Primero fue el maíz y después la humanidad porque, de acuerdo a numerosos relatos, son los dioses que al no fijar en la arcilla, piedra o madera el material idóneo para la creación, hallaron en el maíz una sustancia tierna y obediente a la que añadieron su sangre divina para formar cada uno de los miembros de un cuerpo que habría de ser Adán y Eva. El maíz es nuestra carne, sangre, sudor y cada uno de nuestros cabellos.
Por Emanuel Bravo Gutiérrez
Ciudad de México, 21 de marzo (SinEmbargo).- Cuando era niño siempre me llamó la atención que, al sentarnos a la mesa, mi padre iniciara la comida con la siguiente oración: “pásame el tlaxcalli”. Por costumbre, sabía que se refería a las tortillas de maíz. No obstante, por mucho tiempo pensé que se trataba de una palabra que él había inventado, como suele hacer con otras tantas palabras a las que él añade insólitos prefijos y sufijos; otras veces creaba adjetivos exuberantes y extraños verbos que a veces solo aparecían una vez en su conversación. Mientras fui niño consideré la palabra tlaxcalli un condimento lingüístico y endémico de nuestra habla familiar. Años después supe su etimología náhuatl.
Al leer el número 79 que Artes de México dedica a Los Mitos del maíz, a mi mente vuelve de nuevo esa palabra (y otras tantas más), no solo por el origen náhuatl, sino por la inmensa cantidad de historias que siento tan propias y que rodean a este alimento que, de acuerdo a las investigaciones de Richard McNeish sobre el origen y domesticación del maíz (investigaciones citadas por Arturo Warman en su exhaustivo artículo titulado “La historia de un bastardo”): “Las primeras mazorcas que aparecieron en Tehuacán, de apenas dos centímetros de longitud, fueron fechadas aproximadamente unos 5000 años antes de nuestra era” (p. 50). Para ser más exactos, dichos descubrimientos fueron hechos en cuevas de Coxcatlán (pueblo de donde es originario mi padre).
Cada vez que vuelvo a Tehuacán para visitar a mi familia, me gusta observar la rotonda donde se encuentra el Monumento a la identidad de la ciudad: un conjunto escultórico que muestra a un hombre que eleva hacia el cielo una mazorca. En las líneas de la estatua puede hallarse su vocación mitológica, el maíz es un alimento prometeico del que Salvador Novo refiere lo siguiente en “El maíz, nuestra carne”: “Cuando el dios Quetzalcóatl aplica su sagacidad para descubrir la ubicación de aquella montaña de sustento, de la cual la hormiguita arriera trae a duras cuestas el grano de maíz, intentar acercarlo a los hombres reconstruidos por el dios” (p. 39). Quetzalcóatl es nuestro Prometeo, pero su fuego no es rojo, sino de llamas verdes que crecen en un incendio de milpas. Salvador Novo también aplica al maíz el adjetivo de proteico, pero no por razones proteínicas, sino por: “proteico por las mil formas en que el ingenio prehispánico se sirvió del maíz”. Y es que no puedo concebir otro alimento que haya alcanzado una versatilidad tan inverosímil: memelas, quesadillas (con o sin queso), picaditas, gorditas, enchiladas, totopos, tostadas, chalupas, huaraches, panuchos, salbutes, pozoles, esquites, tamales… y la lista sigue y sigue. Porque no importa su preparación, tostado, cocido, evaporado o frito, el maíz siempre arrancará suspiros de comelones. Tantas máscaras que los aztecas designaron todo un panteón de acuerdo a la forma en que se manifestaba a su pueblo:
Xilonen – diosa para el maíz tierno
Ilamatecuhtli – diosa del maíz maduro
Centéotl – creador del maíz
Tonantzin – diosa que mantiene el cultivo del maíz
Chicomecóatl – creadora de las tortillas y dadora de vida
Xipe Totec – renovador de las cosechas
El maíz vuelto deidad está presente con igual fuerza en la cosmovisión maya, al ser este una entidad protagónica en textos sagrados como el Popol-Vuh y, de acuerdo a Mary Miller y Simon Martin, en “El dios maíz”:
“El ideal de belleza en sus miembros aspiraba a la forma perfecta de este dios. Los músculos del torso y de las extremidades podían ser equiparados con el grueso tronco de la planta y sus hojas. Una cabeza hermosa, de frente larga, era análoga a la corona de la mazorca. Y se creía que los mechones gruesos de cabello, que se equiparaban con los pelos brillantes del elote, garantizaban la fertilidad y abundancia” (p.18).
Primero fue el maíz y después la humanidad porque, de acuerdo a numerosos relatos, son los dioses que al no fijar en la arcilla, piedra o madera el material idóneo para la creación, hallaron en el maíz una sustancia tierna y obediente a la que añadieron su sangre divina para formar cada uno de los miembros de un cuerpo que habría de ser Adán y Eva. El maíz es nuestra carne, sangre, sudor y cada uno de nuestros cabellos. “A nosotros mismos nos comemos cuando nos llevamos un bocado a la boca hecho con maíz. Y ésta sería la única forma de antropofagia con que los vanos quisieron reducir a los indios a la condición de bestias” (p.29), explica Andrés Henestrosa.
El culto pervivió tras la evangelización de los indígenas como bien lo atestiguan las fiestas dedicadas a San Miguel Arcángel en Chiepetepec, Guerrero, donde los campesinos llevan sus milpas y mazorcas para bendecirlas en el altar de las iglesias; o bien las vibrantes ofrendas de maíz en las fiestas de la Santa Cruz en Zitlala. A partir del sincretismo de ambas religiones surge también el Elocruz: “escultura de maíz que simula una cruz y que representa a Jesucristo. Este símbolo es usado en el ritual de Tlamanes, en la huasteca potosina, donde es adornada con un paliacate y un collar de cempasúchil” (p. 60).
De tanto comerlo, el maíz también se filtró a nuestros dichos como los recopilados por Susana Gonzáles Artories: “Dar atole con el dedo”; “No li’ hace que duerman alto. Echándoles maíz se apean”; “Le está lloviendo en su milpita”; “Éste no siembra maíz por miedo a las urracas”. Y mi favorito: “El que tenga más saliva, traga más pinole” (pp.54-55).
Por último me gustaría mencionar el trabajo impecable que realizó Leonardo Vázquez Conde en la dirección de diseño para este número, donde texto y fotografía encuentran una simbiosis perfecta y evocadora.