Ana Cristina Ruelas
21/11/2016 - 9:11 am
El diablo está en los archivos
La semana pasada, en el Senado de la República, se presentó por fin la iniciativa de Ley General de Archivos. Después de ires y venires, reniegos de la Subsecretaría de Enlace Legislativo, opiniones contradictorias del Archivo General de la Nación y muchos cambios en las propuestas hechas, el texto impulsado por un grupo plural de […]
La semana pasada, en el Senado de la República, se presentó por fin la iniciativa de Ley General de Archivos. Después de ires y venires, reniegos de la Subsecretaría de Enlace Legislativo, opiniones contradictorias del Archivo General de la Nación y muchos cambios en las propuestas hechas, el texto impulsado por un grupo plural de organizaciones de la sociedad civil, historiadores y archivistas por fin se discutirá.
La relevancia de la Ley General de Archivos es mayor, más aun en un país que aspira a una verdadera rendición de cuentas: los archivos y la gestión documental son elementos necesarios para la lucha contra la corrupción y la impunidad.
Si bien el texto que presentó la Senadora Laura Rojas mejora notoriamente el marco legal vigente, todavía hay detalles por los que vale la pena insistir para que se ajusten y otros por lo que habría que quemar las banderas.
Dentro de los primeros, aplaudo que la iniciativa respalde la consulta pública e irrestricta de los archivos históricos y reconozca que la gestión documental apuntala el conocimiento social de la verdad y fomenta la memoria.
Sin embargo, para que estas intenciones no resulten vacías se requieren procesos de valoración documental multidisciplinarios y transferencias secundarias más estructuradas. ¡Ahí está el detalle! Aunque puedan parecer inocuos, los procesos de valoración y de transferencia secundaria hacen toda la diferencia. Si no se les reconoce a los documentos su valor histórico y si no se obliga a las autoridades que en efecto hagan transferencias secundarias a archivos históricos a través de plazos forzosos, el archivo de concentración puede ser todo un cuello de botella para los documentos históricos.
Retrocedamos un poco en el tiempo. La regulación que en 2012 se introdujo en materia de archivos, puso fin a prácticas antiquísimas de archivística y consulta historiográfica y en su intento de conciliar la protección de datos personales con el acceso a archivos, impuso límites en la accesibilidad y la disponibilidad de los documentos históricos, orillándolos a la censura. ¿Recuerdan el “cierre” de la Galería 1 del Archivo General de la Nación?
Hasta la fecha, las autoridades justifican la clasificación de información confidencial dentro de documentos históricos, apelando a que la protección de datos personales es irrenunciable aún para los muertos. Un proceso adecuado de valoración documental reconocería, sin embargo, que los valores primarios de los documentos (como aquel) necesariamente se agotan y sólo restan los secundarios como motivo de la conservación en un archivo histórico.
Asimismo, son necesarios límites temporales para que los documentos históricos permanezcan en los archivos de concentración y se transfieran a los archivos históricos. Así sucede en una gran cantidad de países. La regla suele variar entre 25 y 30 años: Colombia, Argentina, Estados Unidos, por poner algunos ejemplos. Sin estos plazos forzosos, se corre el riesgo de que la protección ad eternum de los datos personales sea un argumento instrumental para continuar censurando la información histórica.
Suficientes fueron cuatro años de censura histórica –que ha llevado al escenario ridículo de testar documentos de hace más de 150 años. La iniciativa propuesta busca revertir esto. Pero cuidado: para hablar de consulta pública e irrestricta de los archivos históricos requerimos que existan documentos históricos debidamente valorados y que estos, en efecto, lleguen a los archivos históricos. En estos detalles puede estar el diablo de la iniciativa.
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