Sandra Lorenzano
22/01/2017 - 1:49 pm
La vida asoma entre lentejuelas
Salgo del cine conmovida, con una sonrisa que es también algo así como un nudo en la garganta. Todo junto. No es poca cosa en esta semana de balaceras, de muertes, de noticias sobre la corrupción y el horror sin fin que se han instalado en nuestro país. Los noventa y tantos minutos de “Bellas […]
Salgo del cine conmovida, con una sonrisa que es también algo así como un nudo en la garganta. Todo junto. No es poca cosa en esta semana de balaceras, de muertes, de noticias sobre la corrupción y el horror sin fin que se han instalado en nuestro país. Los noventa y tantos minutos de “Bellas de noche” me emocionan, me alegran, me enternecen. Como dice Lucy Orozco: “me muerden el corazón”. No somos sólo una sucursal del infierno. Aun bajo los escombros, bajo la vergüenza, bajo el espanto, hay vida, generosidad, gestos solidarios. No es poca cosa recordarlo, digo yo.
Plumas, lentejuelas, música, pieles, cuerpos, baile, shows… Así es una parte de la noche chilanga de los años setenta. Las vedettes se contonean al ritmo de la Sonora Santanera o de Pérez Prado. Apenas empieza a oscurecer nace esa otra realidad; la que por un rato ayuda a olvidar la oficina, el dólar, la rutina que asfixia, la prepotencia hecha gobierno.
Y allí, en el Blanquita y en el California Dancing Club, en el Salón Belvedere y en el Bombay están ellas, las reinas de la noche. Las rodean políticos y empresarios, comerciantes y hombres de la calle. O, como escribiera Carlos Monsiváis en Escenas de pudor y liviandad, “los intelectuales y los gobernantes, la gleba y la élite”. Son las divas. Las que, al mismo tiempo y sin proponérselo, rompen con los prejuicios de una sociedad mojigata, y entran en el juego del mercado del deseo y los cuerpos femeninos.
Han pasado cuarenta años desde aquella época de oro de los espectáculos nocturnos; cuarenta años desde que el Bar El Pirulí fuera el escenario de nuestra primera película “de ficheras”, filmada por Miguel M. Delgado, y llamada “Bellas de noche” (en obvio homenaje a Luis Buñuel y su “Belle de Jour”) porque el gobierno le prohibió titularla como la obra de teatro en la cual se basaba, “Las ficheras”. Se dice que el público abarrotó las salas de cine para verla durante 26 semanas.
Como un homenaje a aquellos años y a aquellas mujeres vestidas de brillos y oropeles, María José Cuevas tomó hace una década una pequeña camarita de video que su hermana le había regalado y empezó a filmar: horar y horas y horas de charlas, de complicidades, de bailes, de confesiones. Así nació su propia “Bellas de noche”: un homenaje entrañable, respetuoso, inteligente, amoroso y con momentos de maravilloso humor sobre las vedettes de los años setenta.
“Desgraciadamente somos unos prejuiciosos, la sociedad no te permite envejecer, no te permite transformarte. ¿Por qué siempre poner la edad como un problema?”, dice María José en una entrevista.
Esta fue una de las tantas preguntas que se hizo cuando empezó a trabajar en su documental. En él están cinco de las mujeres más admiradas y deseadas de la época en que los shows nocturnos poblaban la noche de nuestra ciudad: Lyn May, Rossy Mendoza, Olga Breeskin, la Princesa Yamal y Wanda Seux.
Hoy tienen más de sesenta años y una vida alejada de los reflectores. Quizás uno de los elementos más agradecibles del film sea la libertad que la directora les otorga para hacer el relato de su vida del modo que lo deseen. Tal vez por eso en ninguna aparece el recuerdo de elementos escabrosos o dolorosos de aquella vida. Una vida en la que seguramente no faltaron el maltrato, la explotación, la falta de respeto. Pero no es eso lo que ellas quieren transmitir, no es eso lo que quieren recordar. En el relato que construyen de su pasado y en el que apenas se insinúan ciertos excesos, lo que prevalece es una mirada orgullosa de esa vida y, en gran medida, orgullosa también de lo que son actualmente. Se adivina un cierto reclamo por el abandono en el que se sienten hoy. Pero, salvo algunos momentos de quiebre, como cuando Wanda Seux pide que le den trabajo, cada una de las cinco parece haber encontrado un lugar protegido desde el cual mirar lo que fueron y lo que son.
Más allá de los prejuicios que marcan la precepción de muchos, la película muestra la independencia que construyeron, la libertad con respecto a su piel, a su sexualidad, al manejo de sus relaciones con los hombres. Ellas, con sus cuerpos trabajados por años de baile y disciplina, y a la vez maltratados por años también de vida nocturna y excesos, son mujeres que, sin siquiera planteárselo, reivindican su independencia.
Tuvieron, como lo dicen en alguna escena, hombres, riqueza, propuestas, grandes mansiones, coches caros, pieles… Hoy se sienten más cerca de lo esencial, cada una a su modo: Olga Breeskin se ha hecho cristiana y toca el violín en ceremonias religiosas, Wanda Seux defiende los derechos de los animales desde una casa que comparte con casi cincuenta perros, sus acompañantes más fieles ante el cáncer que enfrenta, Lyn May con un humor desbordante habla de proezas sexuales y de cadáveres desenterrados, pero cierra su participación paseando amorosamente con un anciano flaco y enfermo, el “verdadero amor” de su vida; Rossy Mendoza escribe un libro de metafísica y la Princesa Yamal, con un optimismo a toda prueba, celebra la vida a pesar de las acusaciones que en los setenta la llevaron a pasar más de dos años en la cárcel.
El maravilloso trabajo de edición hecho por Ximena Cuevas, conocida videoartista y performancera, colabora en la fuerza de un relato que juega con la multiplicidad de voces y de discursos: viejos recortes de diarios y revistas, fragmentos de programas de televisión, audios de la época, se suman en una búsqueda estética que rinde homenaje a lo kitsch, en tanto mezcla del brillo y la precariedad. En esa memoria social así construida, está el México contradictorio y fascinante que conocimos entonces.
¿Desde dónde miramos a estas estrellas del espectáculo nocturno? Contra los chismes y el amarillismo que las han rodeado siempre, María José Cuevas nos invita a verlas desde la complicidad y la empatía. Es el suyo un trabajo denso, rico, sugerente, que parte del amor a estas mujeres, pero también al país que fuimos, y, sin duda, al padre, José Luis Cuevas, que, cuando el resto de los niños dormía, llevaba a la más pequeña de sus hijas a disfrutar de las siempre ambiguas y sorprendentes delicias de la noche chilanga.
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