La infancia nos pertenece a todos, dice el escritor Hiram Ruvalcaba

La infancia nos pertenece a todos, dice el escritor Hiram Ruvalcaba

La infancia nos pertenece a todos, dice el escritor Hiram Ruvalcaba

22/01/2022 - 12:01 am

Hiram Ruvalcaba reflexiona sobre la infancia con motivo de su libro Los niños del agua. Enfatiza en la responsabilidad y obligación civil de apoyar a los más pequeños e incluso comparte sus apreciaciones sobre el impacto que tendrá en sus vidas el impacto ambiental que día a día alcanza el destino de la humanidad.

Ciudad de México, 22 de enero (SinEmbargo).– El escritor Hiram Ruvalcaba vuelve a adentrarse a las relaciones paternofiliales, aunque a diferencia de la visión narrativa que exploró en Padres sin hijos (UANL), ahora parte de una visión ensayística que ahonda en la pérdida de un hijo, y lo hace a partir de una serie de paralelismos entre la cultura japonesa y la mexicana.

El resultado de estas conexiones que exploran el duelo desde una serie de referencias literarias, testimoniales, íntimas y hasta de denuncia es Los niños del agua (FCE), un texto que parte del viaje que hizo Ruvalcaba a tierras niponas luego de la pérdida de su hijo Tristán y a partir del cual se sumerge en los torrentes del duelo, en los cuales encuentra el alivio a través de figuras como el Jizō —una deidad protectora de los menores— y de otras referencias de la cultura oriental que se centran precisamente en pérdidas como las que él vivió.

“Desde que escuché a hablar de Jizō me di cuenta de que no era fortuito este amor por Japón, esta búsqueda. Me dediqué a estudiar más sobre él y cuando fui allá me fui a buscarlo, cuál era su lugar en mi vida. Como un ser espiritual que soy, estoy convencido de que las cosas que ocurren de esta naturaleza irracional y más mística son preguntas o respuestas que te va planteando la vida y decides si seguirlas o no”, comentó el autor en entrevista con SinEmbargo.

El mismo viaje lo llevó a identificar paralelismos entre la cultura japonesa y la mexicana, una misma semejanza que —a su ver— fue la que llevó a su familia a  Zapotlán el Grande, a él a estudiar a la maestría en Estudios de Asia y África, con especialidad en Japón, y otro tipo de correspondencias entre la literatura y la nipona, sobre todo en la obra de Juan Rulfo.

Hiram Ruvalcaba con su libro Padres sin hijo. Foto: Cortesía.

“Los estudios japoneses siempre fueron muy importantes para mí, pero de unos seis años para acá me he volcado por completo a tratar de establecer puentes culturales entre ese país y el nuestro porque me parecen honestamente muy cercanos. Hay algunas características en la literatura latinoamericana en general que, si te vas a los clásicos japoneses, están presentes. Los fantasmas rencorosos de Pedro Páramo, por ejemplo, se entienden mucho mejor una vez que vas a ver Los fantasmas del teatro kabuki”, compartió Ruvalcaba.

En un plano más íntimo, entabló similitudes al arropo que se les da a los menores fallecidos, a los niños del agua, como se les conoce en Japón. En la cultura nipona, por ejemplo, mediante Jizō, y en la mexicana con la existencia de lugares como “Chichihualcuauhco”, donde su abuela le contó que se encontraba un árbol nodriza, “de cuyas ramas, en lugar de frutos, colgaban miles de tetas llenas de leche materna para alimentar a todos los bebés muertos”. 

Al hablar sobre los menores, Hiram Ruvalcaba reflexionó sobre distintos temas. Enfatizó en la responsabilidad y obligación civil de apoyar a la infancia e incluso compartió sus apreciaciones sobre el impacto que tendrá en sus vidas el impacto ambiental que día a día alcanza el destino de la humanidad.

“Tenemos que dejar atrás esa falsa idea de que cada quien tiene que ocuparse de sus hijos y tenemos que tomar conciencia de que la infancia nos pertenece a todos. Eso de que cada quién cría como sabe es una pendejada que ha conducido a que los niños sufran innecesariamente en muchos escenarios”, expresó al respecto.

Mencionó que él no quiere ser “precursor del Apocalípsis”, y señaló que “es muy poco responsable de nuestra parte pensar que las generaciones posteriores están heredando los problemas, porque ya hay evidencia de que estos problemas nos van a tocar pronto”. En ese sentido, mencionó la crisis hídrica que enfrenta la Ciudad de México y el sur de Jalisco, donde ahora hay “una fiebre de invernaderos y de aguacate”.

En la plática, Ruvalcaba también compartió sus apreciaciones sobre la búsqueda que hacen los padres en el pasado al momento de atender su paternidad, una indagación de la cual da cuenta en ciertos relatos que escarban en lo que es uno.

En ese sentido, señaló que uno como padre trata de entender cómo la formación que tuvo lo afecta o lo afectó para bien y para mal. “Por eso vamos hacia atrás. Qué pasó en mi vida que me hizo bien para que a través de mí mi hijo lo viva. Es un rollo bien ególatra. Es como decirle que mi vida fue importante y quiero que aprenda a través de ella. No está completamente equivocado, pero nuestra vida pertenece a un mundo que ya no existe”. 

“Vivimos en un mundo donde la infancia no estuvo marcada por la violencia al mismo nivel de ahora. No teníamos ni idea de la capacidad de interconexión, estas videollamadas pasaban en los Supersónicos y era una cosa loquísima. Dado que nuestro mundo ya no existe, a lo mejor no tiene mucho sentido tratar de enseñárselo a nuestros hijos. Sin embargo, reconocer nuestras propias heridas nos ayuda a no infringirlas en los demás”, refirió. 

La portada de Los hijos del agua. Foto: Cortesía.

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Mucho has escrito sobre cómo Padres sin hijos (UANL) es un libro hermano de Los niños del agua (FCE). Ambos los escribiste al mismo tiempo. Lo cierto es que en este último libro que publicas con el Fondo de Cultura Económica dejas a un lado la narrativa de ficción que conocemos con Padres sin hijos o así lo entiendo y exploras desde un punto de vista más reflexivo la pérdida de un hijo y lo haces además apoyándote en la cultura nipona. ¿Cómo sucede esto?

Mi vida ha estado muy influida por Japón de maneras muy extrañas y otras por decisiones personales. Soy de Zapotlán el Grande (Jalisco), pero mi papá es de Guadalajara y mi mamá de la Ciudad de México. Se fueron a Zapotlán por diversas razones. Mi abuelo paterno se fue a Zapotlán a trabajar con un japonés, Don Agustín Naito, que  le ofreció trabajo en una rectificadora. Él estaba en Guadalajara y se lo llevó a Zapotlán. Nosotros estamos en Zapotlán por japoneses. En un rancho perdido en la sierra hay una comunidad japonesa importante. Tengo unos amigos, los Masao, que están ahí. Japón también estuvo presente en mi preparatoria porque hubo un intercambio cultural entre Zapotlán y una ciudad japonesa preciosa –que creo que menciono– que se llama Chino. Una señora japonesa se quedó en mi casa a convivir y me dijo que cuando creciera fuera a Japón. 

De ahí nació mucho mi interés por este país. Después estando en la universidad leí a los autores japoneses más conocidos como Kawabata. A Mishima no tanto, no me interesaba tanto su estética. Luego vinieron más nombres, la presencia del manga y finalmente terminé en el Colegio de México haciendo la maestría en Estudios de Asia y África, con especialidad en Japón. 

Los estudios japoneses siempre fueron muy importantes para mí, pero de unos seis años para acá me he volcado por completo a tratar de establecer puentes culturales entre ese país y el nuestro porque me parecen honestamente muy cercanos. Hay algunas características en la literatura latinoamericana en general que, si te vas a los clásicos japoneses, están presentes. Los fantasmas rencorosos de Pedro Páramo, por ejemplo, se entienden mucho mejor una vez que vas a ver Los fantasmas del teatro kabuki. En el Colegio de México un día estando con el maestro Quartucci –que aparece en estas crónicas– nos habló a todos los alumnos sobre Jizō y dijo que era este bodhisattva que se encarga de darles un hogar en el paraíso a los niños muertos. Él no sabía que yo tenía este fantasma, pero desde que escuché a hablar de Jizō me di cuenta de que no era fortuito este amor por Japón, esta búsqueda. 

Me dediqué a estudiar más sobre él y cuando fui allá me fui a buscarlo, cuál era su lugar en mi vida. Como un ser espiritual que soy, estoy convencido de que las cosas que ocurren de esta naturaleza irracional y más mística son preguntas o respuestas que te va planteando la vida y decides si seguirlas o no. Yo así tomé a Jizō y de ahí surgió el tema de Los niños del agua.  

Cuando fuiste a Japón, ¿qué experiencias te ayudaron a alimentar este texto?, ¿qué paralelismos detectaste? 

Hay muchas cosas que no cupieron en el libro porque no tuve tiempo de redactarlas. Originalmente el texto se llamaba Crónicas japonesas del sur de Jalisco. Ese era el título que había pensado originalmente, pero conforme fui avanzando en las crónicas, me fui dando cuenta de cuál era el tema que quería abordar, se fue transformando en esta especie de canto a nuestros hijos que no se lograron o fallecieron muy pronto. 

Hay algunos temas que me gustaban mucho, por ejemplo, el Puerto de Yokohama, un espacio espléndido, una cosa bellísima, hay un barrio chino, está el puerto que sale con viajes comerciales, un malecón bellísimo, que nada le deben los malecones mexicanos como el de Mazatlán. Estando en Yokohama estuve pensando en Kipling que durante su viaje a Japón también habla sobre Yokohama, pero sobre todo me acordé de que en 1863 una comisión de astrónomos mexicanos se fue a Japón y llegaron al puerto de Yokohama para observar el paso de Venus por el cielo nocturno. Diplomacia científica que tuvo eco en México y en Japón. 

En Guadalajara hubo dos cuates, dos locos, que también hicieron lo mismo el mismo día desde México. Otra vez hubo paralelismos muy interesantes. Ambos relatos están documentados. En el caso de Japón, estos cuates publican un libro que ya no se consigue en físico que se llama Viaje expedición a las islas de Japón para ver el paso de Venus. El de los jaliscienses lo documenta Juan Nepote, un muy buen divulgador de la ciencia. Pensé en qué bonito sería escribir otra crónica. No la he hecho, pero sí la traigo en el tintero. 

Sobre Ishimure Michiko, que es una de las grandes defensoras de la cultura de la denuncia por los problemas ecocríticos, me quedé pensando cuando se iba a hacer  la presa Zapotillo aquí en Jalisco. Fue un tema tremendo que era inundar todos estos pueblos. En Japón pasó algo muy similar, una de las presas inundaron pueblos e Ishimure Michiko se aventó el libro El mar del cielo. Dije que valía la pena escribir otra crónica al respecto. 

Hay muchos temas que empatan nuestra cultura con la cultura japonesa. Como profesional de la literatura me gusta traerlos para que estos chavos que ahora ven manga y anime sepan que, a un nivel más profundo, hay mucho más que ver. Por ejemplo, nunca hablé de los cuentos de terror japoneses en este libro y a mí me encantan. Ahora en mi tesis de doctorado estoy empatando los cuentos tradicionales japoneses con las leyendas mexicanas. Es un tema que me fascina, estoy haciendo una investigación de cuatro años sobre eso y no alcancé a meterlo en las crónicas. Por ahí van a ir saliendo más textos al respecto. Por cierto, aprovecho para hacer el comercial: va a salir un libro de ensayos que hicimos a cuatro manos sobre un personaje de la cultura japonesa, se llama Veneno y feminidad, que es la mujer serpiente y que está presente en la literatura rusa y en México. Saldrá con la Universidad Autónoma de Nuevo León. Ya debe estar por ponerse en imprenta, no creo que pase más allá de febrero.        

Ahondas en distintos escenarios de la pérdida de un hijo. Lo haces desde la perspectiva personal, compartes leyendas japonesas que ligas con algunas mexicanas, pero también te asomas a esas pérdidas y daños que puede causar, por ejemplo, la industria. ¿Los niños son quienes más requieren de nuestros cuidados, y al mismo tiempo, son quienes más padecen de la crueldad humana?

—Tenemos que dejar atrás esa falsa idea de que cada quien tiene que ocuparse de sus hijos y tenemos que tomar conciencia de que la infancia nos pertenece a todos. Eso de que cada quién cría como sabe es una pendejada que ha conducido a que los niños sufran innecesariamente en muchos escenarios.

Los niños de la calle, los niños abandonados en los orfanatos, los niños de tus vecinos que a veces los ves padeciendo el mundo. Incluso en Padres sin hijos, en el cuento de “Elefantes marinos”, es una crítica sobre cómo la sociedad contemporánea nos hace concentrarnos en cosas que no son las más importantes. Este padre que olvida a su hijo en el carro no es más que la punta de un iceberg de una serie de abandonos que todos tenemos que cometer porque la chinga está dura y tenemos que llevar el pan a la mesa. 

Pero el tiempo en el que nos encontramos, los estragos que ya se han hecho en contra de la naturaleza, que se han hecho a nivel social en el tejido que construye nuestra propia cultura, está sometiendo a los niños a un estrés y a una violencia, no física siempre, pero sistemática y que tarde o temprano cobra víctimas. Las más claras son los sicarios que empiezan de niños, no es un wey loco de 20 años, son chavitos que desde los 8, 9 u 11 años ya los recluta el narco porque saben que son niños que no tienen figuras de autoridad, que no tienen otra opción en la vida porque nadie les enseñó que hay posibilidad de ser feliz de otra manera. 

Dice Dostoievski, en uno de los grandes temas de Los hermanos Karamazov, que descuidar la infancia puede producir monstruos. Y yo estoy de acuerdo y convencido, incluso en el plano personal con todas las carencias que tengo como ser humano, trato y seguiré tratando de proteger a nuestras infancias. Si ves que está al alcance de tu mano ayudar a un niño, es una responsabilidad y obligación civil apoyar a la infancia. 

Vienen más generaciones que tendrán que lidiar con este mundo con violencia e impacto ambiental.

No quiero ser precursor del Apocalípsis, pero es muy poco responsable de nuestra parte pensar que las generaciones posteriores están heredando los problemas, porque ya hay evidencia de que estos problemas nos van a tocar pronto. La crisis de agua en la Ciudad de México es la crisis del agua del sur de Jalisco, ahora que hay una fiebre de invernaderos y de aguacate. Están afectando verdaderamente a las comunidades. 

Desde que soy padre me he dado cuenta que no puedes bajar los brazos y decir que se chingue todo y nos vamos todos parejos. Ver a tus hijos chiquitos te priva de esa posibilidad, qué puedo hacer para darle a mi hijo una vida digna de no estar racionalizando los recursos porque a eso estamos llegando. 

En este libro y también en otras producciones literarias he utilizado la imagen que narraba Juan José Arriola en los años 50, un valle redondo de maíz que ya no existe. Ahora Ciudad Guzmán es un valle de incendios forestales, de cerros pelones, de cerros llenos de desaparecidos, más allá de la industria del narcotráfico, por la industria agrícola que tiene manos del narcotráfico, del gobierno y de muchas personas de la comunidad que están destruyendo al paisaje y a comunidades enteras. 

No ha caído en una crisis Guadalajara o la Ciudad de México, no se ha visto con claridad el problema, pero ya ha habido situaciones así. Hace cuatro o cinco años, cuando regresé de Japón a México, hubo un problema de agua en 100 colonias de Tlaquepaque y Tonalá. Nos dejaron sin agua un mes. Me acuerdo que caminaba con dos garrafones a un dispensario de agua potable que estaba cerca, pero cuando se acabó tenía que caminar casi unos 500 o 600 metros a una llave que tenía agua. Nos formábamos en filas largas, llenaba los dos garrafones y caminaba 600 metros con 40 kilos de regreso y echaba dos viajes diario. Ese tipo de circunstancias te obligan a preguntarte qué va a pasar cuando esto no sea algo temporal, cuando tengas que todos los días racionalizar el agua. 

El agua es el bien más preciado de los seres humanos y es uno de los más escasos y actualmente con el cambio climático, la contaminación y la sobreexplotación de los recursos hídricos en mi estado y en todos los estados, donde la agroindustria ha clavado sus garras rapaces, se está convirtiendo en una crisis cada vez más cercana. No podemos bajar los brazos. Me quiebro la cabeza pensando qué podemos hacer para solventar esta situación e inmiscuirnos en un camino hacia el que llaman bendito y casi idílico desarrollo sustentable.   

Tu texto también rasca en las raíces, en el pasado, por momentos traes a cuenta ciertos relatos que escarban en lo que es uno. ¿Los hijos nos hacen mirar hacia atrás para procurar esos cuidados que consideramos que nos hicieron falta?

Dice un cantautor bien cursi que a mí me gusta, se llama Alejandro Filio, que uno no sabe si está construyéndole el futuro a los hijos o curándose un pasado a sí mismo. Para mí esta frase tan cursi tiene mucho sentido. Uno trata de ver qué carencias tuvo en su formación y trata de no cometer los mismos errores que se cometieron con uno para que los hijos salgan posiblemente mejor. 

Los niños son prestados y toman sus decisiones. Hay una necesidad constante de conexión con los demás, con tu hijo, tu papá, pero también con uno mismo. Uno trata de entender cómo la formación que tuvimos nos afecta o nos afectó para bien y para mal. Por eso vamos hacia atrás. Qué pasó en mi vida que me hizo bien para que a través de mí mi hijo lo viva. Es un rollo bien ególatra. Es como decirle que mi vida fue importante y quiero que aprenda a través de ella. No está completamente equivocado, pero nuestra vida pertenece a un mundo que ya no existe. 

Vivimos en un mundo donde la infancia no estuvo marcada por la violencia al mismo nivel de ahora. No teníamos ni idea de la capacidad de interconexión, estas videollamadas pasaban en los Supersónicos y era una cosa loquísima. Dado que nuestro mundo ya no existe, a lo mejor no tiene mucho sentido tratar de enseñárselo a nuestros hijos. Sin embargo, reconocer nuestras propias heridas nos ayuda a no infringirlas en los demás.

Esto es uno de los objetivos de viajar en el tiempo, vernos a nosotros mismos, apapacharnos, comprendernos y cambiar. La paternidad es una decisión difícil, dolorosa, culera. Simplemente decir que ya no eres lo más importante en tu vida no se lo toma muy bien mucha gente. Sin embargo, eso es uno de los sentidos más importantes de la paternidad. Reconocernos como seres imprescindibles en nuestra propia vida mientras los hijos estén bien. 

Tampoco sé si sea correcto ver las cosas así, pero creo que es importante mencionarlo. Este libro en particular sí es un hermanito de los Padres canijos (Padres sin hijos) me pareció una oportunidad para transmitir una reflexión en cuanto a qué nos conecta como seres humanos. Lo digo y lo creo, todos los que hemos perdido a un hijo en cualquier circunstancia compartimos algo entre nosotros que debería volvernos más empáticos hacia el dolor. Todos los que tenemos hijos deberíamos ser más empáticos unos con otros y reconocer las dificultades y carencias, y procurarnos apoyo incluso aunque esto sea sólo dentro de nuestras familias. Al inicio de esta conversación decía que la infancia nos pertenece a todos. Una vez que sepamos reconocer cómo la infancia es nuestra, estoy convencido de que  no vamos a dejar que el mundo le rompa la madre como se la está rompiendo.  

Obed Rosas
Es licenciado en Comunicación y Periodismo por la FES Aragón de la UNAM. Estudió, además, Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras.