Militar porfiriano que se convirtió en estratega de Francisco Villa, la singularidad de Felipe Ángeles se muestra en cada uno de sus rasgos de carácter –compasión, reserva, dignidad, sentido crítico, determinación, valentía.
Ciudad de México, 21 de septiembre (SinEmbargo).- Este relato de la vida de Felipe Ángeles es una reivindicación de la escritura de la historia como género literario. Vívida, emocionante, llena de penetración y amplia en su perspectiva, esta biografía no retrata solamente los hechos de una vida, sino los saberes, las convicciones, los sueños y las figuras ideales que la inspiraron. Describe también ese gran movimiento de las mentes y los cuerpos que es una revolución, a cuya dinámica Ángeles supo subordinarse, a cuya marea ascendente se unió, con comprensión y respeto, sin someter su pensamiento ni abdicar de sus propios modos de estar en el mundo.
Dos veces enviado al destierro por resultar incómodo a sus colegas del Ejército Federal, combatió a los zapatistas en Morelos sin éxito y sin saña; estuvo junto a Madero hasta las últimas horas de la Decena Trágica; se apartó con desagrado de Carranza y sus políticos, y halló en cambio su lugar al servicio de las tropas tumultuarias e indóciles de la División del Norte, a las cuales colaboró a llevar a sus más grandes triunfos hasta la toma de Zacatecas, punto culminante que decidió el destino de la Revolución mexicana.
Militar porfiriano que se convirtió en estratega de Francisco Villa, la singularidad de Felipe Ángeles se muestra en cada uno de sus rasgos de carácter –compasión, reserva, dignidad, sentido crítico, determinación, valentía–, en sus costumbres disciplinadas, en su particular noción de la lealtad y de la desobediencia necesaria, en su visión científica de la guerra aunada al ideal romántico de vida heroica y bella muerte. De tal héroe peculiar da cuenta esta biografía, minuciosa y exacta, que se lee como una apasionante novela.
Poer cortesía de Ediciones Era, le compartimos a nuestros lectores, en exclusiva, el primer capítulo del libro El estratega, de Adolfo Gilly.
1. Un domingo a las seis de la tarde
“Circulan alarmantísimos rumores, no confirmados, de que en casi todo el país estalló la revolución”: así decía el lunes 21 de noviembre de 1910 el encabezado de la primera plana de El Tiempo, diario católico de la Ciudad de México.
Sonaba casi como un eco hecho realidad del Plan de San Luis, aquel singular documento donde Francisco I. Madero llamaba al pueblo de México a rebelarse armas en mano: “He designado el domingo 20 del entrante noviembre, para que de las seis de la tarde en adelante, en todas las poblaciones de la República se levanten en armas bajo el siguiente Plan”.
Para esta revolución, cuyas fecha y hora se anunciaban en público desde inicios de noviembre cuando empezó a circular el Plan, Madero había estado reuniendo adhesiones, recursos y armas a uno y otro lado de la frontera norte, como conspirador práctico y no como el soñador que a veces nos pintan.
En carta a José María Maytorena desde San Antonio, Texas, el 26 de octubre, Madero explicaba las razones de esta publicidad sobre una conspiración:
La fecha que he fijado de un modo definitivo y que por ningún motivo variaré es el día 20 de noviembre próximo. Como me parece muy importante que el levantamiento sea simultáneo y general en toda la República me he decidido a decir la fecha en el Manifiesto, a fin de que no haya vacilaciones en el ánimo de ninguno de nuestros correligionarios.
En la misma carta pasaba Madero al aspecto práctico de la cuestión, las armas, del cual por otra parte ya se estaba ocupando personalmente:
Si quiere usted que le mande armamento, puede usted situarme algunos fondos para ello. Tengo ofrecimiento de unas carabinas Springfield que eran las que usaba antes el ejército americano y que me ofrecen a $ 1.50 oro cada carabina. El parque vale $ 20.00 el millar. También me ofrecen Beaumont de repetición, de cinco tiros, también del ejército americano, a $ 1.75 y el parque a $ 30.00 millar.
A continuación, Madero esbozaba un plan concreto de las prime- ras acciones armadas en Sonora:
Así que usted puede calcular lo que le pueda mandar de armamento y decirme a qué punto de la frontera, a fin de que la víspera o la antevíspera de que se rompan las hostilidades pueda pasarse ese armamento ya en son de guerra y armar a todo Cananea, pues si logran ustedes que Cananea caiga en manos nuestras, será fácil interrumpir las comunicaciones ferrocarrileras para que manden fuerzas federales a batirlos y en muy pocos días puedan organizar un cuerpo formidable para libertar todo el estado de Sonora. En caso de que esta operación tuviese algunas vías de seriedad, quizás sería conveniente que usted personalmente la encabezase, por ser el que tiene más probabilidades de éxito.
De este modo, además de proponerse repartir armas a toda la población minera de Cananea, instaba al futuro gobernador a ponerse al frente de la insurrección. Y no sólo eso, pues así proseguía la carta:
No sé si habrá usted explorado el ánimo de algunos jefes y oficiales de la guarnición, pues casi todos los oficiales y jefes jóvenes simpatizan casi abiertamente con nosotros, y estoy seguro que llegado el momento se pasarán. El portador de la presente le lleva una clave para que con ella me escriba usted.
En esta mezcla de realidades prácticas y materiales en cuanto al armamento inicial y de sueños insurreccionales acerca de la disposición de muchos a tomar esas armas, se sustentaban los términos del llamado con que concluía el Plan de San Luis:
Conciudadanos: No vaciléis pues un momento: tomad las armas, arrojad del poder a los usurpadores, recobrad vuestros derechos de hombres libres y recordad que nuestros antepasados nos legaron una herencia de gloria que no podemos mancillar. Sed como ellos fueron: invencibles en la guerra, magnánimos en la victoria.
Una proclama paralela invitaba al Ejército Federal a la insurrección: “voltead las armas contra el enemigo común”, decía, e invocaba como ejemplo en ese año de 1910 “la brillante actitud del ejército portugués que, colaborando eficazmente con el pueblo, logró derrocar a la caduca monarquía para sustituirla por el glorioso régimen republicano”. La revolución portuguesa había ocurrido el 5 de octubre de ese año, el mismo día en que Francisco I. Madero fechó el Plan de San Luis.
Madero esperaba una insurrección inmediata y general. “Según los datos que tengo es casi seguro que toda la República responderá desde luego a mi llamado y que por lo menos veintiún estados se levantarán en armas entre el 19 y el 20 de noviembre”, escribía en su carta de octubre a Maytorena. Y, una vez más, al cierre de la misiva volvía a su obsesión sobre la cuestión de las armas:
Escríbame sus cartas en sobre para los Srs. F. Croos & Company Bankers y la carta dentro de otro sobre dirigida a mí. Si usted gusta mandarme algunos fondos para que le remita armamento, puede mandarme en endose ya sea a mí o a esos banqueros. Quizás usted tenga oportunidad de adquirir sus armas en San Francisco, California, lo cual sería mejor porque más pronto estarían en su destino. Ya que va a jugar el todo por el todo, creo muy conveniente que hagan un esfuerzo usted y sus amigos, pues con unos cuarenta mil pesos pueden comprar armamento suficiente para asegurar el éxito de su campaña. En espera de sus gratas noticias, quedo su amigo que mucho lo aprecia y su atto. s. s.
Fco. I. Madero
Ese 21 de noviembre casi toda la República Mexicana estaba tranquila o al menos así lo parecía. En la ciudad de Puebla, Aquiles Serdán sí había preparado una rebelión armada para la fecha y hora señaladas. Fue descubierto y tuvo que adelantar la acción al 18 de noviembre, cuando la policía ya se le venía encima. Rodeado en su casa por fuerzas muy superiores, se resistió con las armas a su alcance y lo mataron junto con parte de su familia, mientras otros fueron apresados. Allí al menos la revolución parecía concluida. En tanto, allá en el Norte, en el pequeño pueblo de Cuchillo Parado, Chihuahua, los núcleos maderistas se habían sublevado y remontado a la sierra el 13 de noviembre, a la espera de que llegara el día 20.
Francisco I. Madero, puntual, había cruzado el río Bravo el 20 de noviembre antes del amanecer. En el lugar y a la hora convenidos no aparecieron las armas ni los hombres. Por fin, pasadas las cuatro de la tarde llegó Catarino Benavides. En lugar de los trescientos hombres previstos venían apenas diez con cuatro carabinas, seis pistolas y escaso parque. Sin disparar un tiro, decepcionado pero no desalentado en sus propósitos, Madero se regresó a Estados Unidos para intentar un nuevo inicio, ahora desde Nueva Orleáns.
La mirada de Friedrich Katz, al considerar este momento, registra una excepción que iba a tener larga historia:
La única rebelión seria que tuvo lugar en noviembre y diciembre de 1910, cuando la mayor parte del país estaba aún tranquilo y en paz, sucedió en el estado de Chihuahua. Pero lo que en efecto ocurrió allí fue algo más que un simple movimiento armado o un alzamiento. Fue una verdadera insurrección de las masas.
Cuando Francisco I. Madero lanzó su llamado, pudo equivocarse en su evaluación de las fuerzas que constituirían el núcleo de la revolución, pero acertó en esencia al juzgar que México estaba maduro para un levantamiento revolucionario.
Sin embargo, vista en ese día tanto desde los puestos de mando de los conspiradores como desde el gobierno federal, la rebelión armada del 20 de noviembre había fracasado. Así lo registró en los días sucesivos toda la prensa de la capital, El Tiempo incluido. El 25 de noviembre el embajador de México en Estados Unidos, Francisco León de la Barra, informaba al secretario de Relaciones Exteriores sobre el tenor de sus gestiones en Washington:
el agitador Madero se halla en territorio de los Estados Unidos y como claramente ha violado las leyes de neutralidad, el embajador de México se permite comunicarlo al Departamento de Estado con la seguridad de que el gobierno norteamericano dará una nueva prueba de su respeto y de su amistad a México ordenando que se aprehenda a dicho individuo.
En otras latitudes del gran territorio mexicano sombras varias se movían. Pero, aun siendo visibles, desde aquellos lugares sus contornos no eran todavía discernibles: como la guerra de Troya de Jean Girau- doux, la revolución maderista no había sucedido. Y sin embargo...
Y sin embargo, la proclama de rebelión armada, cívica y democrática llamada Plan de San Luis Potosí, además de declarar en su artículo 1o nulas e inexistentes las elecciones celebradas en junio y julio de 1910 y de desconocer en su artículo 2o el gobierno de Porfirio Díaz y demás autoridades provenientes de esas elecciones –“el fraude electoral más escandaloso que registra la historia de México”–, traía en su artículo 3o una carga de profundidad que para los pueblos rurales de la vasta latitud mexicana daba contenido y sentido a su llamado:
Abusando de la ley de terrenos baldíos, numerosos pequeños propietarios, en su mayoría indígenas, han sido despojados de sus terrenos, ya por acuerdo de la Secretaría de Fomento, o por fallos de los Tribunales de la República. Siendo de toda justicia restituir a sus antiguos poseedores los terrenos de que se les despojó de un modo tan inmoral, o a sus herederos, que los restituyan a sus primitivos propietarios, a quienes pagarán también una indemnización por los perjuicios sufridos. Sólo en el caso de que esos terrenos hayan pasado a tercera persona antes de la promulgación de este plan, los antiguos propietarios recibirán indemnización de aquellos en cuyo beneficio se verificó el despojo.
La palabra maldita: despojo, la que condensa en sus tres sílabas todos los abusos, los desprecios, las vejaciones y las humillaciones por parte de los poderosos, los hacendados y los señores de tierras y vidas, sufridos durante generaciones y generaciones, era lanzada por un señor de aquéllos, despojado ahora de sus derechos y de su victoria electoral. El llamado a tomar las armas no venía de un desposeído, un pobre, uno que trabajara con sus manos, sino de uno de esos señores y era sincero, como lo había probado con los recorridos, los actos y las palabras de su campaña electoral y con la cárcel sufrida en consecuencia.
Ahora bien, en el vasto Norte mexicano, donde la vida de cada día se confundía –se confunde aún, que nadie se engañe– con el díscolo Oeste al otro lado de la frontera, las sencillas y varias armas de mano estaban en las casas de los rancheros y los vaqueros y los mineros, y en la costumbre y los modos de usarlas según los saberes y la experiencia de los hombres y las mujeres que habían nacido, crecido y vivido en aquellas latitudes y habían sufrido humillaciones, desprecios y despojos. ¿Cómo no alzarse en armas, como lo hicieron, al grito de “ahora es cuándo”?
Así nació en aquellas tierras de frontera la Revolución mexicana.
Por esos días el coronel Felipe de Jesús Ángeles Ramírez estaba en Francia en misión de estudio y perfeccionamiento iniciada en marzo de 1909 en la Escuela de Aplicación de Fontainebleau y después en la Escuela de Tiro de Mailly. En 1910 había participado en las maniobras del ejército francés en la frontera con Alemania.11 Andaba entonces por sus cuarenta años de edad.
Cuando comenzó la revolución maderista se encontraba en la ciudad de Orleáns. El 24 de noviembre de 1910 envió desde allí un mensaje a la Secretaría de Guerra y Marina pidiendo su regreso a México para reincorporarse a las filas del Ejército Federal:
Toda la prensa de Francia informa de que en México ha estallado la guerra civil. Por ello creo que en realidad nuestro país está envuelto en una lamentable guerra fratricida. Deseo compartir la amargura común y espero que se me llamará y se utilizarán mis servicios en el ejército con un mando de tropas. Tengo el honor, mi general, de hacer a usted presentes mi subordinación y respeto.
“Amargura común” y “guerra fratricida”, decía el coronel, y concluía con un pedido: “mando de tropas”. En el texto iba implícita una opinión sobre la situación política que nadie le había solicitado ni tocaba a un coronel dar desde Europa. Por otra parte, las noticias de los periódicos franceses eran confusas, contradictorias y a veces alarmistas. En la carta, que denotaba una cierta impaciencia por el regreso, Ángeles se apresuraba a dar su propia interpretación. Recibió rápida y escueta respuesta. El 13 de diciembre de 1910 el Departamento de Artillería de la Secretaría de Guerra y Marina le informó: “no hay nada de cierto en lo que la prensa de Francia publica. El país está tranquilo y si desgraciadamente ocurre algo, se le llamará a usted, como desea”.
Allá en México, en ese mes de diciembre, el país no estaba tan tranquilo. Algo ya había ocurrido. El día 3 Calixto Contreras, vecino de Cuencamé, Durango, había invadido la hacienda de Sombreretillo con doscientos hombres armados. En Chihuahua, Pascual Orozco, el día 4, con quinientos hombres armados había tomado Ciudad Guerrero. Maclovio Herrera y Guillermo Baca, el 6, habían ocupado San Pablo Balleza. Abraham González y Toribio Ortega desde el día 6 tenían bajo asedio a Ojinaga.
El 11 de diciembre, Francisco Salido con unos cuatrocientos cincuenta hombres había atacado Cerro Prieto, bien guarnecido por novecientos federales al mando del general Juan J. Navarro. Las fuerzas federales, superiores en número, en mandos y en organización, rechazaron a los atacantes. En la retirada, Francisco Salido murió. El general Navarro ordenó el incendio de casas de supuestos partidarios de Pascual Orozco, el fusilamiento de varios vecinos de Cerro Prieto y otras represalias. Según los relatos de la época, éstas fueron feroces:
Aunque las bajas fueron pocas en ambos bandos, Navarro consiguió muchos prisioneros y quiso dar un fuerte escarmiento a los rebeldes. Mandó rematar a los heridos con el uso de bayoneta y a varios de ellos ordenó quemarlos vivos. Entre ellos a dos de los más queridos de Orozco, uno de ellos su tío Alberto Orozco. Algunas mujeres del pueblo, de las que se sabía eran parientes o simpatizantes de los insurrectos, ordenó Navarro cintarearlas en público. Entre las víctimas inocentes, “pacíficos” como les llamaban, fusilaron a veintidós personas, entre ellas tres ancianos mayores de ochenta años. Todos los informes de la época coinciden en que esto acabó de inflamar los ánimos de los serranos y finalmente contribuyó a una gran simpatía popular hacia Orozco y su gente.
En represalia, en Ciudad Guerrero, ocupada por los orozquistas, fueron fusilados Urbano Zea, ex jefe político de la ciudad, y otros pri- sioneros.16 La guerra tomaba su color oscuro. La represión cruel de Cerro Prieto tendría secuelas para el general.
Pascual Orozco Vázquez, que por entonces frisaba los treinta años de su edad, pertenecía a una familia acomodada de la región, que cultivaba sus propias tierras. Su padre, también Pascual, nacido en 1859, había sido simpatizante del Partido Liberal y el 19 de noviembre de 1910 se había alzado en armas al llamado del Plan de San Luis. El hijo trabajó como agente de carga para el mineral de la compañía Río de Plata y manejaba también sus propias recuas con sus arrieros para otros encargos: “En San Isidro compraba todo el metal que lo llevaba un montón de arrieros”. Conocía la sierra, sus caminos y sus gentes. “Su autoridad tradicional había crecido gracias al apoyo de sus numerosos familiares, diseminados por todo el distrito de Guerrero, y de sus muchos amigos”, anota Friedrich Katz. Estaba relacionado con los estadounidenses del ferrocarril y de las minas y, según los informes federales, “era un gran tirador de carabina”. No tardaría en adquirir fama y mando propio en la insurrección que se iba extendiendo por el Norte.
“El país está tranquilo” respondía, a mitad de ese diciembre, la Secretaría de Guerra y Marina al impaciente coronel Felipe Ángeles, “y si desgraciadamente ocurre algo, se le llamará a usted, como desea”. Algo estaba ocurriendo: Chihuahua, Durango, Coahuila, el Norte se habían alzado en armas, y en los combates de esos días se estaba formando lo que después vendría a ser la División del Norte. Allí esperaba su suerte al coronel.