La guerra duró tres décadas, más o menos. Es difícil determinar los tiempos exactos de este tipo de cosas: tanto los principios como los finales son nebulosos. Un huracán ha devastado la isla: sí, vino el lunes y se fue el jueves, pero ¿qué vientos cálidos, qué helados fenómenos lo han venido gestando, desde dónde y desde cuándo? Se ha terminado: las fotos de los damnificados ya no amargan el café matutino, pero ¿se ha terminado o seguirá muriendo la isla? Pero para contar una historia, al igual que para contar la Historia, se eligen principios, finales, puntos de inflexión. La guerra, entonces, duró unas tres décadas. La vida no se detuvo y el amor tampoco aunque corriera la sangre: en la guerra están esas pasiones necesarias para seguirse levantando a entrenar, para defender las fronteras, transportar la ayuda humanitaria, reconstruir los monumentos caídos. Están esas pasiones de fénix, que nos regeneran y nos remolcan del mundo de los muertos y de vuelta a la vida, que nos golpean el pecho y nos electrifican hasta que cada uno de nuestros poros está despierto y atento a las caricias, a los besos nuevos de sabores exóticos que traen los soldados extranjeros, esos soldados que son el enemigo pero son también dedos y piel y sobrevivencia. Amores de tanques que aplastan, de hierros que marcan, candentes, la carne. Amores de cabalgatas por territorios hostiles, de minas ocultas bajo cada paso, de caros rescates a cambio de prisioneros moribundos. Amores de tiempos de guerra.
Se fue el tornado y los damnificados siguen llevando a sus perros en canastas de mimbre sobre la cabeza a través de ríos de aguas negras, pero los perros ladran y sobrevivirán. Pasó la tragedia, mató a quien le tocaba y dejó al más fuerte o al más afortunado, y empezaron las legislaciones: los ejércitos volvieron a sus respectivas plazas a besar a mujeres desconocidas, se izaron banderas blancas, las aves fénix se guardaron en forma de ceniza en sus urnas. Se declaró la independencia y se enviaron cartas de agradecimiento a las madres de los caídos. Enterramos a los muertos que teníamos y hasta comenzamos a bromear acerca de las bombas y la guerra. Se nos fueron los soldados y las minas, y nuestra tierra fue más nuestra que nunca, y nuestra casa fue más nuestra que nunca y nos costó sangre, lágrimas y entrañas.
El fin de la invasión nos cayó como una tormenta de plumas: suave y ligera pero agobiante y cegadora. ¿Qué vendrá ahora, con lo que llega? ¿Es la aurora tan cálida como aparenta o son estallidos a lo lejos? ¿Quién mandará en esta nueva tierra? ¿Qué forma han de tener las nuevas esculturas? ¿Cómo curamos a los mutilados, cómo consolamos a las madres, con qué alegría confeccionamos pasteles celebratorios? Ante todo, sobre todo: ¿qué hacemos con las municiones que nos quedan, con el odio que habíamos guardado, con la fantasía del enemigo siempre disponible? Caen las plumas y el horizonte se aclara. Se acaba la celebración y barremos el confeti. Se reparten las despensas básicas y, de nuevo, sigue la vida. ¿Qué hay después de la guerra? No lo sabíamos. Otra guerra. La miseria. Algún tirano oportunista, alguna tragedia natural que termine de aflojar los cimientos de nuestras pirámides. Pero no. Después de la guerra viene la paz y no se le reconoce a la primera. Llegan los migrantes frescos y llenos de esperanza, las tierras horadadas dan frutos dulces y jugosos, las perras sobrevivientes han parido cachorros inocentes que corren felizmente por prados de trigo nuevo, corto de estatura y regado con lluvia limpia de nubes blancas.
Nos sentamos en las terrazas y tomamos limonada, leemos libros alegres y dejamos de hablar de la guerra. Nacen niños regordetes, se bebe vino que casi es jugo de uva, sin añejar, sin sabor a madera ni a pólvora ni a bodega. Se quemaron los álbumes pero a nadie le importa: ahora se hacen retratos con grandes pinceles y chillantes colores. Y un día no anunciado llega a nuestra terraza un extranjero que ignora que esta es una aldea sobreviviente. Él ve campos frondosos, árboles de troncos flexibles, alimentos elaborados por manos de jóvenes y cachorros juguetones. Esto que ves, le explican los lugareños, no son surcos de siembra. Son heridas hechas con hachas y martillos. Sí, pero se filtra por ahí el agua, observa, y crecen mejor las hierbas. Estas hierbas que halagas, le explica una amarga comadre, una mujer de antes de la guerra, cansada y adormecida, estas hierbas son hierbajos que atraen insectos y hacen que los viejos tropiecen. ¡Que aprendan los viejos a saltar!, sugiere con flamante sonrisa, y hace reír a los niños. Los hierbajos hacen excelentes infusiones y así y así fue por toda la tierra encontrándola bella y llena de promesa.
Llega el extranjero a nuestra terraza y la vida sigue y el amor sigue aunque la sangre se haya secado, aunque la mocedad termine. Llega el que no sabe de nuestros prisioneros y crímenes y no tiene que perdonarnos nada. Sus batallas fueron libradas lejos, muy lejos de aquí, y el camino le ha borrado los rencores y le ha dejado las lecciones. Cantamos juntos con voces dispares y los niños bailan. Dormimos sin sobresaltos y poco a poco se dejan de esperar las pesadillas que antes acechaban sin descanso. El extranjero trae especias para nuestras comidas y hombros para nuestras frentes y pronto deja de ser El Extranjero y empieza a ser Él, simplemente. La tierra no tiene que ser conquistada para ser cosechada, dice. Vienen días de bellas imperfecciones, de leer historias con perros ladradores en el regazo. Vienen días de humanidad sin pretensiones, de sonrisas sin razón, de miradas que llegan sin necesidad de largas filas. Llegan la abundancia de caricias, las tardes de infusiones y los abrazos bien fuertes, los que hacen que nuestros huesos encajen mejor. Amores de vino, conversaciones y almohadas compartidas. Amores de soltar el aire, de voltear al cielo para ver volar a las aves y no para esperar la caída de los misiles, de llorar y esperar el consuelo que siempre llega. Amores del que se acomoda en su propia silueta, del que puede darse sabiendo que se le toma, de besos largos, de crepúsculos que no dan miedo, de lunes que se sienten como viernes. Amores de tiempos de paz.