Andrés Manuel López Obrador tiene, de nueva cuenta, su propio futuro en las manos, afirma el periodista Francisco Cruz Jiménez en su más reciente libro La Biografia No Autorizada. AMLO. Mitos, Mentiras y Secretos, publicada por Editorial Planeta Mexicana, en su colección “Temas de hoy”.
Durante 15 años, expone en la presentación de esta pieza, AMLO ha mantenido ocupados, “al punto de desquiciarlos”, a los hacedores de opinión; ha irritado a los intelectuales de derecha, ha inquietado profundamente a los dueños del dinero, pero también ha cautivado a un gran número de electores.
“Se simpatiza con AMLO o se le detesta. No hay más. Son las dos caras de una moneda que ya ha sido lanzada al aire y con Morena se está jugando el todo por el todo”, sentencia la presentación de este libro.
Con el permiso de la editorial y del autor, presentamos a los lectores de SinEmbargo.mx el Capítulo X de este ejemplar, en el que se detalla quién es el candidato del PRI a la Presidencia de la República, Enrique Peña Nieto, sin duda quien se presenta más fuerte en las encuestas y quien los lopezobradoristas tienen como el rival a vencer.
Capítulo X
Rival inevitable... el lado oscuro de Peña Nieto
SIN DESDEÑAR A LOS ELECTORES FIELES, duros, de las clases media, media-alta y alta, amarrados ciegamente al PAN, que aspiran a un tercer mandato con Josefina Vázquez Mota a pesar del desastre en el que se encuentra el país por las incapacidades de Felipe Calderón, en particular, y de los panistas, en general, desde hace tiempo Andrés Manuel tiene la mirada fija en el candidato presidencial priista oriundo de Atlacomulco: Enrique Peña Nieto.
Enrique mantiene firmes sus ambiciones de mudarse a Los Pinos y despachar en Palacio Nacional a partir del 1 de diciembre de 2012. Ello a pesar de que él mismo ha sembrado dudas acerca de su preparación política, académica e intelectual, e incertidumbres respecto a la muerte de su primera esposa, Mónica Pretelini Sáenz. Inclusive, y como se verá más adelante, sobre el Estado de México pesan serias sospechas por la ejecución de cuatro escoltas de la familia Peña Pretelini en el puerto de Veracruz.
Si es o no un error minimizar a Josefina y confiarse en el sentido común del electorado, sólo el tiempo lo dirá. El punto es que la situación es recíproca. Los priistas mantienen un ojo vigilando el desarrollo de las campañas panistas, pero los múltiples traspiés de Calderón —quien pasará a la historia como uno de los tres presidentes más mediocres del México contemporáneo— los han obligado a tener, también, la mira puesta en Andrés Manuel.
Los priistas mexiquenses saben que, por cuestiones de honor, el choque con AMLO es inevitable. En el primer grupo de colaboradores de Peña todavía se recuerda la dolorosa derrota que les propinó el efecto López Obrador en los comicios de 2006. Por Andrés Manuel, el joven e inexperto Enrique hizo el ridículo cuando perdió prácticamente todo: las 45 diputaciones federales y las tres senadurías. Ahora, el peñanietismo ha tomado julio de 2012 como una revancha directa. Su venganza será enterrar al lopezobradorismo.
A casi 12 años del estupor causado por la pérdida de la Presidencia y a seis del vano intento del tabasqueño Roberto Madrazo Pintado por recuperarla, los priistas mexiquenses ven signos inquietantes porque, contra todos los pronósticos, Andrés Manuel mantuvo su presencia, consolidó una organización propia a través de Morena, le ganó la candidatura perredista a Marcelo Ebrard Casaubón y, por consiguiente, tendrá el apoyo de la estructura formal del PRD, del PT y de Movimiento Ciudadano.
Los priistas se han hecho a la idea de que, a fin de cuentas, Enrique, y nadie más, contará con el respaldo de los dueños del dinero y de la jerarquía de la Iglesia católica; confían además en que los poderes mediáticos terminarán por someter a Felipe Calderón. Pero el recuerdo de la derrota de julio de 2006 —sumado a las impericias, debilidades e incapacidades que se mostraron en el arranque de la precampaña peñista— sintetiza los temores y las heridas del priismo.
El 27 de noviembre de 2011, Peña fue entronizado formalmente —porque nada más hacía falta la formalidad— como el hijo pródigo del priismo, la cabeza del plan de reconquista, el hacedor del milagro de llevar, por primera vez, al Grupo Atlacomulco hasta la Presidencia de la República, una lucha que tiene sus orígenes en marzo de 1942, cuando el presidente Manuel Ávila Camacho impuso ilegalmente al diplomático y humanista Isidro Fabela Alfaro como gobernador sustituto del Estado de México.
Según su edulcorada biografía oficial, Enrique Peña Nieto es hijo del ingeniero Gilberto Enrique Peña del Mazo y de la señora María del Perpetuo Socorro Nieto Sánchez, y nació el 20 de julio de 1966 en Atlacomulco, municipio del norte mexiquense. El árbol genealógico familiar establece que su padre era pariente cercano de los ex gobernadores Alfredo del Mazo Vélez y Alfredo del Mazo González, padre e hijo respectivamente, ambos, a su vez, familiares del extinto Fabela, y de su excelencia, Arturo Vélez Martínez, primer obispo de la Diócesis de Toluca.
Por el lado materno, doña Socorrito o Soco —como se conoce coloquialmente en Atlacomulco a la madre de Enrique— es, como dicen los médicos, consanguínea del ex gobernador Salvador Sánchez Colín. Y aunque perdió el apellido porque venir éste de la familia materna, es descendiente directa de Constantino Enrique Nieto Montiel. En resumen, es parte de la numerosa parentela del ex gobernador y fallido candidato presidencial Arturo Montiel Rojas.
Todavía hay quien recuerda a la fallecida Mónica Pretelini Sáenz —de Peña— llamando, cariñosa y formalmente, “tío” a Víctor Gregorio Montiel Monroy, alcalde sustituto de Atlacomulco en 1969 y, para más señas, padre de Arturo.
Enrique tiene dos hermanas, Ana Cecilia y Verónica, y un hermano llamado, curiosamente, Arturo. Hecha la aclaración, es necesario traer a colación un nombre; uno que no dice nada a nadie. Bueno, a casi nadie. Con su muerte, a principios de la década de 1950, se olvidaron su historia y sus logros. Pero, como se verá más adelante, fue y es fundamental en la formación “espiritual” de la aristocracia atlacomulquense.
Y éste no es un tema menor, de hecho, es imposible hacerlo a un lado. Se trata de monseñor, el excelentísimo Maximino Ruiz y Flores, familiar muy cercano de Eulalia Flores de la Vega, esposa del primer cacique del Grupo Atlacomulco: Maximino Montiel Olmos. Desde principios del siglo XX, Maximino Ruiz se convirtió en guía “moral” de los caciques atlacomulquenses. Y todavía tuvo tiempo de ver sus frutos al ordenar como sacerdote a Vélez Martínez.
Por su parte, pasada la Revolución, Maximino Montiel llevó a la práctica las enseñanzas de otros de sus familiares: reagrupó a la elite local y se lanzó a la conquista de la presidencia municipal. Él repartía todos los puestos. Era una especie de semidiós. En 1918, por ejemplo, impuso como alcalde a Manuel del Mazo Villasante, padre de Alfredo del Mazo Vélez y abuelo de Alfredo del Mazo González.
Como anécdota, vale la pena señalar que el más sobresaliente de los Montiel fue el pintor José Vicente Montiel Rodríguez (1815-1875), cuyas biografías reconocidas destacan que fue hijo de doña María Manuela Rodríguez y de Manuel Montiel, un hombre amante de la pintura, pero que ter- minó dedicándose a otras labores para poder mantenerse a sí mismo y luego a su familia.
Después de estudiar seis años en la Academia de San Carlos, en la Ciudad de México, José Vicente regresó a su tierra, donde se convirtió en la raíz de todos los pintores sacros que se darían en la zona norte mexiquense. Su obra es aún reconocida, y algunos de sus cuadros se valoran en varias decenas de miles de dólares. Él fue el progenitor del primer Montiel que se dedicó a la política, pero ésa es otra historia.
En lo que es considerado un golpe de suerte o una mera coincidencia, a mediados de la década de 1970 —cuando el primo Alfredo del Mazo González encajaba en la estima de Miguel de la Madrid, secretario de Programación y Presupuesto del presidente José López Portillo— la familia Peña Nieto abandonó Atlacomulco para asentarse en Toluca. En la capital mexiquense Enrique terminó quinto y sexto años de primaria, hizo dos de secundaria —segundo y tercero, pues cursó el primero en un exclusivo internado de un pueblo de Maine, en Estados Unidos— y la preparatoria, estas últimas en colegios particulares.
De allí, el joven Peña se fue directo a las aulas de la Universidad Panamericana en la Ciudad de México y luego a las del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey.
El peregrinar de Enrique Peña Nieto por la política partidista tampoco es un secreto: siempre a la sombra y bajo la tutela única de su tío Arturo Montiel Rojas. De la mano de éste obtuvo sus primeros puestos partidistas y públicos: desde la coordinación del manejo de los dineros en la campaña de Emilio Chuayffet Chemor a la gubernatura mexiquense, pasando por una subsecretaría de Estado que lo impulsó a una secretaría, a la candidatura a una diputación local y a la presidencia de la legislatura, ya en el sexenio montielista.
Miguel Alvarado, el periodista toluqueño que más ha escrito sobre el nuevo candidato presidencial priista, ha señalado: “Pocos recuerdan a Enrique cuando aparecía, casi tímido, al lado de Arturo en ceremonias oficiales, desfiles o las fotos que el ex mandatario concedía en entrevistas de banqueta en las calles de Toluca. Su sobrino, un joven impecable hasta en el trajeado, guardaba respetuosa distancia mientras esperaba su turno, aunque no se le notaba interesado en ocupar la gubernatura. [...] Siempre deferente con los [que] estaban arriba de él, era, sin embargo, el funcionario más asequible del montielismo, al menos para los reporteros locales que podían hasta bromear con el entonces secretario de Administración, a quien se le recuerda coqueto y amistoso. Luego los objetivos se irían imponiendo y el joven político debió cambiar su actitud. Más ensayado, comenzó a imponer lejanías en los tratos aunque siempre respondió a saludos y ademanes con la respetuosa caravana. [...] Bien parecido, muy por encima de la media de la imagen de los políticos del Edomex, a Enrique no se le dificultó sacar partido de todo y casi de inmediato, en 2005, se le mencionó como un presidenciable en potencia, [lo] que fue confirmado con el tiempo. A Peña se le puede criticar todo, menos que haya descuidado su proyecto personal, al cual se enfocó con ahínco. Ni gracias ni desgracias lo desviaron de su objetivo y hoy está a las puertas de éste. Se permite guiños, algunos innecesarios como el libro donde publica un proyecto de nación que ha venido repitiendo con santidad fervorosa desde hace seis años. [...] Su andar político se fue entreverando con la parte más privada de su vida y cuando sabía que sería sucesor de Montiel había cambiado su carácter. Irascible, se enojaba con poco con sus allegados y no le gustaba tomar de- cisiones a la ligera, menos cuando se trataba de exponer su imagen. [...] Delegó, por otro lado, las elecciones más importantes en cabezas que no estaban capacitadas para trabajar de la mejor forma y se metió en los más inverosímiles problemas, públicos e íntimos y pronto su foto pudo llegar a las revistas del corazón, de telenovelas y farándula, desplazando el factor político como eje central. Aquello era parte del tinglado, de una empresa que tenía sus orí- genes décadas antes, incluso antes de que Carlos Hank formalizara los fantasmales sustentos del Grupo Atlacomulco. [...] Peña hizo un poco más. Escribió un libro cuyo lanzamiento coincidió con la candidatura única y México, la gran esperanza, reproduce el discurso del Estado Eficaz desarrollado a lo largo de los seis años de gobierno. Y [las] lenguas, malas o buenas, aseguran que el escritor detrás de aquel legajo no es otro que el ex gobernador de Veracruz, Fidel Herrera, ferviente partidario del peñismo”.
Para quedar bien, desde que llegó a la gubernatura, en septiembre de 2005, todo mundo, y eso es literal, borró de su memoria y para siempre los sobrenombres de este joven priista, algunos enraizados entre 1999 y 2004. A partir de enero de 2005, El Charal y El Patotas, apodo con el que lo hacían llorar, dieron paso al cariñoso diminutivo de Quique.
En la misma campaña por la gubernatura en 2005, nació el Astroboy. Y vendrían otros: el Justin Bieber o el Luis Miguel de la política mexicana —como lo vislumbraba Mónica Pretelini—, hasta Truman Copetes, Fox reloaded, Cantin- flas 2, Gelboy, El Muñeco PN, Pena Nieto, Gaviotón, Payasito de la Tele y un centenar más nacidos a propósito del papelón que hizo en la presentación de su libro durante la FIL de Guadalajara, en diciembre de 2011.
Más tarde haría su aparición el “verbo” reflexivo “apeñandejar”, que tiene un significado claro: apendejarse al hacer una declaración. Y con éste vendrían las respectivas conjugaciones en presente indicativo: yo me apeñandejo, tú te apeñandejas, él se apeñandeja, nosotros nos apeñandejamos, vosotros os apeñandejáis, ellos se apeñandejan, que se encargaron de reproducir, por ejemplo, hacedores de opinión como Manuel Ajenjo.
EL SEXTO HIJO DE ATLACOMULCO
Con una agenda cuidadosamente elaborada para aprovechar los adelantos tecnológicos, es decir, a través de millonarios presupuestos destinados a los medios de comunicación, en particular Televisa y las revistas del corazón, Montiel heredó a su sobrino un imperio originalmente construido para él. La agenda montielista labró una imagen pública que convirtió a Peña en un showman, una celebridad que hizo de su vida privada un asunto de trascendencia política, como ocurrió con la muerte de su esposa Mónica.
Con Arturo como operador político, y mientras salinistas y del macistas —por Carlos Salinas de Gortari y Alfredo del Mazo González, el otro tío cercanísimo de Atlacomulco— recibían la encomienda de preparar la agenda para allegar fondos para una campaña presidencial que inició de inmediato, en 2005, Enrique fue impuesto ese mismo año como candidato del PRI a la gubernatura mexiquense. Así, en 2011 no tuvo problemas para arrollar a su único rival en la lucha por la precandidatura presidencial priista: por voluntad propia, doblegado por una convocatoria amañada, el senador sonorense Manlio Fabio Beltrones Rivera se hizo a un lado.
Si bien su principal enemigo es él mismo, hay cuatro acontecimientos recientes y uno muy lejano, todos de trascendencia, que marcaron el desarrollo político de Enrique y lo encauzaron en la búsqueda de la Presidencia de la República. El primero fue el fracaso de Arturo Montiel en 2006. En aquel año, y desde 2005, pocos priistas mexiquenses creían que Montiel tendría éxito en su lucha por convertirse en el sucesor de Vicente Fox.
Los priistas mexiquenses jamás vieron a Montiel Rojas como candidato. Mucho menos lo imaginaban como presidente de la República. En realidad les asustaba la idea: había desconfianza e inquietud. Y es que, en su alocada carrera hacia la candidatura presidencial, Montiel gastó demasiado en los medios, sobre todo en televisión, pero descuidó a su más sólido rival interno: Roberto Madrazo, quien desde la presidencia nacional priista moldeó la convocatoria para erigirse como candidato en 2006.
Segundo, los mexiquenses conocían las fisuras de Montiel debido a su paso por la gubernatura. No sólo había acusaciones de corrupción personal y familiar que explotarían en Televisa, empresa a la que entregó gran parte del presupuesto con tal de hacerse de imagen y capital político y, al mismo tiempo, labrar los de su sobrino. No, las sospechas también recaían sobre su trabajo: había encabezado un gobierno marcado por la improvisación e inestabilidad de funcionarios, por el amiguismo, el compadrazgo, el dispendio, el nepotismo y la protección grupal, que luego heredaría el joven Peña.
Tenía, en fin, una cola larga, muy larga: de Atlacomulco a Toluca, ida y vuelta.
La tercera condición, fundamental, aunque misteriosa, fue la inclusión de Enrique en la lista de líderes mundiales juveniles, que en febrero de 2007 hizo pública el Foro Económico de Davos. Esto colocó a Peña en otra dimensión: alimentó la esperanza y le dio el impulso definitivo. Fue como un banderazo de arranque. En esa misma relación, pero años antes, se había escrito el nombre del panista Felipe Calderón Hinojosa.
Davos es la tribuna habitual de los dueños del dinero y del poder. La directriz de las agendas del neoliberalismo se dicta en aquel lugar. Y desde ese lugar algunos políticos intentan derribar, cuando las hay, las barreras del empresariado. Por eso los priistas mexiquenses tomaron la lista como una señal de que Enrique iba por el camino correcto. Tenía 40 años de edad.
El opulento escenario suizo, convertido los primeros meses de cada año en la capital de la globalización, ratificó a Peña en enero de 2008 como líder mundial juvenil. El de Atlacomulco se presentó ante 27 jefes de Estado, al menos 113 ministros, mil 300 directivos de grandes empresas y 340 representantes de la sociedad civil. Mejor, imposible. El significado verdadero se notaría en los siguientes años. Lo atestiguaría el país entero.
En enero de 2008, gracias al presupuesto estatal, Enrique se encargó de que todos los políticos priistas mexiquenses atestiguaran su entronización. Mediante un desembolso de 60 mil dólares, viajó a Davos con una selecta comitiva: los secretarios de Finanzas, Luis Videgaray Caso; Comunicaciones, Gerardo Ruiz Esparza; Desarrollo Urbano y Vivienda, Marcela Velasco; Turismo, Laura Barrera, y Desarrollo Económico, Enrique Jacob Rocha. Ellos representaban a cada uno de los más importantes subgrupos políticos del PRI del Estado de México.
Era evidente que Peña estaba montado en una gran campaña mediática para mostrarse como un político moderno con una imagen radicalmente opuesta a la de su antecesor en el gobierno mexiquense, su tío Arturo Montiel. Atrás de él se notaba la firme presencia de otros personajes como los ex presidentes Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo —a través de su ex secretario particular Liébano Sáenz—, así como la lideresa magisterial Elba Esther Gordillo Morales. Y se reconciliaba, por ejemplo, con la familia Hank Rhon.
Socarrón, Alvarado señala: “[Peña] tiene debilidades pero muestra fortalezas que en otros apenas están en proceso de desarrollo. [...] Una de ellas, la más importante, tal vez, tiene que ver con un alto sentido de la lealtad. Se ha preocupado por ayudar a la gente en desgracia o a la que se le ha quita- do la credibilidad o a quienes no la tienen por alguna sinrazón o equívoco. Esto incluye grupos y organizaciones sociales y políticas. Un ejemplo de primera mano lo representan Montiel, Salinas y la maestra Gordillo. Sería cándido creer que fue Peña quien los reunió y propuso su rescate moral, además de encumbrarlos en cargos de poder si es que gana la Presidencia, pero también pudo escoger a cualquier otro para participar en sus campañas.
”De Arturo Montiel, tío del aspirante, se pensaba que su carrera política estaba terminada luego de ser balconeado por Televisa y Roberto Madrazo. Y así era. Seis años en el ostracismo y el vilipendio bastarían para terminar de retirar a cualquiera. Dos matrimonios y toda clase de señalamientos sobre enriquecimiento ilícito lo marcaron. Pero el buen corazón de Peña lo ha rescatado y ahora Arturo se pasea por todos lados, disfrutando de esa veda que milagrosamente le construyó el sobrino.”
Derrotado por Madrazo y una vez cedido su imperio, Montiel se parapetó detrás de la figura de Enrique y empezó una cruzada, presupuesto estatal de por medio, para quitarle a éste el miedo escénico, pulirle la imagen y hacerlo aparecer como una nueva generación de priistas, un político capaz de gobernar a más de 100 millones de mexicanos. Lástima que, de inmediato, su pupilo mostraría el cobre porque desconoce el monto del salario mínimo, ignora cuánto cuesta un kilogramo de tortilla y es incapaz de decir el precio de un refresco.
En una sociedad que resintió el embate mediático contra López Obrador, la debacle económica del calderonismo y el fracaso en la guerra contra el crimen organizado —con sus más de 60 mil muertos en cinco años—, la imagen de Peña Nieto se hizo familiar y empezó a ubicarse en el imaginario colectivo. Pero muy pocos conocen la realidad económica, política, laboral, de seguridad pública, social y de inseguridad que priva en el Estado de México.
El cuarto y último hecho reciente es la muerte de su primera esposa, Mónica Pretelini Sáenz de Peña, ocurrida en extrañas circunstancias, que le brindó a Peña la oportunidad de presentarse, en la desgracia, como un viudo doliente, amante de su mujer y ejemplar padre de familia. El fallecimiento de Mónica le dio, durante semanas, una presencia mediática que nadie pudo imaginar. Ni siquiera se le dio importancia a su obsesiva tendencia a la infidelidad que, entre otras cosas, le dio hijos fuera del matrimonio. Su moral, más allá de su gusto por “enamorar” a cuanta mujer tenga enfrente, quedó a salvo.
Finalmente, el más viejo acontecimiento es un atesorado recuerdo de familia. Se trata del referido presagio que, en 1940, tuvo la vidente de Atlacomulco, Francisca Castro Montiel.
La profecía reza: “Seis gobernadores saldrán de este pueblo. Y de este grupo compacto uno llegará a la Presidencia de la República”.
En efecto, hasta 2011, cuando Eruviel Ávila Villegas, oriundo del llamado Valle de México, dejó en el camino a Alfredo del Mazo Maza y ganó la gubernatura, seis gobernadores mexiquenses dio el municipio de Atlacomulco: Isidro Fabela Alfaro, Alfredo del Mazo Vélez, Salvador Sánchez Colín, Alfredo del Mazo González, Arturo Montiel Rojas y Enrique Peña Nieto, convertido desde 2005 en un personaje de telenovela.
Doña Francisca, nadie más, les dio identidad y cohesión a los políticos de este oscuro pueblo condenado a vivir, hasta entonces, a la sombra de su vecino minero El Oro. Los llenó de esperanza. El resto fue cuestión de suerte, de ver cómo se iba cumpliendo la predicción, de reforzar sus lazos familiares, de esperar, de reclutar a políticos de otras zonas del estado y del país, y de aprovechar el aprendizaje en las alcaldías de dos pequeños municipios que controlaban desde finales del siglo XIX y principios del XX: Atlacomulco y Acambay.
Desde que en marzo de 1942 el internacionalista Fabela, padre de la diplomacia mexicana moderna, se encaramó en la gubernatura mexiquense violando la Constitución federal, la Constitución estatal y otras leyes secundarias interpuestas en su camino, después del atentado que costó la vida al gobernador Alfredo Zárate Albarrán —pero cuya autoría intelectual nos lleva hasta las oficinas del presidente Manuel Ávila Camacho y al despacho de su ambicioso hermano, el general Maximino Ávila Camacho—, los atlacomulquenses alimentan una obsesión: llegar a la Presidencia de la República.
LAS DEUDAS DE PEÑA NIETO
Los seguidores de AMLO agrupados en Morena —así como en el PRD, el Partido del Trabajo y Movimiento Ciudadano— confían en que, poco a poco, saldrá a la luz que Enrique es un guiñol de su tío y, por lo tanto, es Arturo Montiel el verdadero poder tras el trono. Asimismo, confían en que, en el imaginario colectivo, emergerán detalles profundos de casos vergonzosos y regresivos, que marcaron al peñanietismo de septiembre 2005 a septiembre de 2011, cuando Enrique inició y concluyó su periodo como gobernador.
Y tienen razones fundamentadas. Si se rasca, apenas incluso en la superficie del territorio mexiquense, algunos casos presagian dificultades se- veras inevitables.
El mediocre trabajo en el combate a la pobreza. Según estadísticas federales hasta julio de 2011, dos de cada tres mexiquenses viven en la pobreza. Detrás de este número hay una realidad inocultable: 6 millones 300 mil personas padecen la llamada pobreza patrimonial; y 1.9 millones no tienen para comer, lo que los sitúa en la pobreza alimentaria, por lo que aquel año unos 5 millones de mexiquenses debieron recibir apoyos del programa calderonista Oportunidades. Por si algo hiciera falta, la entidad tiene 3 millones de desempleados y marginados. La situación es tan dramática que residen en Estados Unidos al menos 500 mil mexiquenses.
Para empeorar el panorama, el miércoles 30 de noviembre de 2011 un diputado local panista, Carlos Madrazo Limón, hizo público un dato celosamente guardado durante la administración de Peña: la deuda pública del Estado de México se ubicó en 75 mil millones de pesos, es decir, 52 mil millones más de lo que se debía al 16 de septiembre de 2005, cuando ocurrió el cambio de gobierno.
Presidente de la Comisión de Vigilancia del Órgano Superior de Fiscalización de la legislatura mexiquense, Madrazo Limón precisó que del total del adeudo, 52 mil millones 147 mil 329 pesos correspondían al gobierno estatal. La deuda de los ayuntamientos sumaba 14 mil 454 millones; la de los organismos de agua, 8 mil 553, en tanto que los sistemas del DIF municipales tenían un adeudo de 227 millones de pesos.
Los saldos que dejó Peña actualizados hasta el 31 de diciembre del 2010 —nueve meses antes de que terminara su gobierno—, representan más de lo heredado por Humberto Moreira Valdés, ex gobernador de Coahuila, precisó el diputado. El tema de la deuda propició la caída de este político de la presidencia nacional priista. El del Estado de México fue tema ignorado.
En el aire quedó también un resultado de la cuenta pública de 2009, que encontró la Auditoría Superior de la Federación (ASF): ejercicio indebido por 2 mil 350 millones de pesos que se destinaron para apoyos sindicales, maestros “aviadores” y plazas inexistentes, entre otras “licencias” presupuestales.
Pero hay otros temas que revisten la misma gravedad: el pacto antialianzas de 2010 firmado en secreto por los dirigentes nacionales del PRI —Beatriz Paredes— y del PAN —César Nava—, a solicitud de Peña Nieto, a fin de proteger sus intereses frenando alianzas entre panistas y perredistas del Estado de México.
Aunque a veces los temas no salen a la luz pública, el peñanietismo dejó otros oscuros pendientes: la venganza e imposición del régimen de terror a través de corporaciones policiacas estatales, la criminalización de movimientos sociales e invención de delitos a sus líderes —destacan los ejemplos de Ignacio del Valle Medina, Juan Carlos Estrada Romero, Julio César Espinoza Ramos, y el del activista y defensor de indígenas mazahuas Santiago Pérez Alvarado— o las cuatro exoneraciones endilgadas al tío Montiel Rojas.
La sólida relación comercial de Televisa y Enrique Peña tampoco pudo ocultar otros hechos, ocurridos en suelo mexiquense, que se convirtieron en fuente de peligrosas controversias. Entre éstos destacan, por ejemplo, los casos no aclarados sobre el involucramiento en el crimen organizado de José Manzur Ocaña —heredero de uno de los apellidos de mayor abolengo político mexiquense en las últimas décadas— y del extinto atlacomulquense Cuitláhuac Ortiz Lugo —primo de sangre de Peña—, quienes en el sexenio peñanietista abrieron la puerta para convertir al Estado de México en el refugio de los grandes capos del narcotráfico.
El 22 de junio de 2009 se instruyó un pliego de ejercicio de acción penal, por delincuencia organizada y otros delitos, contra Manzur Ocaña, de- legado de la Procuraduría General de la República en el Estado de México, del 1 de agosto de 2007 al 7 de julio de 2008. Hoy es considerado prófugo de la justicia federal mexicana y desde ese día nadie sabe nada de él.
Por si pocos lo notan o lo saben, el caso no es menor. Como referencia puede señalarse que Manzur Ocaña es medio hermano del actual presidente de la legislatura mexiquense, José Manzur Quiroga, quien por tres años se desempeñó como subsecretario general de Gobierno en la administración de Peña Nieto, cargo que también ocupó durante el sexenio de Arturo Montiel Rojas. Los Manzur son originarios de El Oro.
Por su parte, Cuitláhuac Ortiz, cuya carrera policial despegó con Peña Nieto —unidos por lazos de sangre a través de la madre del comandante y el finado padre del gobernador—, fue involucrado en la cadena de jefes de las policías del Estado de México comprometidos con Joaquín El Chapo Guzmán y los hermanos Beltrán Leyva, pero que se habían acercado a La Familia.
Aunque el parentesco con el gobernador Peña Nieto le sirvió como manto protector y nunca se le abrió una investigación formal, a Ortiz Lugo sí se le implicó en el robo de 3 millones de dólares que La Familia habría entregado a un grupo de policías mexiquenses. Esa cantidad era independiente de las que la organización destinaba cada mes para el delegado de la PGR, José Manzur Ocaña.
El 15 de noviembre de 2009, desde las corporaciones policiacas mexiquenses se informó que Ortiz Lugo había muerto porque, en estado de ebriedad, estrelló contra un árbol la camioneta Silverado que conducía. Esto sucedió a las afueras del lujoso fraccionamiento en el que se encontraba su residencia, en una de las zonas exclusivas de Atlacomulco.
Con su muerte se fueron para siempre las acusaciones y los señalamientos públicos de su complicidad con el crimen organizado. Y nadie recordó su parentesco con Enrique, o muy pocos se atrevieron a hacerlo. La mayoría prefirió olvidar que, en el sexenio peñista, el comandante alcanzó todo lo que se podía en las corporaciones policiacas del Estado de México. Quizá un poco más.
Para ilustrar la situación basta con enumerar a los “distinguidos” personajes del crimen organizado que, en los sexenios de Arturo Montiel Rojas y Enrique Peña Nieto, se asentaron en algunas de las más exclusivas zonas del Estado de México, entre ellas Metepec, Interlomas en Huixquilucan, Valle de Bravo, Luvianos, Lerma, Condado de Sayavedra en Atizapán de Zaragoza, Coacalco y Naucalpan:
Los hermanos Beltrán Leyva, El Chapo Guzmán, el texano Édgar Valdés Villareal —La Barbie—, Carlos González Montemayor —El Charro—, Jorge Balderas Garza —El JJ— Jorge Gerardo Álvarez Vázquez —El Indio—, José Filiberto Parra Ramos —La Perra— y el colombiano Pablo Emilio Reyes Hoyos —El Chaparrito.
Al amparo del peñanietismo en territorio mexiquense nació un cártel: La Mano con Ojos. Y, en septiembre de 2008, se reportó la primera gran matanza colectiva del país en la zona boscosa del parque nacional de La Marquesa. Un escuadrón de la muerte —poco investigado por cierto—, forma- do por policías municipales y estatales, bajo el mando de Raúl Villa Ortega —El R, por el reclutador—, asesinó a 24 humildes albañiles.
Autoridades estatales y federales se encargaron de ocultar ciertos detalles de la masacre que inició con un par de levantones colectivos en dos domicilios de Huixquilucan, la posterior retención en una lujosa residencia de Interlomas y la ejecución en La Marquesa. El asesino material hizo 90 disparos a los cuerpos de los albañiles, originarios, en su mayoría, de otros estados, como Puebla y Veracruz, y uno del Distrito Federal.
También se omitió, entre otros puntos, que un comandante de la Procuraduría General de Justicia del Estado de México (PGJEM) fue copiloto de la camioneta principal del convoy que transportó a las víctimas, y la mitad de las cuales vivía en relaciones homosexuales. Por eso hay elementos para señalar que, desde la policía, se había puesto en marcha una campaña de limpieza social en el Estado de México.
El sexenio peñista atestiguó el asesinato, en octubre de 2008, de Salvador Vergara Cruz, alcalde de Ixtapan de la Sal y un político muy cercano al gobernador. La de Vergara Cruz fue una de las primeras ejecuciones emblemáticas de un presidente municipal mexicano, perpetrada por encargo de los cárteles del narcotráfico. Destacó asimismo el ajusticiamiento, la noche del 12 de diciembre de 2008, de Eduardo Manzur Ocaña, hermano y medio hermano de José Manzur Ocaña y José Manzur Quiroga, respectivamente.
Siempre sonriente con las cámaras de televisión, y acostumbrado a las entrevistas suaves para revistas del corazón —en las que se mueve, valga el cliché, como pez en el agua—, Peña también dejó pendientes las escandalosas estadísticas de los asesinatos de mujeres —denominados feminicidios—, que en algunos municipios superaron, con mucho, los niveles reportados en Ciudad Juárez, la “capital” mexicana del feminicidio.
En abril de 2010, el Instituto Ciudadano de Estudios Sobre Inseguridad (ICESI) dio a conocer que por cada 100 mil habitantes, en Toluca, capital mexiquense, se reportaban 12.2 feminicidios; mientras que Naucalpan, centro industrial del Estado de México, la cifra se ubicaba en 7.3, contra 4.8 de Ciudad Juárez, y 4.6 de Chimalhuacán, otro municipio mexiquense.
Estadísticas de Organismos No Gubernamentales muestran la escalofriante realidad:
En el Estado de México se registraron 922 casos de presuntos feminicidios de enero de 2005 a agosto de 2010. De éstos, las mujeres asesinadas por disparo de arma de fuego sumaron 303 —32.86 por ciento— y en 60.63 por ciento de los casos las mujeres murieron a consecuencia de traumatismos craneoencefálicos, heridas punzocortantes y asfixia por uso excesivo de la fuerza física. En otras palabras, seis de cada diez mujeres asesinadas son victimadas en actos con un alto grado de violencia.
Resultados documentados en estudios conjuntos de algunas ONG de- muestran que el lugar donde se encuentran los cuerpos de las víctimas es importante, en la medida en que es una manifestación del ejercicio de la violencia extrema. El abandono, la exposición y el castigo después del asesinato resultan, pues, contundentes.
En el Estado de México, 59.76 por ciento de las víctimas —551 casos— fueron halladas en un lugar público —como centros comerciales y ho- teles— o en una vía pública —calles, avenidas, carreteras o caminos vecinales—, en tanto que 36.23 por ciento —334 casos— de los cuerpos fueron descubiertos en una casa habitación. Se presenta, entonces, un escenario que exhibe abiertamente cómo el espacio público se ha transformado en un territorio en el que la violencia y la impunidad acompañan el feminicidio.
LA MUERTE TIENE PERMISO
Con 15 millones 175 mil habitantes, el Estado de México es la entidad más poblada del país. Su presupuesto de 150 mil millones de pesos anuales y el asentamiento de dos de las tres zonas industriales más importantes de la nación la hacen la más acaudalada, incluso por arriba del Distrito Federal. Esas tres condiciones la han convertido en un atractivo político y empresarial.
Pero a partir de 2005, su riqueza, su ubicación geográfica y sus colindancias —con Guerrero, Michoacán, Hidalgo, Tlaxcala, Puebla, Morelos, Querétaro y la Ciudad de México— la hicieron también una de las entidades más inseguras y un refugio para los grandes cabecillas del narcotráfico. Crímenes como la ejecución de los 24 albañiles el viernes 12 de septiembre de 2008, la primera matanza masiva después de la toma de posesión presidencial de Felipe Calderón Hinojosa, exhiben a una entidad en la que coexisten todos los tipos de violencia a través de grupos, pandillas o cárteles que movilizan fuentes inagotables de recursos ilícitos.
Un informe de la Policía Federal, fechado el 17 de febrero de 2011, enlista 38 municipios en los que tienen presencia de una a cinco organizaciones que trafican, distribuyen y venden droga; secuestran y asesinan. Aunque esas demarcaciones representan sólo la tercera parte de los 125 ayuntamientos que conforman el Estado de México, allí viven 11 millones 578 mil personas.
El crimen organizado se asentó también en pequeños pueblos como los sureños Tejupilco, Tlatlaya y Luvianos, colindantes con Guerrero y Michoacán. Tampoco se han librado de presencia criminal el balneario de Ixtapan de la Sal, el vacacional Valle de Bravo, Coacalco y Atizapán de Zaragoza —con su residencial Sayavedra, donde se ha documentado la presencia temporal de Joaquín El Chapo Guzmán Loera— en el valle de México. Y Metepec, en el valle de Toluca, que ha sido refugio a familiares, abogados, operadores, pistoleros y contadores de los capos históricos del narcotráfico —como El Vampiro Miguel Ángel Félix Gallardo, Ernesto Don Neto Fonseca Carrillo y Rafael Caro Quintero— o de otros más recientes, en el sexenio de Peña, como los hermanos Arturo —El Barbas— y Héctor —El H— Beltrán Leyva.
La violencia generada por los grupos delictivos organizados se remonta a principios de la década de 1990, cuando el gobierno federal puso en operación el primer penal federal de máxima seguridad, que se conocería como Almoloya, La Palma o El Altiplano, a 15 minutos de Toluca, la capital del Estado de México. La primera oleada de criminales llegó a sus celdas el 25 de noviembre de 1991: asesinos, secuestradores, capos narcotraficantes y algunos clasificados como terroristas o “sujetos extremistas”.
Construido sobre una superficie de 260 mil metros cuadrados —de los cuales 27 mil 900 son de instalaciones carcelarias—, en 2008 el penal recibió 37 mil visitas, entre ellas 8 mil 350 de esposas y 13 mil 773 de aboga- dos. En 2009 albergaba a 499 de los narcotraficantes más violentos y peligrosos, 276 de los secuestradores más sanguinarios, 114 de los peores asesinos, 28 de los ladrones más habilidosos, ocho de los más notorios falsificadores y seis de los más perversos depredadores sexuales.
Estadísticas que la PGR y la PGJEM han elaborado sobre asesinatos con características de ejecución o ligados al crimen organizado —cuerpos con señales de tortura, maniatados, mutilados, con los ojos vendados y, en su gran mayoría, con el tiro de gracia— indican que en el Estado de México las muertes violentas por arma de fuego aumentaron de 111 en 2007 a 364 en 2008; 490 en 2009, y 623 en 2010.
Un análisis elaborado en mayo de 2005, con estadísticas de la PGJEM, y publicado después en el libro Tierra narca, el Estado de México, refugio de los grandes capos del narcotráfico, de editorial Planeta, sorprendió al gobierno estatal: “Durante los últimos cinco años se han cometido más de un millón 220 mil 142 delitos, o unos 637 por día, un crimen cada dos minutos, promedio.
”En el periodo comprendido de 2003 al primer trimestre de 2008 se denunciaron 431 mil 466 robos; 27 mil 287 homicidios; 13 mil 456 violaciones y 216 secuestros”, entre otros, “y ésos son sólo los que se denunciaron; faltaría por saber la cifra de aquéllos no reportados”.
Las proyecciones más confiables estiman que el Estado de México tuvo en 2005 un subregistro de 2 millones de delitos. La cifra negra de los delitos no denunciados está en 85 por ciento, aproximadamente, según la Sexta Encuesta Nacional Sobre Inseguridad, que en octubre de 2009 hizo pública el Instituto Ciudadano de Estudios Sobre Inseguridad.
Reportes de la Agencia de Seguridad Estatal (ASE) establecen: “Los delitos de alto impacto, como son secuestro, homicidio y violación se incrementaron en casi 21 por ciento en el periodo comprendido del 2005 a 2007. [...] En materia de secuestro, el porcentaje se incrementó en casi 21.5 por ciento entre 2005 y 2007, con 140 casos en total. [...] Y el homicidio aumentó [cerca de] 23 por ciento, ya que en 2005 se reportaron 5 mil 108 casos, contra 2 mil 365 denuncias de 2006 y 6 mil 274 en 2007”.
La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH), la Federación Internacional de los Derechos Humanos (FIHD) y el ICESI ubicaron al Estado de México como la entidad con la tasa más alta de homicidios de mujeres. El primer organismo calculó que se cometían 4.8 asesinatos y los otros dos 7.5 por cada 100 mil mujeres.
Estudios del ICESI y del CMDPDH destacan que el Estado de México también tiene el peor desempeño en averiguaciones sobre homicidios. Mientras en el nivel nacional la eficiencia es de 21 sentencias condenatorias por cada 100 homicidios denunciados, en la entidad mexiquense solamente se castigan ocho de cada 100.
En 2010, la Secretaría de Gobernación publicó en el Diario Oficial de la Federación una lista con los 206 municipios de mayor peligrosidad en el país por su nivel de violencia. Incluyó a 22 mexiquenses acreedores a un subsidio especial para el combate a la inseguridad, entre los que destacaron los millonarios Metepec, Huixquilucan y Coacalco, la capital Toluca y Ecatepec.
Ello ratificó una situación que se presentó dos años atrás: el miércoles 16 de enero de 2008, el mismo Diario Oficial de la Federación dio a conocer que, por primera vez en la historia de los ayuntamientos, el gobierno federal destinaría una partida directa de 3 mil 589 millones de pesos para distribuir entre los 150 municipios más violentos del país, tomando en cuenta la población penitenciaria, el número de habitantes y el índice de criminalidad. Del Estado de México se incluyeron 18, entre ellos Ecatepec, Ciudad Nezahualcóyotl, Naucalpan, Toluca, Tlalnepantla, Tultitlán, Texcoco, Huixquilucan, Coacalco y Atizapán.
El entonces secretario de la Comisión de Seguridad Pública de la Cámara de Diputados federal, Édgar Olvera Higuera, advirtió que el número de homicidios dolosos o con violencia cometidos en el Estado de México, en 2007, fue de 18 por cada 100 mil habitantes, arriba de la media nacional. La entidad ocupó el segundo lugar en materia de secuestros, con 75 denunciados; el cuarto en muertes violentas, apenas por debajo de Guerrero, Oaxaca y Sinaloa. En suelo mexiquense se reportó uno de cada seis delitos perpetrados en el país.
La referida Sexta Encuesta Nacional Sobre Inseguridad reveló también que el número de víctimas por cada 100 mil habitantes se ubicaba en 10 mil 200. Arriba sólo aparecía el Distrito Federal, pero la media nacional estaba en 7 mil 500. Además, 76 por ciento de los mexiquenses mayores de 18 años consideraban que su estado era inseguro, cifra que se hallaba 11 por ciento arriba de la media nacional. El estado ocupó el tercer lugar en este rubro, pero en robo a mano armada subió al primero, superando en cinco puntos porcentuales a la capital mexicana y en 19 a la media del país.
En los municipios fronterizos con el Distrito Federal, la tasa de delitos por cada 100 mil habitantes se ubicó en 19 mil 700, unos 7 mil 200 arriba del promedio. Y en robo a mano armada ocuparon el segundo lugar, apenas debajo de Acapulco, Guerrero.
El Índice de Víctimas Visibles e Invisibles de Delitos Graves, elaborado por el Centro de Análisis de Políticas Públicas México Evalúa, alerta que apenas 20 por ciento de los delitos —secuestro, homicidio, extorsión, robo con violencia y robo de auto con violencia— son denunciados, por lo que no se puede dimensionar adecuadamente el fenómeno delictivo.
Pero los números son ilustrativos: de las tres últimas administraciones, la de Enrique Peña Nieto (2005-2011) ocupó el primer lugar en robo con violencia, con 18 mil 210 casos cada mes, contra los 16 mil 926 que se reportaron en la de su antecesor, Arturo Montiel Rojas, y los 13 mil 481 del antecesor de éste, César Camacho Quiroz. En cuanto al robo de autos con violencia, el sexenio peñista se ubicó en primer sitio con 5 mil 10 casos mensuales, seguido por el montielista, con 4 mil 215, y el camachista, con 2 mil 399.
Según el blog británico de análisis político The Economist, en su último informe de gobierno Peña manipuló la metodología para bajar el número de homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes pasando de 16.5 en 2005 a 7.6 en 2010, cuando en realidad aumentó de 10.6 a 21.9.
El Estado de México ocupa el lugar número 25 en extensión: sus 22 mil 499 kilómetros cuadrados representan uno por ciento del territorio nacional. Es la entidad más rica del país y, por ello, algunos de los municipios colindantes con el Distrito Federal registran un crecimiento demográfico que raya en la monstruosidad. También es la entidad con mayores contrastes sociales. En este suelo, donde se ubican municipios de primer mundo como Metepec y Coacalco —según clasificaciones de la ONU en 2008 y 2009—, el abismo de la desigualdad se asoma a cada kilómetro cuadrado.
En medio de un panorama tan poco alentador, en el Estado de México poco a poco se define gran parte del destino del narcotráfico. Allí operan oficialmente seis bandas de secuestradores, aunque en los subregistros contabilizan al menos 100. Y también se encuentran cinco de los 15 municipios más peligrosos del país: Ciudad Nezahualcóyotl, Chimalhuacán, Naucalpan, Cuautitlán y Ecatepec.
Las organizaciones que pelean el territorio son los cárteles de Sinaloa, Los Zetas, La Familia Michoacana —que dio paso a La Mano con Ojos—, Los Pelones, Pacífico Sur, los remanentes del cártel de los hermanos Beltrán Leyva y el grupo del hoy detenido Édgar Valdez Villarreal, La Barbie. En municipios al norte, como Atlacomulco y su vecino El Oro, se han identificado grupos del cártel de Juárez. Y en Valle de Bravo se ha documentado la presencia de células que responden directamente a El Chapo Guzmán.
El Departamento del Tesoro de Estados Unidos comprobó en 2010 —y lo hizo público en octubre de ese año— que el cártel de Sinaloa, con El Chapo Guzmán a la cabeza, trabajaba sin impedimento alguno desde Toluca. El capo usaba el aeropuerto de la ciudad como vía de transporte de la droga con ruta Colombia-Panamá-Estados Unidos.
Entre muchas otras, situaciones de esa naturaleza propiciaron que desde el 15 se de septiembre de 2005 la PGJEM haya tenido cuatro titulares: Alfonso Navarrete Prida, Abel Villicaña Estrada, Alberto Bazbaz Sacal y Alfredo Castillo Cervantes.
La vorágine atrapó a la ASE, que dio paso a la Secretaría de Seguridad Ciudadana. Empezó 2005 con un cuestionado Wilfrido Robledo Madrid, sustituido por Héctor Jiménez Vaca. Éste abrió la puerta para la llegada de Germán Garciamoreno, cuyo lugar fue ocupado en 2009 por David Garay Maldonado, hoy sustituido por Salvador Neme Sastré.
Un informe publicado a principios de septiembre de 2011 —elaborado por el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez; las organizaciones Derecho a Decidir, Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, Red de Organismos Civiles de Derechos Humanos Todos los Derechos para Todas y Todos, Greenpeace, Servicios Legales e Investigación y Estudios Jurídicos, junto con Promoción y Defensa de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales— presenta la realidad de los derechos humanos en tierra mexiquense:
Es posible conocer diversos casos relacionados con el sistema de justicia penal, la violencia hacia las mujeres, los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, así como con la vigencia del derecho a defender los derechos humanos. Y las conclusiones apuntan no sólo a una persistente omisión en la responsabilidad estatal de garantizar los derechos humanos, sino a una deliberada violación de los mismos, casi como si se tratase de una política pública.
El documento titulado La violación sistemática de derechos humanos como política de Estado, se enfoca exclusivamente en la entidad gobernada hoy por Eruviel Ávila Villegas. El informe se convierte en un viaje de 103 puntos por los casos de represión más importantes en la administración peñista y recoge las historias de San Salvador Atenco, del luchador social Santiago Pérez Alvarado, de los feminicidios y obras públicas que han afectado patrimonio de particulares, entre otros, recordando además índices de pobreza, el dinero destinado a la procuración de justicia y sus resultados, así como las recomendaciones emitidas por la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CODHEM).
El feminicidio ha reflejado un importante crecimiento durante la primera década del siglo XXI. Esta problemática se ha venido registrando a partir de 2000 y los resultados del periodo 2000-2004 se encuentran en el documento Violencia feminicida en 10 entidades de la República, publicado en 2006 por la Cámara de Diputados. Dicho informe señala que mil 288 niñas y mujeres mexiquenses fueron asesinadas del año 2000 al 2003 víctimas de homicidios dolosos y culposos.
Estos hechos llevaron a varias organizaciones a documentar los feminicidios en la entidad. El Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF) documentó —durante 2007, 2008 y el primer semestre de 2009— 472 asesinatos de niñas y mujeres, 89 de los cuales ocurrieron en lo que iba de 2009. Eso significa que, de las 12 entidades monitoreadas por el OCNF, el Estado de México es la que cuenta con el mayor número de víctimas de feminicidio.
La CODHEM reportó que, desde el inicio de la administración de Peña Nieto y hasta el 14 de agosto de 2009, 672 mujeres habían sido asesinadas en el estado, varias de ellas de manera violenta, ya que presentaban huellas de tortura y de abuso sexual. En nueve de cada diez asesinatos —89 por ciento de los casos— no se ha hecho justicia: pues únicamente 76 homicidas han sido sentenciados. Y de acuerdo con la PGJEM, 95 mujeres fueron asesinadas de enero a mediados de agosto de 2009.
La violencia contra las mujeres se ramifica y extiende por ámbitos que van más allá de lo privado; no sólo afecta a las mujeres de la localidad, sino también a todas las que transitan por su territorio. Por ello, un asunto por considerar es la migración: la entidad se ha convertido en una zona de alta peligrosidad para los migrantes centroamericanos y mexicanos del sur, quienes a su paso por el Estado de México pueden experimentar situaciones de violencia extrema.
LOS TORCIDOS CAMINOS DE DIOS
Salta a la vista que Peña carece de un discurso político y el que logra articular gracias a los apuntadores es mínimo y pobre. Tampoco tiene un posicionamiento ideológico y nunca ha mostrado una postura intelectual, ni siquiera simbólica, con los que se ha ganado ser ridiculizado por algunos representantes de la inteligencia mexicana, como el escritor Carlos Fuentes. Empero, encabeza las encuestas. Mientras, en Morena y la izquierda que se niega a renunciar al PRD todavía esperan que, milagrosamente, se aclaren muchas situaciones que no son sino los demonios inquietantes del peñanietismo.
Si uno se atiene a documentos que obran en investigaciones de fiscales federales, escuchas telefónicas o reportes internos elaborados por agentes de la Procuraduría General de la República, hay dos casos en especial que, por sus peculiaridades, se insertan en la tradición más oscura de la política mexicana priista: las eternas dudas sobre la muerte de Mónica Pretelini y el asesinato de los cuatro escoltas de la familia Peña Pretelini en el puerto de Veracruz.
Al paso de los años, cohíben las permanentes imágenes de estos eventos. Ambos se resumen neciamente entrelazados en la intimidad; sus fibras se arremolinan enmarañándose más. Se van para volver de nuevo. Detrás de la fachada de “olvido” persisten las dudas. Ese mismo “olvido” se ha con- vertido en un arma de doble filo que puede pulverizar a los priistas del Estado de México y, en especial, hacer motivo de escándalo a los originarios de Atlacomulco.
Para comprender en toda su magnitud los negros aspectos de algunos temas es necesario regresar en la historia, contarla, incluso, a partir de los exagerados dispendios oficiales que en el Estado México se destinaron para garantizar el triunfo de sus candidatos, con Eruviel Ávila Villegas en primer lugar, en los comicios de julio de 2011 para renovar la gubernatura, las 45 diputaciones locales y las 125 presidencias municipales.
De acuerdo con análisis de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) y de Dictamen Ciudadano, el proceso electoral mexiquense costó unos 3 mil millones de pesos. Y si se toma en cuenta el eleva- do nivel de abstencionismo —57 por ciento, pero que en algunas zonas alcanzó 65 por ciento, como en la industrial Naucalpan o 60 por ciento, como en los populosos Ecatepec, Atizapán de Zaragoza, Nezahualcóyotl, Nicolás Romero, Chalco y Coacalco—, resulta que cada voto tuvo un costo promedio de 60 dólares.
Según se desprende del informe emitido por el Observatorio Electoral Latinoamericano, en Colombia cada voto cuesta 1.95 dólares; en Ecuador, 1.09; en Panamá 5.25 y en Uruguay, 3.72. El más elevado —sin contar a México— es el de Costa Rica, donde asciende a 8.58 dólares. ¿Y cómo es- tamos en relación con el costo del voto en el Estado de México? Evidentemente es muy caro, sentencia Dictamen Ciudadano en su informe final sobre la elección de gobernador en 2011.
El documento también establece: “La actuación del órgano electoral fue incierta y sesgada. Como se detalla en el informe, las principales decisiones del Consejo General, cobijadas con argumentos legistas, estuvieron inclina- das a favor del gobierno del estado y del PRI, y en nada abonaron al desarrollo equitativo del proceso.”
Peña es un político incapaz de entrar a un debate y polemizar. Como advierten especialistas, “ha sido entrenado bien para leer tarjetas o comentar textos previamente asimilados”. Para conocerlo a él y a su familia política original también se puede viajar en el tiempo, hasta deshilar las extrañas circunstancias en las que su tío Montiel obligó, en 2004, al empresario Carlos Hank Rhon y al ex líder estatal priista Isidro Pastor Medrano a renunciar a la candidatura, o los detalles de la guerra sucia contra el panista Rubén Mendoza Ayala, a quien se armaba un expediente para involucrarlo en escándalos de pederastia y en el homicidio del líder tenanguense Abraham Talavera López, uno de los priistas más ilustres que, fuera del Grupo Atlacomulco, ha dado el Estado de México.
El ascenso de Peña obedece a muchas razones sombrías, todas elaboradas en el sexenio de Arturo Montiel (1999-2005). También se puede retro- ceder más y empezar a contar a partir del atentado con armas de fuego que, el 5 de marzo de 1942, le costó la vida al entonces gobernador Zárate Albarrán y permitió imponer en su lugar a Fabela, con quien nació un régimen de corrupción familiar; de compra votos, de conciencias y lealtades; de fraudes electorales monumentales con los que se proclamaban siempre triunfa- dores; de represión, nepotismo, compadrazgos y enriquecimiento personal. La vieja simulación priista.
A su regreso al Estado de México en marzo de 1942, Fabela no sólo llevaba la palabra y las encomiendas del presidente Ávila Camacho para violar la Constitución —la estatal y la federal, así como las leyes secundarias—. No, bajo el brazo cargaba sus muy personales intenciones de “gobernar” y aprovecharse de los dineros públicos a través de su parentela política atlacomulquense, para consolidar lo que en el futuro sería conocido como Grupo Atlacomulco.
Hacia finales del siglo XIX, principios del XX y marzo de 1942, el Grupo Atlacomulco era apenas una “empresa familiar” que se conformaba con ocupar todos los puestos públicos de Atlacomulco, un pequeño y terregoso municipio de calles serpenteantes, al norte del Estado de México, vecino del millonario minero El Oro y de Despeñadero o Peñasco de Dios, como también era conocido Acambay.
Los dineros públicos del pueblo eran controlados por familias como los Montiel, los Fabela, los González, los Vélez, los Sánchez, los Velasco, los Monroy, los Flores, los Ruiz, los Nieto o los Colín. Y en Acambay se asentaban los Del Mazo —quienes luego emigrarían hacia Atlacomulco—, los Peña, los Arcos, los Castañeda, los Colín, los Alcántara y los Huitrón.
El bisabuelo de Enrique Peña Nieto fue cacique del pueblo, con toda la carga negativa que implica la palabra. Severiano Peña había ocupado en cuatro ocasiones —1914, 1916, 1921 y 1923— la alcaldía de Despeñadero. Por problemas de tierras y luego de haber sido públicamente señalado como responsable intelectual del despojo de un rancho a una mujer local, fue asesinado por la espalda durante su último periodo.
Su hijo Arturo El Chino Peña Arcos —abuelo de Enrique— tendría el mismo trágico fin. Lo cazaron por la espalda, como a otros dos de sus amigos y cómplices, porque, cuentan los muy viejos habitantes de Atlacomulco y Acambay, formaba parte de la más peligrosa banda de abigeos —ladrones de ganado—. El hecho se documentó ampliamente en Negocios de Familia, biografía no autorizada de Enrique Peña Nieto y el Grupo Atlacomulco, publicado en junio de 2009 por editorial Planeta.
Décadas más tarde, Roque Peña Arcos fue impuesto como alcalde de Acambay para el trienio 1970-1973, gracias al manto protector del gobernador Carlos Hank González, un profesor rural que fue considerado hijo adoptivo y protegido de los atlacomulquenses Maximino Montiel Olmos —líder del Grupo Atlacomulco hasta 1942— e Isidro Fabela Alfaro— cabeza de la misma agrupación hasta 1969, cuando pasó la estafeta a Hank, quien al morir en 2001 la dejó en manos de Arturo Montiel.
Pero antes, los acambayenses tuvieron a Rafael Peña y Peña, como alcalde de 1955 a 1957 y de 1967 a 1969. Y, todavía un poco antes, de 1952 a 1954, cuando los encargos edilicios duraban dos años, Alberto Peña Arcos, hermano de Roque, logró despachar como presidente municipal. Luego la familia desapareció de la vida política, se mudó al vecino Atlacomulco y reapareció plenamente hasta 2005, cuando Enrique Peña Nieto llegó a la gubernatura mexiquense.
Con la predicción de Francisca Castro Montiel guardada celosamente por cada uno de los gobernadores mexiquenses nacidos en Atlacomulco, y con la experiencia de los Peña, los Del Mazo, los Sánchez o los Colín, que controlaban aquellos dos pueblos, a partir de la década de 1940 los políticos de Atlacomulco —junto con otras familias de la zona, destacadas en el ramo empresarial, como los Alcántara, los Manzur y los Monroy Cárdenas— despuntaron como los de mayor poder económico de la región, y luego, del Estado de México.
A éstas se unirían otras familias que también ganaron influencia y poder. Por el lado político-empresarial despuntó la de los Hank, del extinto gobernador con muchos ex —legislador, regente del Distrito Federal y secretario de Estado—; por el lado empresarial se asentó en Jocotitlán, municipio colindante con Atlacomulco, la de los Peralta, del inversionista e ingeniero Alejo Peralta. Desde allí consolidó un emporio hoy conocido como Grupo Industrial IUSA.
El primero de los políticos atlacomulquenses obsesionados con despachar en Palacio Nacional fue Alfredo del Mazo Vélez. Desde su oficina en la Secretaría de Recursos Hidráulicos, a mediados de la década de 1960, lanzó una feroz campaña para meterse en los ánimos del presidente Adolfo López Mateos, un político “mexiquense” que nunca sería parte del Grupo Atlacomulco porque se formó en los cacicazgos locales de los hermanos revolucionarios, el general Abundio y el coronel Filiberto Gómez Díaz.
De hecho, desde 1920 y hasta el atentado que costó la vida al gobernador Zárate Albarrán en marzo de 1942, aquellos dos militares revolucionarios controlaron la política del Estado de México, pese a que en 1925 Calles les impuso a Carlos Riva Palacio. Abundio y Filiberto eran apoyados por su Grupo Toluca y por personajes poderosos como Plutarco Elías Calles —el Jefe Máximo de la Revolución—, Álvaro Obregón —quien, como Elías, fue presidente de la República— y el general Joaquín Amaro Domínguez.
Con el paso del tiempo, Adolfo López Mateos contraería matrimonio con Eva Sámano, hija de Efrén Sámano, tesorero eterno del general Abundio Gómez Díaz. Por eso y porque su lugar de nacimiento se mantiene como un misterio —muy pocos aceptan hoy que haya nacido en Atizapán de Zaragoza, pues se ha documentado su pasado en Guatemala—, López Mateos nunca fue parte, ni lo será su memoria, del Grupo Atlacomulco.
Por la cercanía que tenía con su secretario de Recursos Hidráulicos, López Mateos lo consintió, lo dejó hacer su juego. Del Mazo Vélez no escatimó. Recursos del ministerio fueron para su precampaña. Se sintió el destinatario de la predicción de doña Francisca. Ya se veía despachando en Palacio Nacional. Ignoraba que el presidente le había escondido a su “tapado”.
Con el fracaso a cuestas, Del Mazo Vélez se sumió en una profunda depresión de la que nunca pudo salir. De verdad se sentía el depositario de la profecía y esperaba mudarse a la residencia oficial de Los Pinos. Por aquella época, Del Mazo Vélez descubrió una realidad con visos de venganza: no había tenido el apoyo de su familiar Isidro Fabela.
La conducta del viejo diplomático tenía una razón. Sintiéndose traicionado porque Del Mazo le dio la espalda a algunos de sus protegidos e incluso intentó apoderarse del liderazgo del Grupo Atlacomulco, Fabela hizo todo lo posible para que el presidente Adolfo López Mateos se inclinara, como pasó al final, por el poblano Gustavo Díaz Ordaz, titular de la Secretaría de Gobernación, un hombre de mano tan pesada —represora— como la del señor presidente “originario” del Estado de México.
Del Mazo Vélez había tenido tiempo suficiente para olvidar su otro gran fracaso: fue incapaz de imponer en 1951 a su sucesor en la gubernatura mexiquense. Y aunque aquel año otro atlacomulquense se sentó a controlar la vida política, económica y social del Estado de México, Alfredo había fallado como operador político.
Desde Los Pinos, el presidente Miguel Alemán Valdés se inclinó por Salvador Sánchez Colín, un brillante ingeniero agrónomo especializado en cítricos, excelente científico y un destacado académico, pero hasta entonces un político-funcionario de la medianía, que ni siquiera imaginaba que algún día podría gobernar su estado natal.
Aunque en 1946 Sánchez Colín había sido senador suplente de López Mateos, su carrera política en el Estado de México empezó hasta 1950. Ese año el PRI lo impuso como diputado local por el IX Distrito con sede en Texcoco, debido a la amistad que le profesaba Alemán Valdés. Quien, literalmente, lo había tomado como “jardinero” personal, con una generosa plaza de consultor técnico de la Presidencia de la República.
Pero aun con el apoyo de Alemán Valdés, Sánchez Colín jamás se sintió depositario de aquella visión presidencial ni entró en disputa por el control del Grupo Atlacomulco, que dejó en manos de Fabela. Después de 1964, el grupo estuvo a la deriva, hasta que 1969 ascendió el más destacado protegido, alumno y socio del diplomático: el profesor Carlos Mario Hank González. Aquel año, el presidente Gustavo Díaz Ordaz impuso a Hank como nuevo gobernador.
En las siguientes décadas, el adulador Hank —un sutil maestro de la simulación— se levantaría como uno de los políticos más poderosos del país. También se distinguiría como símbolo de la corrupción priista, del cacicazgo, de la triangulación de contratos gubernamentales y del abuso de autoridad.
Hasta su muerte, sobre su nombre y su primer apellido pesarían graves sospechas de nexos con el crimen organizado, homicidio y lavado de dinero. Pero, como pasó con López Mateos, tampoco era originario de Atlacomulco: sólo era “hijo adoptivo”. Además, había innumerables aspectos oscuros, que él nunca quiso aclarar, sobre su llegada al pequeño pueblo para impartir clases en la escuela primaria.
Por eso jamás encajó en la profecía. Gobernador fue, pero originario de Santiago Tianguistenco. Y por razones también turbias no quiso que su primogénito, Carlos Hank Rhon, naciera en Atlacomulco. Cuando llegó el mo- mento, partió con su esposa, la maestra Lupita Rhon de Hank, a la ciudad de Toluca.
Como se documenta en Negocios de familia, “la familia tuvo que esperar 22 años para recuperar la esperanza de cumplir la predicción. Alfredo del Mazo González, hijo de aquel Del Mazo Vélez, fue impuesto en la gubernatura en 1981 a pesar de la oposición de su predecesor, Jorge Jiménez Cantú, que no lo consideraba un político ‘de pantalones largos’; además, Jiménez Cantú —junto con Hank— ya le tenía prometido el puesto a Juan Monroy Pérez, su secretario general de Gobierno. Pero la decisión estaba tomada y el presidente José López Portillo, Miguel de la Madrid, secretario de Programación y Presupuesto, y Fidel Velázquez Sánchez, secretario general de la Confederación de Trabajadores de México (CTM), no se echarían para atrás.
”Del Mazo González esperaba hacerse de la candidatura presidencial en 1987, pero De la Madrid tenía decidida la sucesión a favor de Carlos Salinas de Gortari. Se deshizo con facilidad de Del Mazo (después de utilizarlo para debilitar a Manuel Bartlett Díaz) y de Jesús Silva Herzog.” Del Mazo intentó conspirar contra la decisión e, intentando un madruguete, envió la cargada priista a las puertas de su rival, Sergio García Ramírez. Una inesperada declaración lo haría aparecer como el fantasma de lo que quiso ser: “Creo que es un acierto el que nuestro partido se haya fijado en las múltiples cualidades de un servidor público limpio y brillante, talentoso, como es el caso del doctor Sergio García Ramírez. Estoy convencido —dijo en una amplia declaración a la prensa— de que es una magnífica decisión de nuestro partido”. Pero el doctor, menos candoroso, no se prestó al juego ni es- cuchó el canto adormecedor de las sirenas: De la Madrid hizo pública la candidatura de Carlos Salinas esa noche, el 4 de octubre de 1987.
Para cobrarse el agravio, en cuanto llegó a Palacio Nacional Salinas lo borró del mapa. Lo desterró como embajador en Bélgica. En el sexenio de Ernesto Zedillo Ponce de León lo rescataron a medias, nombrándolo director del Instituto del Fondo Nacional de Vivienda para los Trabajadores (Infonavit), pero nunca regresó a una secretaría de Estado, ni siquiera a una subsecretaría. En 1997 le dieron otra oportunidad de recuperar el orgullo perdido al designarlo candidato del PRI a la jefatura de Gobierno del Distrito Federal. Perdió las elecciones de manera bochornosa frente a Cuauhtémoc Cárdenas y terminó refugiado en el Estado de México.
Desde la alcaldía de Huixquilucan, donde se levanta Interlomas —la zona más opulenta del Estado de México—, en 2005 su hijo Alfredo del Mazo Maza intentó convertirse en el tercer Del Mazo en llegar a la gubernatura mexiquense, pero su primo Enrique Peña Nieto lo marginó de último momento y se inclinó por Eruviel Ávila Villegas.
Por disparatado y absurdo que parezca, en cada sexenio ninguno de los gobernadores de Atlacomulco ha resistido el impulso de sentirse el depositario de la profecía. Por eso resultó natural el esfuerzo de Arturo Montiel para buscar la candidatura presidencial por el PRI en 2006, hasta que las acusaciones de corrupción familiar y enriquecimiento ilícito lo obligaron a esconder la cara y renunciar a sus pretensiones. Caído Arturo Montiel, Enrique Peña Nieto se convertiría en el heredero real de la predicción de Francisca Castro Montiel: “Uno llegará a la Presidencia de la República”.
Enrique cumple con todos los requisitos: nació en Atlacomulco, fue gobernador del Estado de México, tiene injerencia real en el famoso grupo creado por sus antecesores y, lo más importante, cuenta con una clara ambición de poder. Lo que ni doña Francisca ni los priistas de Atlacomulco pudieron prever, sin embargo, es que la recta final del camino para materializar el vaticinio estaría cubierto de escollos que Peña Nieto, el elegido, tendría serias dificultades para superar.
MÁS ALLÁ DE LA MUERTE... DE MÓNICA
Sobre la preparación académica de Enrique Peña pesan duros cuestionamientos desde aquella noche de la primera semana de diciembre de 2011, cuando durante la presentación de su libro México, la gran esperanza fue incapaz de nombrar tres libros que le hubieran marcado la vida, confundió a un escritor con otro —a Carlos Fuentes con Enrique Krauze— y ni siquiera mencionó correctamente el título que le atribuyó.
Una semana después, él mismo reforzaría esa pobre imagen al mostrar su escasa vinculación con la realidad cotidiana. En una entrevista para el periódico español El País, no atinó a responder a cuánto ascendía el salario mínimo, ni cuánto costaba un kilogramo de carne o de tortilla, el alimento básico de los mexicanos. Y abandonaría abruptamente a los periodistas con un lamentable y despectivo: “Yo no soy la señora de la casa”.
Los episodios sobre su falta de cultura, su incapacidad para desligar su candidatura del ex gobernador coahuilense, Humberto Moreira Valdés, y su desconocimiento de la realidad se agravaron cuando los escritores Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco lo ridiculizaron y descalificaron —por ignorante— para ser presidente de la República. Si lo académico fue un sismo que estremeció las estructuras del PRI, lo de su ignorancia sobre temas del día fundamentales para la dieta básica del mexicano fue una barbaridad, por- que en el libro que presentó en la FIL justamente abordó una parte de la problemática económica. Los más suspicaces entendieron el mensaje: el libro se lo escribió alguien más. Lo peor es que, los derrapes sobre la carne, la tortilla y el salario mínimo —que tasó en 900 pesos, la mitad del real— erosionaron su imagen pulcra porque lo pusieron al peor nivel que sus operadores políticos y sus hacedores de imagen podían esperar: a la altura intelectual y académica del ex presidente Vicente Fox, aunque éste, por lo menos, tenía gracia para salirse de los atolladeros.
Antes de cerrar el año, cuando todavía no empezaba la verdadera campaña, la situación rayaba en desastre. Una encuesta de la firma especializada Mitofsky —levantada del 21 al 27 de noviembre, antes de la FIL y el tuit de la prole pendeja que endilgó Paulina Peña a los críticos de su padre— mostró la realidad: Peña cayó en las preferencias electorales de 54.3 por ciento en mayo de 2010, a 44.6 por ciento en noviembre de 2011. Josefina Vázquez ascendió de 10.7 a 19.7 por ciento en el mismo periodo y López Obrador subió de 12.5 a 16.1 por ciento.
Sergio Cortés hizo en La Jornada Oriente una observación puntillosa: “Es tal el desprestigio del PRI y su candidato, que la semana pasada se registró un triple empate entre Enrique Peña, Josefina Vázquez y Andrés Manuel López Obrador, si éstos fueran los únicos candidatos a la presidencia de la República y los electores fueran los ciudadanos del municipio de Puebla que disponen de teléfono en casa”.
“Los desaciertos políticos de Enrique Peña Nieto han puesto en aprietos al PRI, que antes de ello [los dislates en la FIL], aseguraba por todos los medios que la Presidencia de la República volvería a estar bajo su mando”, puntualizó por su lado Jesusa Cervantes, de la revista Proceso.
“Ahora, las infortunadas revelaciones de su ignorancia, la crítica que ha recibido por destacados escritores, pero sobre todo las encuestas internas que han mostrado, por ejemplo, que el tuit de la hija de Peña Nieto, Paulina, que tanto malestar generó entre la población en general, lo llevó a perder en el acto ¡10 puntos! —porcentuales en las encuestas de opinión pública.
“Las encuestas están generando algo más que malestar entre un sector de la militancia priista y quienes ayer pensaban que Peña sería un mal presidente de la República pero un excelente candidato, hoy lo están dudando.
“El problema para los priistas es algo más que el ridículo en que ha quedado su candidato presidencial, lo que les está preocupando tanto a sus seguidores como a sus aliancistas —con personajes como Elba Esther Gordillo y organizaciones como Partido Verde—, es la falta de operación política que ha mostrado el exgobernador mexiquense y su incapacidad para imponerse a las nuevas directrices que está marcando el actual presidente nacional del PRI, Pedro Joaquín Coldwell.
“Y es que la salida de Humberto Moreira —que ya era insostenible como presidente del PRI— le ha pegado duro a Peña Nieto. En su partido se asegura que el encopetado candidato presidencial ‘negoció’ la llegada de Moreira para ganarse la confianza y apoyo de la ‘maestra’. En el círculo político todos saben de la gran relación que hay entre Moreira y Gordillo e incluso que fue ésta quien en 2003 operó para que fuera el candidato del PRI al gobierno de Coahuila”.
Dejando de lado qué tanto la historia política de Peña Nieto, como la de los cinco familiares suyos que pasaron por la gubernatura mexiquense, está neciamente amarrada al presagio de doña Francisca Castro Montiel, la vida de Peña destaca por su cercanía con la Obra de Dios u Opus Dei, fundada por el hoy santo español José María Escrivá de Balaguer, quien, hasta antes de morir, tenía una importancia similar a la del Papa.
El nombre de Opus Dei no figura oficialmente en ningún lado, pero está ligado a Peña no porque haya cursado su licenciatura en la Universidad Panamericana, escuela de educación superior que se encarga de promover en México el fundamentalismo católico de Escrivá de Balaguer y reclutar, para la Obra, a los hombres de poder, ni porque haya hecho sus estudios de posgrado en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, otra de las instituciones cercanas a esa secta radical católica creada por el cura español en octubre de 1928.
Tampoco porque haya estudiado sus primeros cuatro años de primaria en el colegio Antonio Plancarte, una escuela de monjas de la orden de María Inmaculada de Guadalupe, una congregación que forma líderes cristianos para la transformación evangélica, como lo precisó Ignacio Rodríguez Reyna en el capítulo “Enrique Peña Nieto, el Luis Miguel de la política” del libro Los suspirantes, publicado por Planeta en 2011.
Incluso, no es porque su padre, el ingeniero Enrique Peña del Mazo, fuera devoto fiel de las misas matutinas en la iglesia de Santa María de Guadalupe, ni porque pasó un año en un internado en Estados Unidos —el Denis Hall School, en la pequeña población de Alfred—, atendido por curas católicos. No, la relación de los atlacomulquenses de poder con la iglesia dogmática es más añeja, profunda e íntima.
Ese nexo comenzó desde que Escrivá puso el ojo en las Américas para la expansión de su secta, hoy la más poderosa en El Vaticano. Justo como ocurrió en España y Portugal, las instituciones de educación superior —incluso si era necesario crearlas—, complementadas con residencias universitarias, se convirtieron en grandes centros reclutadores y formadores de cuadros —con preponderancia banqueros, empresarios exitosos de extrema derecha y políticos ultraconservadores— para conquistar el poder.
Desde luego, advierten los especialistas en el tema, el Opus Dei nunca admitirá su participación en ninguna intriga ni operación política, pero también es justo eso. “Una agrupación política de gran envergadura”, como alguna vez la llamó Yvon Vaillante, autor de La Santa Mafia, uno de los libros que más expone la cara interna del Opus Dei.
Tampoco los fieles —organizados en cuatro categorías: numerarios, oblatos, supernumerarios y cooperadores— admitirán su pertenencia a esta sociedad secreta, cuyos fines pueden ser resumidos en pocas palabras: “Formar minorías escogidas”, células elite de las más variadas profesiones, para infiltrarlas, a través del Crucifijo y el evangelio, en las oligarquías dominantes de cada país. Mucho menos aceptarán que son devotos de la doctrina de San Escrivá de Balaguer.
Sería un error ver los contactos de Peña con el catolicismo sectario de la Obra de Dios en su ingreso a la Universidad Panamericana y, más adelante, al ITESM. El acercamiento se dio más temprano, incluso antes de su nacimiento, mediante las familias conservadoras de Atlacomulco: ocurrió a finales del siglo XIX y principios del XX, a través de su más ilustre paisano, José Luis Maximino Bernardo, un clérigo de la más alta jerarquía, conocido como su excelencia ilustrísima monseñor don Maximino Ruiz y Flores.
Al linaje que le inyecta a Enrique la sangre “azul” de los cinco ex gobernadores, debe sumarse el de este personaje tres veces obispo —de Derbe, en Asia Menor, la actual Turquía; de Chiapas y auxiliar de la Diócesis de México— y vicario general del arzobispado, rector del Seminario Conciliar de la Ciudad de México, gran Caballero de Colón e integrante de la Academia Mexicana de Santa María de Guadalupe. Al margen de sus incapacidades, Peña está lejos de ser un político improvisado.
Ruiz y Flores también fue canónigo penitenciario de la Basílica de Guadalupe, ferviente adepto de la teología dogmática. Antes de seguir los pasos de San Pablo apóstol, al inicio del siglo XX, la Pontificia Universidad Mexicana le entregó el capelo y la borla de doctor en Teología Sagrada, para ordenarlo como sacerdote dos meses más tarde. Tenía 26 años de edad. En abril de 1927 recibió con todos los honores eclesiales el cargo de gobernador de la Curia Metropolitana, la arquidiócesis más importante de México, y aún en 1938 se mantenía como vicario general del arzobispado.
En enero de 1928, en plena Guerra Cristera, el presidente Plutarco Elías Calles ordenó cerrar el seminario, saquearlo, detener al cura y encarcelarlo junto con más de 200 personas —entre seminaristas de cinco ciudades, párrocos y visitantes—. Un día después, el 27 de enero, el mandatario cambió de parecer: ordenó liberar de inmediato a su ilustrísima Ruiz y Flores, quien no tenía ningún parentesco con su contemporáneo, el queretano excelentísimo señor Leopoldo Ruiz y Flores, Arzobispo de Morelia y delegado apostólico.
A monseñor Maximino Ruiz y Flores le adjudican haber fundado la obra de difusión del Santo Evangelio, en la Arquidiócesis de México. Con sus debidas alabanzas, también fue arcediano de la catedral en la Ciudad de México, además de portar con el mayor de los orgullos su sociedad honoraria de la Academia Mexicana de Santa María de Guadalupe —cuya causa abrazaría Escrivá—, la defensa de su protectorado a los Caballeros de Colón y su devoción de la Adoración Nocturna.
La alcurnia de Enrique es complementada por el “humilde” vicario de la iglesia de San José, en Toluca, Arturo Vélez Martínez, a quien El Vaticano designó, en 1951, primer Obispo de la Diócesis de Toluca, gracias a la intervención personal y a los generosos donativos que dio a la Iglesia su primo hermano, el gobernador Alfredo del Mazo Vélez.
El excelentísimo Vélez Martínez fue conocido como El Obispo del Diablo, porque después de recibir las bulas papales decidió llenarse los bolsillos. Estuvo a punto de ser enviado a la cárcel por el abogado José López Portillo, pues además de fraude a la Ley de Juego y Sorteos, fue acusado de embolsarse sin miramientos las “limosnas” y “donativos” de sus feligreses, entre otros delitos. Al margen de los abusos, para ser amable con las palabras y evitar las de corrupción sacerdotal, este monseñor fue la segunda influencia de Peña —y de todos los atlacomulquenses con poder— en la Iglesia católica.
Además de la influencia que ejercieron su primo hermano y Maximino Ruiz y Flores, entre las poderosas amistades que apoyaron a Vélez Martínez destacó la de la elegante doña María Izaguirre de Ruiz Cortines, esposa del entonces secretario de Gobernación, el ex gobernador veracruzano Adolfo Ruiz Cortines, quien luego sería presidente de la República.
En resumen, todas las referencias de Peña conducen al catolicismo sectario y algunas más particulares a la Obra, hoy una organización poderosa que tiene acceso a fuentes de financiamiento en México, mediante empresarios y banqueros, amparados en el voto de silencio o de secreto, pero, también, siempre, obedientes con sus superiores y altamente despersonalizados, intolerantes e inquisitoriales.
Más todavía, a los extraños se les oculta el número de socios y, peor, “los nuestros no han de conversar de estos menesteres con extraños”, o: “Socios numerarios y supernumerarios sepan bien que han de guardar siempre un prudente silencio respecto al nombre de los otros miembros; y que a nadie van a revelar nunca que ellos mismos pertenecen al Opus Dei”.
De entre los curas de verdadero poder en la Iglesia católica, Peña cuenta desde hace mucho con el apoyo decidido del primer Obispo de la Diócesis de Ecatepec, Onésimo Cepeda Silva. En los hechos, dirige la Diócesis más poblada del mundo. Y tiene un segundo “atractivo”: en 1995 fue elevado a esa categoría por el Papa Juan Pablo II.
Peña tiene, asimismo, el respaldo pleno de Antonio Chedraoui Tannous, Arzobispo Metropolitano de la Iglesia Apostólica Ortodoxa de Antioquía —en México, los ortodoxos congregan a gran parte de la influyente comunidad libanesa—. Por si fuera poco, es muy conocida y está documentada su estrecha relación con personajes del PRI y del PAN; de los ámbitos sociales y periodísticos. Y entre sus amistades está el magnate Carlos Slim.
EL GRAN MAL
Nada de eso ha logrado opacar los sucesos del jueves 11 de enero de 2007, que trastornaron la vida de Enrique. Aquella noche, el conductor del noticiario de Televisa daba a conocer una versión, con todo tipo de detalles, como si él, Joaquín López-Dóriga, hubiera estado en el dormitorio de la esposa del gobernador mexiquense. Con el énfasis característico de vocero de los poderes fácticos del país, informó: “Un poco después de la medianoche, a las 0:50 ya del jueves, Enrique Peña le llamó por teléfono [a Mónica] para decirle que ya iba de regreso. Estaba por Santa Fe, volaría en helicóptero y en 25 minutos estaría con ella en casa. Así fue. Llegó, entró a su cuarto sin encender la luz, le susurró al oído que le hiciera un lugar en la cama y no le respondió. Le insistió y nada. Alarmado, encendió la luz y la vio muerta. Intentó respiración artificial al tiempo que pedían las urgencias médicas”.
Aunque hay datos en voluminosos expedientes de investigaciones que encabezan fiscales federales de la PGR, también en la bruma quedarán las consecuencias que ese fallecimiento esparció hasta el puerto de Veracruz, donde meses después los escoltas de la familia Peña Pretelini fueron ejecutados por presuntos narcotraficantes, quienes equivocaron el blanco e hicieron fuego contra ellos.
Como escribió Miguel Alvarado dos años después: “La vida de Peña se convulsionó a partir de entonces, epilépticamente desgarrada. Pero el luto no duró mucho. Pronto estaba de vuelta, tratando muy a su manera la administración estatal. El nombre de Mónica pronto fue sustituido y una larga lista de aspirantas [sic] al DIF estatal apareció en la agenda del llamado viudo de oro.
”Artistas, reporteras y galanas del jet set recorrieron el tiempo libre del priista y, por fin, una Gaviota —llamada Angélica Rivera— devolvió claridad a la vida del desconsolado. Hoy, con una relación pública y afincado en la carrera por la tenebrosa silla presidencial, a Peña se le ve sonriente, maduro solamente para aparecer en televisión [...]. Pero nada pudo enterrar de manera definitiva la sombra de aquel 11 de enero”.
El “desconsolado” gobernador y la actriz que iluminó su vida han protagonizado un romance digno de telenovela. El jueves 19 de diciembre de 2008, a través de la Coordinación General de Comunicación Social, se emitió una aclaración oficial para desmentir que el gobernador haya pensado contraer matrimonio con la actriz Angélica Rivera. En su número del 3 de octubre de 2008, Quién le dio de nueva cuenta a Peña la nota principal para confirmar el vínculo sentimental “de cuatro meses” con su nueva “dueña”, la actriz Angé- lica Rivera Hurtado. “El hombre que da la última palabra en territorio mexiquense palomeó el nombre y, a principios de abril de 2008, Angélica Rivera estaba llegando a la Oficina de Representación que tiene el gobierno del Estado de México en la calle Explanada, en las Lomas de Chapultepec. [...] El gobernador, entonces de cuarenta y un años, y la Gaviota, de treinta y siete, nunca se habían visto personalmente. La cita era, en primer lugar, para conocerse y, en segundo, para que él explicara a la que fuera El Rostro de El Heraldo en 1987 la campaña de publicidad que ella iba a realizar, con el objetivo de que entendiera y se comprometiera de lleno con el proyecto del verdadero góber precioso.” Y así nació el nuevo amor de Peña Nieto.
Volviendo a Mónica Pretelini Sáenz —de Peña—, los recuerdos sobre su vida, sus últimos meses tortuosos al lado de Enrique Peña Nieto —por las constantes infidelidades de éste, que dieron como fruto dos hijos fuera del matrimonio— y los secretos de una enfermedad desconocida se han diluido en la corta memoria de los mexicanos para dar paso a la euforia por lo que los priistas ven como la inminente llegada del primer atlacomulquense —y con él La Gaviota— a la Presidencia de la República.
El país se estremeció la mañana de aquel 11 de enero cuando fuentes extraoficiales confirmaron que, en los primeros minutos de la madrugada de ese jueves, Mónica había muerto a los 44 años de edad. Encabezado por Peña, el gobierno del Estado de México calló deliberadamente y no hizo nada por aclarar rumores de todos los calibres —incluidos uno sobre suicidio y otro sobre homicidio— ni las contradicciones que se hicieron públicas y se convirtieron en una fuente inagotable de especulaciones que aún persiguen a Peña.
La versión de López-Dóriga, por ejemplo, persistió durante semanas. Pero surgieron otras tan fantásticas como la oficial, que daban cuenta incluso de que Pretelini vivía en Europa, merced a un acuerdo secreto de separación, que liberaba al esposo y le permitía una nueva vida política y sentimental. Otras puntualizaban que aquella noche triste el gobernador habría peleado con su mujer y, en un forcejeo, ella se golpeó la cabeza, y en consecuencia murió.
Cinco años después nadie sabe a ciencia cierta qué sucedió. No lo saben ni siquiera los operadores que atendieron aquella noche en la Cruz Roja, ni los empleados del Centro Médico de Toluca —en Metepec— y del Instituto de Seguridad Social del Estado de México y Municipios (IS- SEMyM), a quienes les preguntaron insistentemente si allí se encontraba internada una persona de apellido Pretelini. Todos sabían que, antes del traslado a la Ciudad de México, en esos tres lugares se había atendido a la esposa del gobernador.
Hasta muy entrada la tarde de ese jueves, pero sin aclarar rumores ni contradicciones, voceros de Peña confirmaron lo que todo mundo sabía. La noticia había viajado velozmente de voz en voz. Hoy, a poco más de cinco años de distancia, la actriz de telenovelas de Televisa, Angélica Rivera, ocupa el lugar de Mónica y, desde hace tiempo, los espacios mediáticos en la lucha política de su nuevo esposo.
Sin embargo, el tiempo se ha encargado de diseminar y alimentar las dudas en torno al súbito fallecimiento. Y el atentado estilo ejecución sumaria, que la noche del 10 de mayo de 2007, en una avenida del puerto de Veracruz, cobró la vida a los agentes mexiquenses Roberto Delgado Nabor, Erick Rey López Sosa, Guillermo Ortega Serrano y Fermín Esquivel Almazán —de 24, 37, 34 y 35 años de edad, respectivamente—, abrió nuevas y profundas interrogantes.
Pequeños detalles contenidos en documentos de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) —archivados en juzgados federales o agencias del Ministerio Público a los que se tiene acceso en los primeros días de enero de 2012— muestran, entre otras cosas, por qué las autoridades mexiquenses se apresuraron a declarar, anticipándose a las autoridades judiciales veracruzanas, que los cuatro guardaespaldas de la familia Peña Pretelini fueron víctimas de matones al servicio del narcotráfico.
Si ha de confiarse en las indagaciones de las autoridades federales, los documentos también mostrarían que, en cierto modo, funcionarios mexiquenses de entonces —como Humberto Benítez Treviño, secretario general de Gobierno— tuvieron razón al madrugar a las autoridades veracruzanas y responsabilizar al narcotráfico por la ejecución de los cuatro agentes, que, aquel 10 de mayo, escoltaban a Paulina, Alejandro y Nicole —hijos de Mónica y Enrique—, quienes vacacionaban en el puerto acompañados por su abuelos maternos Hugo Pretelini y Olga Sáenz, además de Claudia, hermana de Mónica.
Según los informes que obran en poder de la PGR, los asesinos sí serían narcotraficantes, acompañados por sus respectivos comandos de sicarios, procedentes de la zona sur del Estado de México. Sin embargo, sólo es una parte de la razón. Pero eso es adelantarse demasiado en una historia que tiene de todo y que es prácticamente imposible saber cómo y cuándo se cerrará.
Los misterios de la temprana relación Montiel-Peña son muchos. Lo importante es que el encuentro de ambos fue providencial y algunas celebraciones rutinarias y en apariencia irrelevantes se convirtieron en el escenario de decisiones de trascendencia política y en actos de gobierno. Cuando Montiel ya estaba transformado en guía del joven Enrique, del brazo de su esposa Paula, le sirvió como testigo en la boda civil con Mónica.
Años más tarde, antes de que se enamorara y se casara con la francesa Maude Versini, Arturo y su esposa Paula serían elegidos para apadrinar el bautizo de uno de los hijos del matrimonio Peña-Pretelini. La amistad y el parentesco se sellaron con el lazo del compadrazgo.
“Cuando se descubrió su inseguridad para improvisar y las crónicas de los diarios exhibieron esa debilidad como una incapacidad, el maquillaje se encargó de vencer la timidez endureciéndole las inexpresivas líneas de expresión; desde luego, también contó con la tranquilidad de los discursos escritos. Eso redituó en una amplia popularidad televisiva”, consta en Negocios de familia. Y esa inseguridad, revestida de ignorancia, destacaría de manera más que bochornosa durante la primera semana de diciembre de 2011, en la FIL de Guadalajara.
Arturo Montiel siempre se preocupó por cuidar a su sobrino Enrique. Cuando en los 90 Enrique fue rechazado como líder juvenil en el PRI estatal, Montiel lo hizo su asistente. Con tiento y cuidado, Enrique encajó en el gusto de Arturo. Con un claro sentido de paternidad partidista, Arturo guió esos primeros pasos desoyendo voces que los caricaturizaron o los hicieron blanco del humor ácido, porque uno aprendió los gestos del otro y al otro le dio por vestir y adoptar los ademanes y las manías del otro.
Hacia 1993, a Peña Nieto se le veía siempre a la sombra de Montiel, compartiendo secretos con él, quizá incubando inconscientemente un proyecto personal, Arturo influyó entonces para que su protegido fuera nombrado tesorero del Comité de Financiamiento del Comité Directivo Estatal (CDE) del PRI, durante la campaña de Chuayffet. Con ese nuevo gobierno, que empezó el 16 de septiembre de 1993, Montiel llegó por primera vez al gabinete. Lo designaron titular de la Secretaría de Desarrollo Económico, y hasta allá lo acompañó su sobrino como secretario particular. Posteriormente, cuando Montiel se fue con Lira como subsecretario de Acción Electoral, se cuidó de blindar a Enrique y de mantenerlo en la nómina del Estado de México. La protección a Peña Nieto no fue casualidad.
Por su parte, además de darle tres hijos, Mónica se convirtió en la mejor colaboradora de Enrique. Tanto que, como él mismo confesaría seis años después, le aguantó y le perdonó sus constantes infidelidades y hasta los dos hijos que procreó fuera del matrimonio.
En marzo, abril y todavía en mayo de 2005, Mónica estaba convencida de la necesidad de promover la campaña de su marido. El cuadro familiar lucía sereno. Expuso sus cálculos sobre las seguidoras de la candidatura de Peña y le puso números redondos de 5 mil promotoras en los 125 municipios de la entidad. Con la impecable imagen del candidato guapo y con el foco puesto en la televisión, Mónica quería dar a las concentraciones políticas el toque de showman y hacer de las arengas de su marido un eterno concierto al estilo de Luis Miguel. El llamado al voto por Enrique recibió un caudal de respuestas femeninas.
Pero no resistió. Aglutinadora y promotora del club de admiradoras, Mónica se fue apagando en las giras. Poco antes del final lucía distante, cansada y melancólica cuando en los acarreos creció el ensordecedor: “¡Enrique, mi amor, serás gobernador!”. Daba la impresión de que no encontraba la fórmula para cambiar situaciones que la incomodaban, como la aparición de las estrellas del elenco de Televisa. Le robaron a Enrique. Y algunos asombrados reporteros aún tienen fresco el día en que le recordó a su marido que ella no era Paula.
Si hizo alusión a los conflictos de sus compadres, Arturo y Paula, por el engaño, divorcio y el posterior matrimonio Arturo-Maude, Mónica se los llevó consigo. Si fue alguna otra alusión, igual murió con ella. También quedaron en el aire algunas advertencias familiares de no casarse con Enrique. La información se filtró a la prensa, un descuido extrañísimo en una entidad donde las noticias se maquillan hasta el punto final.
Como Mónica fue el alma inicial de la campaña, para algunos resultó inexplicable que la ola roja la fuera haciendo huraña. Se presentaron situaciones incómodas con el “¡Enrique, bombón, te quiero en mi colchón!”, en algunos mítines escuchó con molestia el “¡Enrique, mangazo, contigo me embarazo!”. Nadie dijo una palabra sobre el estado anímico o las depresiones de Mónica, mientras se halagaba y encumbraba a Enrique. Su esposo apareció un día con el pelo engominado y, con otra personalidad, más estudiada y ampulosa. Lo convirtieron en un producto publicitario.
El día de la toma de posesión eran otros. Se alzaron rumores sobre una posible separación y se recordó la solidez económica de los Pretelini Sáenz. Él también era otro, más duro y más confiado en el futuro. Como nuevo producto en el mercado, se allegó de una corte de cronistas. Además de los millonarios contratos publicitarios, el encarcelamiento y persecución de líderes sociales, la represión en San Salvador Atenco, el despido de maestros disidentes y su cercanía incurable a la industria del espectáculo, en la legislatura se aprobó una ley para darle el control de los procesos comiciales locales a través del Instituto Electoral del Estado de México (IEEM) y reposicionar a un maltrecho PRI estatal. Controlado el partido en territorio mexiquense, la segunda etapa consistiría en hacerse de aliados para apoderarse de la candidatura presidencial.
Mónica se apagó más al protestar como presidenta del DIF. Haber donado su salario para la beneficencia fue un detalle admirado, porque estaban presentes los más de 120 veinte mil pesos mensuales que cobraba su antecesora Maude. Su desencanto fue palpable porque descubrió cómo desde la gubernatura su marido empezaba a desmantelar la mayoría de los pro- gramas del DIF para la niñez mexiquense y los adultos mayores, para transferirlos a la Secretaría de Desarrollo Social, controlada por Ernesto Némer Álvarez, esposo de una prima de Enrique. Sin recursos, Mónica sería una figura decorativa.
Sintió su puesto como una condena a representar el papel sumiso de la esposa del gobernador.
Aún hay quienes recuerdan las palabras de la señora Pretelini durante una reunión celebrada con la mayoría de las presidentas de los 125 comités municipales del DIF: “No dejen que les quiten recursos, no permitan el desmantelamiento de los programas de apoyo, porque así no se puede ayudar”. Fue allí donde le metieron de nueva cuenta o un poquito más, los nombres de las amantes de su marido. Fuera verdad o no lo de las supuestas relaciones extramaritales, el caso había estallado. Lo de los otros hijos de Enrique fue como la cereza del pastel.
Peña también tuvo un arranque difícil por la exposición pública y documentada del compadrazgo, el nepotismo y el reparto de cuotas grupales en su gabinete; las demandas judiciales contra su antecesor y su negativa inicial para abrir los contratos de publicidad. Pero eso nada más fue el preludio de una tragedia mayor. Lo que estaba por ocurrir ni siquiera se comparaba con el cúmulo de chismes sobre cada una de las mujeres que pasaban por su vida y cuyos nombres llegaban puntuales a los oídos de Mónica.
El 11 de enero de 2007 comenzó con rumores de diversos calibres. Hasta se dijo que el propio gobernador habría perdido la vida en un accidente de helicóptero. Hacia las diez de la mañana la versión había cambiado: eran los dos, Mónica y Enrique, quienes habrían fallecido. Minutos después se supo que la presidenta del DIF estatal estaba internada en el hospital ABC de la Ciudad de México.
Son cuatro las versiones sobre las horas finales de la mujer. Dos de ella fueron publicadas por la revista rosa Quién. Una proviene de Claudia Pretelini, y coincide casi en todo con la del gobernador. “Cuando llegué, fue muy fuerte para mí ver a mi hermana toda entubada y conectada al aparato de resonancia. Entraban y salían doctores y enfermeras que le hacían toda clase de estudios para salvarle la vida”, recuerda Pretelini, y añade que ella y su cuñado acompañaron a Mónica en la ambulancia. El gobernador tomaba la mano de su esposa y le rogaba que no lo dejara.
Claudia recuerda que “a las 11 de la mañana del jueves, el doctor [Paul] Shkurovich [Bialik] fue muy claro con Enrique: ‘Ella ha entrado en un esta- do de muerte cerebral y no hay nada que la pueda salvar’. Peña Nieto, inconsolable, se negaba a aceptarlo. La ciencia ya había agotado lo humanamente posible, pero él aún tenía esperanza”. Las versiones de los familiares de Mónica concuerdan en que un ataque epiléptico fue el origen de los males mortales, y desmienten que la esposa del gobernador tomara pastillas para dormir o antidepresivos.
Sin embargo, a decir de Claudia, su hermana no tenía epilepsia sino una especie de crisis nerviosa, pues estaba sometida a una gran tensión debido a su trabajo en el DIF. También desmintió cualquier infidelidad de Peña Nieto y defendió la integridad moral del Ejecutivo local.
Aquel jueves 11 de enero los rumores fueron incontrolables por la falta de información oficial y porque médicos indiscretos hicieron comentarios sobre un supuesto traslado de Mónica, durante las primeras horas de la madrugada del jueves, a la Cruz Roja, cuyas instalaciones se encuentran a tres cuadras de la Casa de Gobierno, y donde no la recibieron porque ya iba muerta. Pero en esa institución nadie conocía el nombre de la rechazada. Y luego al Centro Médico de Toluca, que en realidad está en Metepec, a donde también había llegado muerta, y finalmente a un hospital del ISSEMyM.
Pasadas las diez y media de la mañana intentó aclararse la confusión. Se supo entonces, a través de portavoces, que la presidenta del DIF estatal y primera dama mexiquense estaba grave, internada en el hospital ABC de Santa Fe, en la Ciudad de México, por complicaciones derivadas de una crisis epiléptica. Hacia las once había sido trasladada a terapia intensiva. Y a la una de la tarde se confirmó: atendida por un grupo de médicos encabezados por el neurólogo Paul Shkurovich Bialik, Mónica presentaba muerte cerebral.
Al filo de las tres y media de la tarde se rompió el silencio para oficializar el fallecimiento de Pretelini. Atribuida su muerte a un brote de epilepsia tónica generalizada que le ocasionó un derrame cerebral y un paro respiratorio, la noticia cimbró a la clase política estatal. La ola expansiva le dio otros contornos a la tragedia porque, a través de esta defunción, con tintes de un negado suicidio, el electorado del país se condolió de la figura frágil del joven y apesadumbrado político viudo con sus tres hijos huérfanos. Habían estado juntos casi 14 años.
Nacida el 29 de noviembre de 1962, vivió casi siempre en la zona residencial Lomas de Tecamachalco, en el municipio mexiquense más panista: Naucalpan. Graduada en Historia del Arte y Filosofía, y con algunos diplomados a acuestas, Mónica conoció a Enrique en julio de 1993 mientras comían en El Mesón del Caballo Bayo. Fue amor a primera vista. Gracias a la intervención de su tío Montiel, él trabajaba para el exigente gobernador Chuayffet. Ella era presidenta de la Asociación de Colonos de Tecamachalco.
Él era descendiente de cinco gobernadores, de muchos presidentes municipales —de Atlacomulco y Acambay— y de dos extintos jerarcas de la Iglesia católica mexicana, pero ella no desmerecía sin tener apellido de la elite política mexiquense. Y es que tenía amplias relaciones de poder, político y económico. Puede afirmarse que, incluso, más que él.
Aquel año sellaron su destino de la manera más simple, en una comunión plena de futuro. Se casaron el 12 de febrero de 1994 en la iglesia de Santa Teresita, en Lomas de Chapultepec. Ella era una mujer atractiva, de barba partida, de ojos pequeños y muy expresivos, de frente amplia; simpática, de carácter recio, exigente y mandona. Era independiente. Él tenía 28 años, pero representaba menos. Parecía adolescente y todavía no se engominaba el pelo. Ella tenía autoridad. Como dicen algunos que la conocieron, era una mujer de mando y de mano fuerte.
Se instalaron en una casita en Toluca, propiedad del ingeniero Enrique Peña del Mazo. Fueron años de felicidad, tenían todo en común. Más tarde se mudaron al residencial La Asunción, uno de los más fraccionamientos más exclusivos de Metepec. Nada hacía presagiar ningún panorama ominoso. De hecho, el horizonte fue más luminoso en 1999, cuando, a través de un escandaloso fraude, Arturo Montiel fue impuesto primero como candidato priista y luego como gobernador “constitucional”.
Valga la exageración, todo fue mucho mejor: Enrique llegó al gabinete, más tarde ganó una diputación local y, gracias a una orden que salió de la gubernatura, a la presidencia de la legislatura mexiquense. El resto era cuestión de tiempo.
MORIR DOS VECES
Aunque la televisión hizo una cobertura discreta de las exequias de Mónica, los centenares de esquelas publicadas en los diarios durante los tres días posteriores reflejaron el impacto por el duelo. Hubo quienes consideraron que muchas se insertaron para hacerse presentes, con fines políticos, antes los ojos del gobernador, pero otras tantas apelaron a la pena real. Se hicieron familiares las imágenes de Paulina, Alejandro y Nicole, los tres hijos de la pareja, entonces de 12, diez y seis años de edad, respectivamente. La popularidad del gobernador se afianzó en su figura doliente.
La desventura sedujo a un país urgido de esperanzas y de héroes. En medio de la corrupción, las matanzas del narcotráfico, los secuestros, los asaltos y la pobreza, la muerte de aquella mujer, al margen de las extrañas circunstancias, levantó una ola de solidaridad generalizada. Como una caja de resonancia, las noticias sobre la decisión familiar de respetar la voluntad de Mónica y donar sus órganos para salvar o mejorar la calidad de vida de personas en lista de espera, fueron un bálsamo para los atribulados mexicanos.
Aun a riesgo de parecer prosaicas, en el mismo dolor brotaron sospechas y dudas por lo inusual de una muerte atribuida a la epilepsia. Eso dio lugar a otros rumores que desvanecieron la imagen de una pareja perfecta y feliz. Apenas empezaba a hablarse sobre las honras fúnebres en un mausoleo familiar de Toluca o Atlacomulco, cuando se filtró la revelación de una desacostumbrada ceremonia de cremación de los restos de Mónica.
También se desconocían los orígenes de la enfermedad, el llamado gran mal, del que nunca nadie habló y que aquejaba a Mónica desde 2005. Proliferaron asombradas versiones sobre su estado físico y emocional. Hubo quienes advirtieron que llevaba una vida normal y no presentaba signos del padecimiento mortal. Incluso se destacó que nadie se enteró jamás de la existencia de medicamentos o tratamientos especializados.
Lo que sí fue patente es que, al llegar a la gubernatura, Mónica y Enrique ya eran otros. Tenían problemas maritales. Pero a sus 44 años, su aspecto en público distaba de ser el de una mujer frágil, asustada y enferma. En todo caso, desde hace mucho tiempo la epilepsia dejó de ser mortal. Las estadísticas muestran que es rarísimo el deceso de un epiléptico si éste tiene buena atención médica, a menos que sea negligente en su cuidado. Las dosis de medicamento pueden reducirse en forma paulatina y, a la larga, las crisis pueden controlarse.
Verdad o no, salieron a la superficie el enfado de ella en la campaña, la frialdad de las últimas semanas, la crisis depresiva y una sobredosis de barbitúricos. Esto obligó al gobernador, a declarar a la revista Quién: “Mónica no se suicidó”. En esa entrevista, publicada el 21 de diciembre de 2007, confirmó versiones surgidas aquel fatídico jueves en Toluca: su esposa murió en Toluca la noche del mismo miércoles o durante las primeras horas de la madrugada del jueves, y no al mediodía del jueves en la Ciudad de México. Palabras más, palabras menos, le dijo al reportero Alberto Tavira Álvarez que en el Centro Médico, en Metepec, intentaron reanimarla y reactivar sus signos vitales, aunque ya iba con muerte cerebral.
Si debe o no ventilarse en público el tema, es el mismo Peña quien se ha encargado de llevarlo a la prensa y mantener el impulso. Aprovechó las páginas de Quién para hablar de una conspiración de aquellos periodistas que plantearon interrogantes sobre la extraña muerte de Mónica: “Cuando estás en la política, cualquier tema que pueda ser aprovechado por tus adversarios para golpearte, lastimarte o desgastarte se va a utilizar. Lamentablemente, ésas son las reglas de la política”. Para él, las dudas sembradas fueron una barbaridad ofensiva y lastimosa. “Después del fallecimiento de mi mujer, comenzaron a decir mentira y media.”
Al día siguiente del fallecimiento, otra versión atizó las contradicciones. En su columna “En privado”, publicada el viernes 12 de enero en Milenio Diario, Joaquín López-Dóriga —quizá el periodista más escuchado e influyente en el gobierno mexiquense— reconstruyó algunas escenas, enriqueciendo lo que había dicho por televisión: “Inconsciente, llegó a un hospital de Toluca, desde donde, a las tres de la mañana, la trasladó [sic] al ABC, en el que era atendida por su médico, el neurólogo Paul Shkurovich Bialik, quien a las once de la mañana diagnosticó la muerte cerebral provocada por un paro cardiorrespiratorio a las dos de la mañana, a causa de un evento convulsivo, mal del que venía atendiendo a Mónica desde hace dos años”.
Sin embargo, en enero de 2007 el doctor Shkurovich dijo a José Gil Olmos y Ricardo Ravelo, reporteros de Proceso, que al filo de las once de la mañana del jueves la paciente se agravó y fue trasladada al área de terapia intensiva. Luego se le colocaron varios catéteres para regular algunas funciones. “Poco después el médico logró restablecer su respiración por medio de un ventilador y, tras una pausa, Pretelini fue sometida a un encefalograma y en ese momento, según Shkurovich, se determinó su muerte cerebral por falta de oxigenación, lo que técnicamente se conoce como encefalopatía anóxica —daños al tallo cerebral por falta de oxígeno— y se tradujo en la verdadera causa de su fallecimiento”. Mónica obró el milagro de morir dos veces.
Las cuidadosamente ocultas y enredadas circunstancias que rodearon la enfermedad, la medicación y los tratamientos de Mónica proporcionaron los ingredientes necesarios para que se rebasara los límites de la curiosidad, en virtud de ser Enrique el funcionario de mayor peso en la entidad mexiquense. Si los problemas de la pareja se pudieron ocultar y el alejamiento en campaña quedó inscrito en el ámbito familiar, las interrogantes sobre el fallecimiento ejercieron una poderosa atracción.
¿Qué pasó aquella noche? Eso sólo lo sabe Enrique Peña. ¿Por qué la cremación? También él tiene la respuesta. El hecho es que la muerte de Mónica arremolinó las aguas de la política.
Al margen de las conjeturas, se supo que, desde al menos ocho meses antes de las convulsiones fatales, Mónica era atendida por el doctor Shkurovich, pero en Toluca se habló de un trastorno surgido en 2005. Si es exacta la versión, la campaña política supuso un gran sacrificio, aun si hubiera aprendido, como la experiencia ha demostrado en el caso de otros epilépticos, a controlar las crisis. Si desde ese 2005 apareció en forma repentina el gran mal, se lo ocultaron al público y a los funcionarios cercanos a Peña. Y el equipo de colaboradores de Mónica supo guardar un silencio sepulcral durante dos años, aunque estaba en peligro la vida de su jefa.
Conociendo la enfermedad, fue arriesgado, entonces, involucrarla en la campaña, porque provocar un ataque epiléptico es sencillo. Basta un pequeño susto para alterar el sistema nervioso central, por ejemplo, lo que desarrollaría un aura y el posterior ataque. Se ha documentado ampliamente que el inicio de los ataques también tiene relación con los estadios del sueño, sobre todo con las fases profundas. Los médicos saben que el REM —Rapid Eye Movement, en inglés; MOR, en español: Movimientos Oculares Rápidos— “es una fase anticonvulsiva, pero el resto del sueño no. Y por eso muchas crisis se presentan de noche”.
Y allí surgieron nuevas interrogantes. Si se conocía la enfermedad y sus riesgos, ¿por qué no hubo nadie para atender a Mónica en el inicio de la crisis, aquella noche del miércoles, con los recursos materiales y humanos a disposición de la gubernatura? Poquísimas evidencias públicas quedaron sobre ese problema personal de la primera dama. Física y anímicamente, Mónica parecía una mujer saludable y con muestras de entereza.
MASACRE EN VERACRUZ
Pero hay otro acontecimiento que se sumó a las dudas que continúan en el aire. El jueves 10 de mayo de 2007, en un ilógico asalto en las calles de Veracruz, asesinaron a cuatro escoltas de los hijos del gobernador mexiquense, todos elementos de elite y de confianza comisionados por la Agencia de Seguridad Estatal. La historia del atentado también está llena de contradicciones.
Para la familia Peña Pretelini todo comenzó por la noche, después de una cena en el tradicional café La Parroquia, en el malecón. Aquella era la primera celebración de las madres sin Mónica. Según los informes oficiales, pasadas las diez y media, los comensales abandonaron el restaurante. Paulina, Alejandro y Nicole, los hijos del gobernador, subieron a una camioneta Suburban negra acompañados por su tía, Claudia Pretelini Sáenz, y por otros dos adultos. Atrás, en una Durango gris plata, los escoltaban los cuatro agentes, encabezados por el experimentado Esquivel Almazán, armados con las reglamentarias armas cortas y, como apoyo, rifles de asalto R-15. Con excepción de Delgado Nabor, ninguno carecía de experiencia.
Minutos más tarde, al veinte para las once, mientras se dirigían al hotel Galerías Plaza avanzando sobre el bulevar costero Manuel Ávila Camacho y apenas cruzando la esquina con Simón Bolívar, frente a la Plaza de la Soberanía, el corazón de la zona turística del puerto, otras cuatro camionetas —dos de éstas Mitsubishi, de acuerdo con testigos— se unieron a la comitiva oficial mexiquense. En lo que pareció una acción agresiva y violenta, uno de los vehículos intentó rebasar por la derecha a la Durango para colocarse atrás de la Suburban de la cuñada y los hijos de Peña, pero lo impidió una maniobra efectiva de los guardaespaldas.
En otro rapidísimo movimiento, una de las Mitsubishi emparejó a la Durango y, ahora por el lado izquierdo, volanteó y golpeó al vehículo mexiquense, que se impactó contra la banqueta. Pero —y es necesario hacer un alto—, con dos acciones violentas, y con la delicada encomienda de cuidar a los hijos del gobernador Peña, ninguno de los cuatro escoltas supuso que eran víctimas de una agresión. Ninguno sospechó.
¿Acaso pensaron que jugaban a los autos chocones o que los conductores de las otras camionetas pretendían practicar arrancones? De forma sorprendente, todavía uno de los agentes se dio su tiempo para tomar el celular y comunicarse con Claudia Pretelini para pedirle:
—Siga usted al hotel, señora, tenemos un incidente, en seguida los alcanzamos.
Más incongruente resultó que los cuatro agentes responsables de velar por la seguridad de la familia del gobernador mexiquense hayan decidido detenerse para arreglar el “incidente” con los conductores de las Mitsubishi. La Suburban se adelantó “a toda velocidad” y se perdió calles adelante, hasta llegar al Hotel Galerías Plaza, donde se hospedaban los Peña Pretelini.
Entonces, dos de los escoltas mexiquenses se bajaron de la Durango, mostraron sus credenciales, se identificaron como policías y descubrieron, ahora sí, que algo andaba mal. Recibieron una lluvia de disparos. Entre las calles Simón Bolívar y Valencia, sobre el bulevar, fueron recogidos más de doscientos casquillos percutidos. Los dos guardaespaldas que se quedaron arriba de la Durango, en el asiento posterior, tampoco notaron ninguna irregularidad. Y tampoco tuvieron tiempo de sacar sus armas.
Dos guardaespaldas cayeron muertos al instante, a unos metros de su vehículo. Los otros dos murieron dentro de la camioneta. Inútiles fueron las escuadras y los rifles de asalto R-15. “Fue una agresión sorpresiva y violenta, y cuando la cuñada del gobernador escucha los disparos, la camioneta iba adelante, imprime mayor velocidad para huir y llegar hasta el hotel”, comentaría casi de inmediato Humberto Benítez Treviño, secretario general de Gobierno del Estado de México. Aparentemente, sin ninguna prueba, se atrevió a declarar que los agentes murieron en una confusión de narcotraficantes.
Muertos los cuatro escoltas, los asesinos abordaron sus camionetas y se perdieron en la zona turística del puerto. Minutos después llegó la policía veracruzana al lugar de la masacre e identificó a los cuerpos. Un comunicado emitido durante los primeros minutos del 11 de mayo dio cuenta del hecho, omitiendo la identidad de las víctimas. Sin embargo, la información generada en Veracruz no coincidió en algunos detalles.
En su boletín, la procuraduría veracruzana, que tampoco tenía pruebas, atribuyó la muerte de los policías mexiquenses a una confusión producto de las luchas de poder entre bandas del crimen organizado. Descartó cualquier atentado contra los hijos de Peña, porque éstos “ya se encontraban hospedados en su hotel” al momento del ataque. Luego surgió la otra versión: los custodios viajaban solos y no escoltaban a nadie.
En ese ambiente enrarecido, el procurador de Justicia veracruzano, Eme-terio López Márquez, informó que el caso había sido atraído por la PGR, aunque ésta lo negó. La Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada sólo pidió una copia certificada de la averiguación previa. Antes que los veracruzanos, el gobierno mexiquense deslindó las razones del “incidente”: no fue intento de secuestro, dijo un pálido gobernador. Tampoco fue acción de los narcos, informaba apresurado el secretario de Gobierno, quien sin evidencia alguna, señaló que una banda había confundido a los escoltas con un grupo rival y por eso había disparado. No dijo qué banda ni por qué los escoltas parecían miembros de una organización delictiva.
Un día después, en Valle de Chalco, Peña descartó que el homicidio de los escoltas asignados a sus hijos fuese un ataque dirigido a su persona o a su familia. Con base en las primeras investigaciones, señaló que el tiroteo —que no fue sino una matanza— había sido una confusión de grupos relacionados con el narcotráfico, quienes habrían visto en los guardaespaldas a los rivales de una banda organizada.
“No hay la más mínima sospecha de que se trató de un ataque personal; realmente las primeras investigaciones y conclusiones a las que llegan las autoridades son que, presumiblemente, se trató de una confusión de grupos de sicarios. Dejaré que las autoridades competentes realicen las investigaciones correspondientes.” En parte tenía razón. Por el modo de operar, al parecer los guardaespaldas conocían a sus agresores. Tal vez por eso no intentaron defenderse.
Los cuatro agentes fueron sepultados en panteones de Zinacantepec y Toluca. A los familiares les entregaron 360 mil pesos por los seguros de vida y una compensación. Se les ofreció apoyo y se les pidió la debida discreción. Todos callaron. Muy pocos repararon en que Fermín Esquivel era una de las pocas personas que conocía detalles de la vida matrimonial de Enrique Peña y Mónica Pretelini, porque su comisión oficial con la pareja no había comenzado el día de su asesinato: llevaba varios años trabajando como escolta de la familia. La figura de Esquivel se fue difuminando hasta desaparecer.
El asesinato terminó por perderse en una maraña burocrática judicial a partir del lunes 20 de mayo de 2008, cuando un comando de encapuchados irrumpió en un domicilio de la avenida 16 de Septiembre en Luvianos —un pequeño municipio al sur del estado, sumido en la pobreza y bajo el dominio de El Chapo Guzmán, Los Zetas y La Familia Michoacana—, y ejecutó al maestro Ranferi González Peña, un supervisor escolar de zona de cuarenta y cinco años de edad, considerado hasta ese momento cabecilla de los ase- sinos a sueldo de La Familia.
El homicidio fue perpetrado con al menos una decena de descargas de armas de fuego de alto poder. Los asesinos encapuchados —quienes vestían uniformes negros con las siglas de las AFI y de la ASE— abordaron dos camionetas que los esperaban y huyeron. Pero cuando la familia de la víctima aún no salía del estupor, regresaron, levantaron el cadáver y lo metieron en uno de los vehículos. Luego enfilaron en dirección a una casa de materiales, donde secuestraron al arquitecto Ranferi González Rodríguez, hijo de González Peña.
Aunque únicamente se habló de dos camionetas, vecinos de la familia recuerdan que, a las ocho y diez de la mañana, por la 16 de Septiembre apareció un convoy, instaló un retén en dos esquinas y, en un par de minutos, unos cinco sicarios descendieron de dos camionetas con vidrios polarizados, irrumpieron en el domicilio de González Peña y lo asesinaron, frente a su madre y dos de sus hermanas, de nueve y diez años de edad.
En las calles de Luvianos nadie habla. Se respira el miedo. Pero todavía se recuerda que, en los días previos a la ejecución y al secuestro, allegados al maestro Ranferi —hermano de Alberto González Peña, El Coronel, jefe de una célula de Los Zetas en la zona, desde donde lo ascendieron a Veracruz— abrieron la boca y alardearon sobre algunas propiedades “liberadas” luego de una incursión al puerto de Veracruz para silenciar a un grupo de agentes del Estado de México.
La segunda semana de enero de 2012, un documento abrió nuevas interrogantes. Perdida en un expediente sobre delincuencia organizada, de más de 5 mil fojas, en la averiguación previa PGR/SIEDO/UEIDCS/231/2008, aparece la transcripción de llamadas —de un teléfono intervenido— en las que un par de narcotraficantes da a conocer pormenores de la ejecución de los cuatro escoltas de la familia Peña Pretelini.
Hasta la aparición de este libro, la transcripción de las conversaciones sostenidas a lo largo de 24 llamadas, nunca se había hecho pública.
La explicación legal es clara: “Mediante la presente diligencia —el día 12 de agosto de 2008 ante el licenciado Fernando Moreno Alonso, agente del Ministerio Público federal— se procede a verificar el contenido de un disco compacto, el cual tiene la leyenda escrita ‘24 llamadas extraídas de un teléfono celular marca Sony S500i’ para lo cual se utiliza el equipo de cómputo oficial que se encuentra dentro de las instalaciones que ocupa esta Unidad de Investigación de Delitos Contra la Salud en su Coordinación General ‘C’. Una vez que se procedió a verificar el buen funcionamiento del equipo de cómputo, así como la claridad de las bocinas que de fábrica se integran como accesorio, equipo marca Lenix, se procede a insertar el disco compacto motivo de la presente diligencia procediendo a verificar su contenido, para lo cual se logra apreciar lo que a continuación se transcribe”.
Las llamadas se transcriben en 42 hojas tamaño oficio y, desde el inicio, dejan en claro que se trata del Estado de México.
“—Entonces la situación es que, andan sobre varias cabezas. Acá también en el estado.
“—Ajá.
“—Hay algunos cambios, Fabián dice que se iba para el Distrito Federal, Pepe Manzur. El licenciado y los [...] se presentaron hoy. Y ya les marcaron un arraigo. Aunque es domiciliar, él está muy bien, el pedo es que tu hermano, bueno pues habló mucho y lo puso pero gacho a él.
“—Ajá, ajá. ”—La cosa es desafanar la bronca y que se desafane la mayoría”. El “Pepe Manzur” al que se hace alusión en la página dos de ese documento es José Manzur Ocaña, ex delegado de la PGR en el Estado de Mé-xico. Como referencia, valga recordar que es medio hermano de José Manzur Quiroga, actual presidente de la legislatura del Estado de México, así como ex subsecretario general de Gobierno en los sexenios de Peña Nieto y de Arturo Montiel.
Aunque prácticamente en cada una de las páginas se hace alusión al Estado de México, es al llegar a las primeras líneas de la página 14 cuando aparece pleno el tema de la ejecución de los cuatro escoltas de la familia Peña Pretelini:
“—Nada más Manzur. Hay la posibilidad de que se vaya a Veracruz. Pero con éste, Miguel [Fidel] Herrera, lo pidió para allá por una chamba especial que se hizo para el gobernador.
“—Ajá, ajá —responde Eduardo ”. —Entonces pues, le dan en la madre a los de seguridad de Peña Nieto. “—Sí, sí, sí —lacónica es la respuesta de Eduardo”. Más claro, ni el agua: el Estado de México mató a los escoltas de Mónica. Mató los últimos momentos que de ella se pudieran recrear. Paradójicamente, no hay nada claro. De cara a los comicios presidenciales de 2012, Enrique Peña Nieto tiene tras de sí algo más que una profecía, una noble estirpe política y religiosa y la fuerza del Grupo Atlacomulco. El ex gobernador que ha sabido explotar su imagen de galán de telenovela, particularmente entre las mujeres, para ganar popularidad, necesitará mucho más olfato y pericia de los que ha demostrado, para conseguir sortear los escollos que ha ido poniéndole en el camino su propio pasado. Llegar vivo a las elecciones, pese a los escándalos y a lo que aún permanece oculto, es el reto de Peña. Que no lo logre, es la esperanza de las huestes lopezobradoristas.