Para Sylvia Sánchez Alcántara
1.
Pocas iglesias me conmueven tanto como la Igreja do Carmo en Lisboa. Es un sitio que me da paz. Como me la dan las pequeñas capillas de los pueblos mexicanos. No la fastuosidad de la Capilla del Rosario en Puebla, sino la austeridad de San Sebastián Mártir en Chimalistac, el barrio en el que vivió Santa, la protagonista de la novela de Federico Gamboa, hace más de cien años. O la Iglesia de la Recolección en Antigua Guatemala destruida, como la portuguesa, por un terremoto en el siglo XVIII. O la minúscula sinagoga de Tomar, la más antigua de Portugal. Lugares de paz, de comunión, de recogimiento, aun para quienes no somos religiosos. Lugares en los que suelo permanecer en silencio y –si se puede- enciendo una vela, como la que encendí hace apenas unos días en la capilla más pequeña de San Nicola di Bari. Elevo una suerte de plegaria laica que me hace recordar el sentido último de la belleza y la poesía.
Muchos de estos sitios en que nuestros antepasados buscaron acercarse a algún dios que los protegiera, han recibido el embate implacable de la realidad: temblores, incendios, inundaciones, o simplemente el paso del tiempo, han dejado allí su marca. Hoy son espacios con cicatrices. Como nuestra piel, como nuestra memoria. Quizás sea por eso que me conmueven tanto.
Regreso a Lisboa, a la Igreja do Carmo, para pensar en el cuerpo herido de Notre Dame. Si lo monumental busca esconder las cicatrices; los vestigios las muestran. Construir la aguja de la catedral francesa que vimos caer en llamas costó decenas de vidas de los trabajadores. Tantas que se negaron a construir una segunda torre porque sabían que estaría también cargada de muerte. Hoy la marca que ha quedado allí nos hará imposible olvidarlo. Hoy Notre Dame es un cuerpo herido.
(Mientras escribo, ha empezado la polémica por la reconstrucción de la aguja y las millonarias donaciones de los principales grupos empresariales de Francia. “Hay dinero para la catedral, dicen los ‘chalecos amarillos’, pero no para combatir la pobreza”. A la polémica yo agrego mi granito de arena totalmente intrascendente y que comparto sólo con ustedes: dejen que Nuestra Señora de París luzca con orgullo sus cicatrices. Como escribió Borges: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido”.)
2.
9 de abril de 2019. El día en que mi madre hubiera cumplido 82 años, una noticia me estremece: en conferencia de prensa las Abuelas de Plaza de Mayo anuncian que han encontrado a la nieta 129. Cuarenta y dos años después de su nacimiento en uno de los tantos centros de detención y tortura del ejército argentino, esas sedes del infierno por las que pasaron un número cercano a los 30 mil asesinados y desaparecidos, y donde nacieron alrededor de 500 niños, una mujer podrá abrazar al padre que no dejó ni un instante de buscarla.
Las Abuelas abrieron brecha, inauguraron caminos que convierten el duelo y el dolor por la más terrible de las pérdidas, en fuerza de lucha y de solidaridad. La ética y la búsqueda de la justicia son sus banderas.
Dice Estela de Carlotto en el prólogo del libro Restitución de niños, “Nada fue fácil. Tuvimos que aprender, crear, recrear, innovar, crecer y, sobre todo, cambiar. Porque nada estaba escrito sobre cómo hacer lo correcto para no dañar aún más a ese precioso vástago, el hijo o hija de nuestros hijos (…) Trabajamos por nuestros nietos -hoy hombres y mujeres-, por nuestros bisnietos -que también ven violado su derecho a la identidad-, y por todos los niños de las futuras generaciones, para preservar sus raíces y su historia, pilares fundamentales de toda identidad.”
Gracias a las Abuelas, entre muchas otras cosas, se creó el Banco Nacional de Datos Genéticos, y se reconoció el Derecho a la Identidad como fundamental en la convención Internacional sobre los Derechos del Niño. Es decir, el derecho a tener una historia, una memoria. Y de ahí, de la memoria más antigua surge, muchas veces, la punta del hilo que llevará a estos niños, hoy jóvenes adultos, a encontrar la salida del laberinto de mentiras en el que han crecido. “Nuestros nietos que han estado en cautiverio junto a su mamá en la panza, han recibido cantos, cuentos, voces, nombres, todo hacia dentro, porque eran ellos dos solos; mientras viviera el hijo, vivían ellas. Eso es lo que llevan adentro los chicos sin darse cuenta”.
Así, cada uno de los nietos recuperados tiene una historia que contar, un sonido, una sensación, una imagen, a veces sólo un deseo, también recuperado. La verdad de la sangre.
¿Qué queda en el cuerpo de la madre? ¿Qué cicatrices guardan esos restos amados que aún hoy tantas y tantos siguen buscando?
3.
Tras los pasos de Antígona se llama el documental del Equipo Argentino de Antropología Forense. Una noticia leída casi por azar en el periódico llevó a las Abuelas a buscar al investigador estadounidense Clyde Snow, quien alguna vez había dicho “los huesos pueden ser rompecabezas, pero nunca mienten”. Fue Snow quien, invitado por ellas convocó a antropólogos, arqueólogos y médicos para la exhumación e identificación de los restos de los asesinados por la dictadura y fundó así el EAAF. A partir de este trabajo se creó posteriormente el Banco Nacional de Datos Genéticos.
“El Banco garantiza la conservación de los perfiles genéticos de las Abuelas y sus familias y realiza los análisis que permiten la identificación de los nietos apropiados. A mediados de la década del 80, en conjunto con varios organismos gubernamentales, Abuelas elaboró un proyecto de ley para la creación de un Banco Nacional de Datos Genéticos (BNDG) de familiares de chicos desaparecidos, que en mayo de 1987 se convirtió en la ley N° 23.511.
Esta norma permitió dejar establecidas las condiciones prácticas que posibilitarán la identificación de los nietos aunque las Abuelas no estén más, ya que es imposible saber cuándo serán localizados.”
Desde 1986 los miembros del grupo han trabajado en más de cincuenta países de América Latina, África, Europa y Asia; en lugares como Bosnia, Angola, Timor Oriental, Croacia, Kurdistán Iraquí, Kosovo y Sudáfrica. Porque Creonte ha reinado en infinidad de países, y condenado a infinidad de hermanas y hermanos, madres y padres a buscar los restos de sus seres queridos.
El video cuenta la historia del equipo, el proceso de formación, los modos en que trabajan, el vínculo con los organismos de derechos humanos, y los desgarradores procesos de duelo por los que pasan las familias de las víctimas en los casos en que se han recuperado e inhumado los restos de sus seres queridos décadas después de su muerte. “Tras los pasos de Antígona” es también así un ejercicio de compasión.
El aparato represivo busca arrebatarle al desaparecido no sólo la vida sino también la dignidad de su propia muerte, y a la vez les arranca a los que quedan cualquier posible certeza, la esperanza se vuelve dolorosa; a un hermano vivo se lo espera, a uno muerto se lo entierra. ¿Y a un hermano desaparecido, Antígona?
4.
Quizás ninguna otra obra de la narrativa latinoamericana cuenta con mayor detalle y a la vez con mayor idea de celebración de la vida el ritual personal que cada uno puede realizar con los cuerpos amados como lo hace Marta Dillon en Aparecida (Buenos Aires, Sudamericana, 2015) contando en primera persona el encuentro con los restos de su madre, secuestrada y asesinada por la dictadura argentina. “Después, los huesos. Chasquido de huesos, bolsa de huesos, huesos descarnados sin nada que sostener, ni un dolor que albergar. Como si me debieran un abrazo. Como si fueran míos. Los había buscado, los había esperado. Los quería” (p.33).
El entierro de “cuatro huesos y una calavera” –todo lo que queda de Marta Taboada- es una amorosa ceremonia de reencuentro y despedida.
También yo podría tener frente a mí la pequeña urna con las cenizas de mi madre. Como San Jerónimo tenía una calavera. Memento mori. No la tengo. Ella eligió mezclarse con la tierra y el agua a la orilla del río. En la memoria las escenas se mezclan: creo recordar que vamos en un bote, mi padre remando como remaba tantos domingos por ese delta que era su hogar, los cuatro hijos en esa imagen somos pequeños, aún no nos sentimos huérfanos y por eso confiamos en su capacidad de mantener el bote sobre las aguas a pesar de las olas que producen las lanchas al pasar a toda velocidad junto a nosotros. Entre los cuatro sostenemos la urna.
Obviamente la escena no es real. Mi madre murió hace doce años, sus hijos ya éramos todos adultos, y mi padre no iba remando. Sí estábamos en el río, dentro de una lancha taxi, y no sabíamos cómo sostener esa urna que llevaba su cuerpo. Quizás tampoco supimos sostener su cuerpo vivo. Ella eligió ese espacio, una casa a la que bautizaron como “El regreso”: un jardín, una azalea, el Carapachay que refleja el cielo de ese invierno sin fin.
Pero no todos pudieron elegir su lugar. Ni los míos ni los otros que también son míos. Abrazar aunque sea huesos, enterrar aunque sea ceniza. A veces ni eso. Nos siguen faltando miles. Nos faltarán siempre aunque tengamos los huesos, aunque tengamos las cenizas. Aunque, como en el Amazonas, amasemos con ellas el pan que nos volverá uno con quienes ya no están.
5.
Vivimos en una tierra inclemente. Hablo ahora de México, mi otra patria, mi otra matria. Hablo de América Latina toda.
“¿Qué país es éste, Agripina?”, le preguntaba aquel hombre a su esposa, sentada en la iglesia con uno de sus niños sobre las piernas, el día en que llegaron a ese pueblo llamado Luvina. ¿Qué país es éste?, escribió Juan Rulfo en uno de los cuentos más desolados que se han escrito en nuestra lengua.
Qué país es éste en que un día cualquiera cuarenta y tres estudiantes pueden desaparecer como desaparecen las horas del día, esfumarse, deshacerse en el aire atroz que respiramos. Qué país es éste que permite que sean disueltos en ácido tres chicos que querían hacer cine, pero pasaron por el lugar equivocado en el momento equivocado. La noticia que nos llegó desde Jalisco, la tierra de Rulfo, tiñe sin duda todo lo que podamos decir.
Qué país es éste donde las madres y los padres tienen que organizarse para salir a buscar fosas clandestinas con la esperanza de que allí, en alguna de ellas, esté el cuerpo de su hija o de su hijo. Madres y padres que han aprendido a reconocer el olor de un cadáver entre todos los otros olores que guarda la tierra. Con un método rudimentario que incluye varillas, mazos y el olfato que se ha ido entrenando para percibir el olor a muerte. Se hacen llamar “rastreadores”, “sabuesos”, “cascabeles”.
Cuando encuentran una fosa se abrazan en torno a esos cuerpos amados. El hijo de una es el hijo de todas. Reliquias sagradas.
Las cicatrices nos unen, nos hermanan. Los huesos, los restos, las dolidas reliquias religiosas y laicas. Las de la Igreja do Carmo, las de Notre Dame, las de Acteal, las de las pieles tibias de las madres latinoamericanas. Estamos y estaremos con ellas. Abrazándolas. Siempre.
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