lecumberri. Su palidez se mezclaba con la luz de las bombillas que cotidianamente iluminaban los cadáveres recibidos por muerte violenta.

Su figura no imponía. Con un metro sesenta y tres centímetros de estatura difícilmente lo hubiera hecho. Su delgada complexión y la apacible mirada -resaltada por la tupida barba de candado- provocaba tranquilidad, nunca temor. Y sin embargo, sus enemigos temblaban al recordar las más de cien mil personas que espontáneamente se reunieron para recibirlo en la ciudad de México el 7 de junio de 1911, tan solo dieciocho meses antes.

Cómplices de las sombras, los asesinos debieron sentir escalofrío delante del cadáver al observar “que en el rostro de don Francisco había quedado un gesto de suprema energía”. Como si las balas más que acabar con su existencia la hubieran liberado.

El cadáver mostraba una serie de cortes realizados con sumo cuidado por los médicos huertistas para determinar la “desconocida” causa del deceso. De acuerdo con la autopsia, el extinto presidente quizá no hubiera alcanzado la vejez; a sus treinta y nueve años de edad padecía de hipertensión: “en la cavidad torácica el corazón se encontraba hipertrofiado en el ventrículo izquierdo”. Pero la naturaleza no pudo concluir su trabajo; Victoriano Huerta se adelantó y ordenó el asesinato. La orden jamás fue registrada en el informe de la autopsia como causa de muerte.

Su rostro parecía una imagen sacra. Las cuatro escoriaciones que presentaba en la parte frontal apenas eran perceptibles ante la belleza propia de la muerte. Las pequeñas heridas habían sido producidas cuando el cuerpo exánime se desplomó, golpeando sobre la tierra. Algunas piedras se mancharon de sangre y la noche quedó salpicada de rojo.

Ni siquiera los dos orificios de bala en la cabeza dañaron su imagen; cubiertos con algodón, habían dejado de sangrar horas antes. Los vestigios de la pólvora mostraban rastros de una felonía. El asesino que jaló el gatillo no tuvo el valor de ver los ojos de su víctima y le disparó por la espalda, a quemarropa, en la parte posterior de la cabeza. La autopsia no podía ser más cruda:

“…siguiendo una dirección de atrás hacia adelante, de afuera hacia adentro y de derecha a izquierda, [la bala] interesó todos los órganos correspondientes de la región, fracturó la escama del hueso occipital y base del cráneo, penetró a la cavidad craneana, desgarró las meninges, destrozó el cerebelo, el bulbo y vino a alojarse el proyectil a la izquierda de la silla turca de donde fue extraído. En esta cavidad existía un abundante derrame de sangre líquida y coagulada en cantidad considerable”.

La segunda bala recorrió una trayectoria paralela para alojarse en la parte derecha de la silla turca. Ambas acabaron con la vida de Madero de una manera súbita.

RESURRECCIÓN

Contrariamente a lo que esperaba Huerta, la muerte de Madero no calmó las pasiones, al contrario, las desató. Ante los ojos del pueblo, la imagen del presidente asesinado alcanzó la santidad. Se hizo costumbre que la gente acudiera al cementerio a depositar sus ofrendas. Paradójico resultaba observar el sepulcro lleno de vida. La muerte nunca tuvo poder sobre esos dominios. Un retrato de don Francisco presidía el lugar. Inspirado en su mirada amable y llena de luz, el pueblo mezcló la devoción con la realidad y en las conversaciones comenzó a escucharse una palabra que era, al mismo tiempo, una profecía: “resurrección”.

“Todos los días –escribió Armando González Garza- van en peregrinación a la tumba de los mártires, centenares de gentes, predominando las humildes, a dejar flores y regar con lágrimas aquella ya santificada tierra. Además de flores coronas, cruces, muchos dejan pensamientos escritos que alguien está coleccionando.”

La religiosidad popular fue una inmejorable pantalla para quienes consideraban que la mistificación de Madero debía dejarse para mejores tiempos y apostaban por la devoción cívica. Su bandera era el programa democrático del gobierno depuesto, no los rezos y las oraciones. Eran los viejos partidarios del maderismo que convocaban clandestinamente a las armas para enfrentar a la dictadura huertista.

A pesar de la tensa situación, los rumores de que en el norte se preparaba una revolución contra Huerta, reavivaron el espíritu cívico. Los temas políticos estaban a la orden del día. En los restaurantes, los cafés, en los intermedios de las funciones de teatro, en las reuniones familiares el tema recurrente era el futuro de la república bajo el régimen usurpador Huerta. “Está sucediendo una cosa alarmante –escribió Armando González Garza- la guerra se ha metido en las conciencias;  todos se están dando cuenta de que la paz de que tanto se blasona es como la de las prisiones, sin libertad, sin gusto y asfixiante”.

El sepulcro de Madero adquirió un nuevo sentido: se convirtió en el bastión moral y político de la resistencia contra la nueva dictadura. Frente a él, los ánimos se exaltaban. Se llegó a decir que los guardias presidenciales conspiraban para asesinar a Huerta y habían jurado ante la tumba de Madero no descansar hasta vengar su muerte.

Se acercaba la semana santa de 1913 y las peregrinaciones a la célebre tumba aumentaban. “Por más que hacen los enemigos y la prensa –continúa González Garza- no se puede desarraigar la creencia de que [Madero y Pino Suárez] fueron inicuamente asesinados… el amor, gratitud y veneración hacia esos mártires crecen día a día, para el Domingo de Resurrección se organiza una gran manifestación de unas mil damas. Se cree que por tratarse del bello sexo no la disolverán, pues la manifestaciones de obreros y gente humilde las han disuelto a caballazos y machetazos”.

Las expectativas crecían y entre el pueblo se esperaba el milagro de la resurrección. Con la semana mayor a unos días, el desolador ambiente que reinaba en la ciudad de México desde febrero parecía desaparecer ante la fe popular. A mediados de marzo, entre los adeptos al espiritismo corrió la buena nueva de que el espíritu de don Francisco se había manifestado en varios círculos:

“Ya desencarnado, no ha olvidado a su Patria…  en todas sus comunicaciones se encuentra, como tema principal, su perdón noble y grande para los que cortaron esa existencia tan valiosa y que ofrecía tantas promesas para nuestra hermosa causa. Encarece con tanta energía como ternura que enviemos poderosos pensamientos de luz y amor para esos seres; que nos abstengamos de lanzar vibraciones de odio que repercutirían sobre nuestros hermanos todos, que la mejor manera de evitar estéril derramamiento de sangre, es enviar pensamientos de luz para esos pobres seres ofuscados, que son más dignos de lástima que de odio”.

Según los rumores, Madero debía levantarse de entre los muertos el 23 de marzo de 1913. La fecha era significativa: se cumplía un mes exacto de su asesinato; sería domingo y en todos los rincones del país los creyentes preparaban las celebraciones para conmemorar la resurrección de Cristo.

A oídos de Victoriano Huerta llegaron noticias, comentarios y rumores sobre la resurrección de Madero y la devoción desatada por el ex presidente muerto. Estalló en cólera al escuchar “semejantes estupideces”. No creía desde luego en la resurrección. Su ira provenía sobre todo al enterarse que “a los ojos del pueblo no era posible diferenciar a Judas Iscariote de Huerta”. En un momento de lucidez –generalmente se encontraba alcoholizado- ordenó redoblar la vigilancia en el panteón Francés y sus alrededores, prohibiendo incluso manifestaciones multitudinarias frente al sepulcro del mártir.

Se acercaba el gran día. El sábado de Gloria –22 de marzo-, al cumplirse un mes del asesinato de Madero, cientos de personas desfilaron frente a su tumba. Un grupo de estudiantes coahuilenses colocaron una hermosa corona de pensamientos y siemprevivas en la tumba de don Francisco. Poco después arribó un destacamento de soldados que a partir de ese momento impidió la entrada al cementerio. La razón era por demás evidente: Huerta “temía que sacaran el cadáver y luego se dijera que Madero… había resucitado”.

Quizá el traidor de Victoriano no pudo conciliar el sueño la noche en que se cumplía un mes de los asesinatos. Por la mañana del domingo, uno de sus esbirros le informó que el panteón se encontraba “sin novedad”. Respiró tranquilamente. Con la certeza de que Madero descansaba en paz, ordenó disminuir la vigilancia en el cementerio. El día entero hubo peregrinaciones hasta la última morada del apóstol. Obreros, mujeres y niños pasaron lista ante el sepulcro. “Las coronas son tantas –escribió González Garza- que forman el más grande y bello de todos los monumentos que allí hay”.

El sol se puso el domingo de Resurrección de 1913. Al caer la noche se respiraba paz; como si Madero hubiese realmente regresado de entre los muertos para restaurar la libertad de la Patria. Ese día, “los espíritus” abrieron una luz de esperanza para la república. La “resurrección” de Madero era un acto de fe, personal. Huerta lo desestimó. Desde el “más allá” el espíritu de Madero sonrió complacido. Ciertamente había resucitado en la conciencia nacional: tres días después estalló furiosa, la revolución constitucionalista.

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