Timothy Shaddock disfrutó el mar las primeras semanas abordo de su catamarán. El viento estaba a su favor y el barco lleno de provisiones, incluso para su perra Bella. No obstante, la alegría no duró para siempre. Poco tiempo después llegó la tormenta. La corriente cambió de dirección y perdió el control. “Es hipnótico, como si estuvieras en un remolino, es otro mundo”, explicó.
Por María Verza
Manzanillo, México, 21 de julio (AP).— Detrás del náufrago australiano que esta semana fue rescatado por un buque atunero a casi dos mil kilómetros de la costa de México tras meses a la deriva, hay un hombre solitario y amante del mar que dos veces intentó dar un giro a su vida: primero, al dejar su trabajo en una firma informática y aprender a navegar; después, al mudarse a México y lanzarse a cruzar el Pacífico.
La segunda vez algo se torció.
Timothy Lyndsay Shaddock, de 54 años, compró un pequeño catamarán hace dos años en la turística ciudad de Puerto Vallarta, en parte porque necesitaba un lugar donde vivir —y la embarcación tenía “vistas al mar”, bromeó—, pero también porque quería navegar por su cuenta hasta la Polinesia francesa.
“Por supuesto, vivir en un barco y navegar en un barco son dos cosas diferentes; eso fue mucho más que un reto”, reconoció en una entrevista con AP al día siguiente de regresar a tierra firme, el martes, en el puerto mexicano de Manzanillo, barbudo y flaco pero sin poder dejar de sonreír y lleno de agradecimiento hacia quienes le salvaron la vida.
Comenzó su preparación para el gran viaje de la única manera que vio posible para probar el bote y probarse él mismo: navegando. Primero viajes cortos, poco a poco travesías mayores. El lugar elegido fue el Mar de Cortés que separa el México continental del noroeste de la península de Baja California porque tiene tierra firme a ambos lados y es difícil naufragar ahí.
“Aprendes de tu cuerpo, lo que puedes llevar, cuánto puedes dormir… lo que se ha estropeado en la barca, cuánta comida necesitas, cuanta gasolina… y entonces sales de nuevo, ves lo que pasa, lo anotas y te haces más fuerte en cada viaje”.
Shaddock era consciente de que su margen de tiempo se estrechaba. Tenía claro que necesitaba salir antes de la temporada de huracanes y se acercaba el final de abril. “Era o ahora o no podría permitirme esperar un año más”.
Cuando se lanzaba al mar nunca sabía si ese sería el inicio del gran viaje o si tendría que volver. Pero “hay un momento en el que te vas y lo más probable es que ya no te detengas”, explicó.
“Recuerdo ese día muy bien porque cuando alcancé el Pacífico, el viento y la corriente me llevaban… y ya no puedes regresar”.
Shaddock quería sentirse solo “ahí fuera, es parte del viaje”. Pero no lo estaba.
Cuando llegó a México, en junio de 2020 y en plena pandemia, vivió un año en San Miguel de Allende, una ciudad colonial del centro del país donde encontró a Bella, una perra callejera marrón y negra que ya no quiso separarse de él.
Le seguía a todas partes, incluso cuando se lanzaba al mar o las veces que intentó buscar un hogar pensando que el bote no sería lo más adecuado para ella. “Pero dijo ‘No, quiero ir en ese viaje'” afirma el australiano.
Las primeras semanas navegando, con el viento a favor y el catamarán lleno de provisiones, radio, computadora y hasta croquetas para Bella, Shaddock disfrutaba del mar. No olvida la noche en que dejó de ver la costa a principios de mayo, aunque las fechas le bailan un poco. “Estaba sorprendido de cómo se movía el bote, se sentía tan bien, navegar bajo la luna en la dirección perfecta”.
A las pocas semanas de viaje llegó la tormenta. La corriente cambió de dirección y perdió el control del catamarán. “De repente estás a la deriva, moviéndote en círculos, el viento cambiando todo el tiempo, las olas moviéndose en muchas direcciones; es hipnótico, como si estuvieras en un remolino, es otro mundo”.
Shaddock observaba el mapa en su computadora. “Cuando ves que vas hacia… atrás te das cuenta de que estás en problemas”.
La pesadilla acababa de empezar. La tormenta inutilizó su bote, lo dejó sin aparatos electrónicos, sin vela, sin cocina. En otra entrevistas dijo que mantuvo la capacidad de contactar con el exterior vía satelital pero no lo hizo. No está claro por qué.
Los días se convirtieron en una sucesión de jornadas en las que tenía que sacar fuerzas de flaqueza para arreglar todo lo roto, para recoger el agua de la lluvia, para pescar todo lo posible. Le abrumaba pensar qué pasaría si al día siguiente le podía el cansancio mientras constataba que su situación era cada vez más crítica.
Shaddock dijo que intentaba buscar la felicidad en su interior meditando, lanzándose al agua y, por supuesto, junto a Bella. Su compañera de viaje le animaba a seguir adelante, dijo. También se desahogaba escribiendo. “Traté de grabar en esas máquinas pero… un trozo de papel es más tangible… no tienes que encenderlo ni es electrónico”.
Pensó que moriría en esa travesía hasta que el sonido del helicóptero del barco atunero que buscaba cardúmenes le vio. Se sintió revivir. El piloto Andrés Zamorano, la primera persona con la que habló y que se volvió su amigo más cercano, cree que Shaddock se autoimpuso la tarea de cuidar y alimentar a Bella más que a sí mismo y que esa obligación moral le ayudó a sobrevivir.
Con ella compartía el pescado crudo. Cuando perdió el arpón y se complicó pescar, cazaba las aves que se posaban en el bote.
El 12 de julio le rescataron a casi dos mil kilómetros de la costa y en el catamarán desvencijado solo quedaban latas de sardinas y croquetas para Bella, contó Zamorano.
Un Shaddock flaquísimo y una perra casi más gorda que su dueño, bromeó el piloto, fueron recibidos en la cubierta del Maria Delia con el cariño y solidaridad que el australiano solo atribuye a las gentes del mar. El capitán Óscar Meza le ofreció los primeros auxilios. Los marineros se encargaron de las llagas en las patas de Bella.
Poco a poco la salud de Shaddock, al principio muy precaria, mejoró con una mejor dieta. ”Subía al puente todos los días a la hora que quisiera y tomábamos un cafecito, platicábamos”, recordó Meza. Mientras, la perra se convirtió en la gran mimada del buque.
El atunero encontró un enorme banco de peces dos días después del rescate con el que llenó la bodega y y regresó. “Ver a los delfines cuando tratan de pescar el atún… Sientes su magia, la magia de la libertad, la verdad de por qué estamos vivos”, comentaba Shaddock al recordar la escena.
Al pisar tierra firme el martes, se fundió en una abrazo con Antonio Suárez, presidente de la empresa dueña del atunero, un empresario veterano que dijo sentirse impactado por la mirada del australiano: unos ojos azules llenos de vida. Le agasajó con banquetes durante la semana y le adoptó como su más cercano y nuevo amigo. Aún habla cariñosamente de él como “nuestro náufrago”.
Bella desembarcó después de Shaddock con el nuevo dueño que el australiano había elegido: un sinaloense encargado de la pequeña lancha del barco y gran amante de los animales. “Ella es más valiente que yo, de eso estoy seguro”, dijo a modo de homenaje de despedida.
Al preguntarle sobre los motivos para separarse de la perra, contestó: “La embajada australiana fue la tomó la decisión por mí”. Las leyes para viajar allí con animales y que sean aceptados son muy estrictas.
Feliz y agradecido con sus salvadores, agotado de atender a la prensa o a la gente que le pide fotos y le mira como un milagro viviente, terminó la semana intentando encontrar aunque fuera unos minutos para volver a estar solo.
Teóricamente, sus planes son regresar a Australia donde están sus padres, su hermana y su hija que, según dijo riéndose, quiere venir a México a buscarle y “tal vez” llevarle a casa.