Los migrantes que están en este refugio, en su mayoría de Haití, pero también de Centroamérica y América del Sur —y, más recientemente, de Rusia— desconfían profundamente de los rumores agitados sobre la nueva política.
Por Giovanna Dell’Orto
REYNOSA, México (AP). — Decenas de migrantes hacen dos largas filas para recibir las bendiciones de unos sacerdotes católicos visitantes que oficiaron una misa en el refugio Casa del Migrante de esta ciudad mexicana, separada de Texas por el fronterizo río Bravo (que Estados Unidos denomina Rio Grande).
Una vez concluidos los servicios religiosos, varios se amontonan nuevamente alrededor de los tres jesuitas, preguntándoles sobre los próximos cambios en la política de Estados Unidos que pondrían fin a las restricciones de asilo de la era de la pandemia. Se espera que eso resulte en que aún más personas intenten cruzar la frontera entre Estados Unidos y México, lo que se suma a unas cifras de detención de migrantes ya inusualmente altas.
“Todos ustedes van a poder cruzar en algún momento”, asegura el padre Brian Strassburger a los casi 100 asistentes a la misa. “Nuestra esperanza es que con este cambio va a ser menos tiempo. Mi consejo es, tengan paciencia”, agrega el cura en español, mientras un migrante haitiano traduce a lengua criolla (creole).
Cada vez es más difícil transmitir ese mensaje de esperanza y paciencia, no sólo para Strassburger, sino también para las monjas católicas que administran este refugio y los líderes de numerosas organizaciones religiosas que desde hace mucho tiempo han asumido la mayor parte del cuidado de decenas de miles de migrantes en ambos lados de la frontera.
Los migrantes que están en este refugio, en su mayoría de Haití, pero también de Centroamérica y América del Sur —y, más recientemente, de Rusia— desconfían profundamente de los rumores agitados sobre la nueva política. Un Juez ordenó que la restricción conocida como Título 42, que sólo afecta a ciertas nacionalidades, finalice el miércoles. Pero la restricción de asilo, que se suponía que se levantaría en mayo, aún está en litigio.
Los líderes religiosos que trabajan en la frontera son cautelosos con lo que está por venir. Esperan que las tensiones sigan aumentando si se imponen nuevas restricciones. Y si no, tendrán dificultades para albergar a un número cada vez mayor de recién llegados en albergues que ya saturados y reubicarlos rápidamente en un entorno político volátil.
“La gente está llegando porque le falta poco a que se vaya a abrir el puente. Pero no creo que Estados Unidos va a decir, ‘OK, todos!'”, afirma el pastor evangélico Héctor Silva, quien tiene 4 mil 200 migrantes abarrotados en sus dos refugios en Reynosa, y aún más abarrotados frente a sus puertas.
Las mujeres embarazadas tienen las mejores oportunidades de ingresar legalmente a Estados Unidos para solicitar asilo y hay un número asombroso de ellas en los refugios. Les toma hasta tres semanas, bajo libertad condicional humanitaria. Las familias esperan hasta ocho semanas y los adultos solteros pueden tardar tres meses, explica Strassburger en la Casa del Migrante, a donde viaja desde su parroquia de Texas para celebrar misa dos veces por semana.
La semana pasada, el centro albergó a casi 300 personas, en su mayoría mujeres y niños, en literas apretadas con colchonetas entre ellas. Los hombres esperan en las calles, expuestos a la violencia de los cárteles, afirma la hermana María Tello, una monja de las Hermanas de la Misericordia y quien dirige la Casa del Migrante.
“Nuestro desafío es poder servirles a todos los que viene llegando, que encuentren un lugar digno de ellos. Así como salen entran: salen 20, entran 30. Hay muchos afuera que no podemos atender”, recalca.
Edimar Valera, de 23 años, huyó de Venezuela con su familia, incluida su hija de dos años. Cruzaron el notoriamente peligroso Tapón del Darién, donde Valera casi se ahoga y muere de inanición. Tras llegar a Reynosa y escapar de un secuestro, la mujer y su familia hallaron refugio en la Casa del Migrante, donde han estado desde noviembre a pesar de tener un patrocinador en McAllen, Texas, a 16 kilómetros (10 millas) de distancia.
“Tenemos que esperar y puede ser bien para uno y para otro mal. Uno no sabe qué hacer”, dice la migrante, quien recibe algo de consuelo en la misa y las oraciones diarias, donde le pide a Dios ayuda y paciencia.
También allí está Eslande, de 31 años, quien se fue de Haití hacia Chile. Ella está en su segundo intento de cruzar a Estados Unidos después de no encontrar ayuda adecuada para la discapacidad de aprendizaje de su hijo pequeño. En la Casa del Migrante lee el Evangelio en voz alta y en criollo durante la misa, un recordatorio de los tiempos más felices cuando su padre distribuía la comunión.
“Tengo fe que voy a entrar” a suelo estadounidense, dice, hablando en el español que aprendió en el camino. Como muchos migrantes, solo dio su nombre de pila, temiendo por su seguridad.
Las tensiones aumentan más rápido que las esperanzas, ya que no está claro quién podrá cruzar primero.
Cualquier cambio podría hacer crecer el cuello de botella, señala el reverendo Louie Hotop, que deja donaciones de productos de higiene en uno de los refugios del pastor Silva, una zona vigilada y bardada con hileras de tiendas de campaña muy juntas entre sí.
Incluso si se retira el Título 42 y se permite que miles más ingresen a Estados Unidos, los solicitantes de asilo aún enfrentarían enormes retrasos en las labores de procesamiento y pocas posibilidades de aprobación. El asilo se otorga a quienes no pueden regresar a sus países por temor a la persecución por motivos específicos, por lo que el hambre, la pobreza y la violencia generalmente no cuentan.
Es un camino largo e incierto el que queda por delante, incluso para los alrededor de 150 migrantes en un centro básico en McAllen, Texas, donde pasan los sacerdotes jesuitas después de sus visitas a Reynosa. Las familias admitidas legalmente en Estados Unidos, o detenidas y liberadas, descansan en el gran salón administrado por Caridades Católicas antes de viajar para unirse a sus patrocinadores.
Cargando su equipo para la misa y unos altoparlantes pesados, los sacerdotes ofrecen a los migrantes ayuda espiritual y práctica, como escribir en un papel “Estoy embarazada ¿Puede pedir una silla de ruedas para llevarme a mi puerta?” para una mujer hondureña embarazada de ocho meses de su primer hijo y aterrorizada por viajar al aeropuerto.
El cura Flavio Bravo admite que ese apoyo tiene “un sentido de escuchar, acompañar. No es tanto resolver el problema inmediato. Ellos traen historias de trauma, de vida, que hay que valorizarlas”.
La hermana Norma Pimentel, una destacada defensora de los derechos de los migrantes, que ayudó a quienes cruzaban la frontera hace cuatro décadas y ahora dirige Caridades Católicas del Valle del Río Grande, en Texas, afirma que las personas religiosas deberían impulsar una reforma para ayudar a los migrantes, no convertirlos en peones políticos.
Estima que las políticas actuales no responden a las realidades que se enfrentan, agrega Pimentel, quien abrió el centro de bienvenida en 2014 para la primera gran oleada de asilo de este siglo.
En la actualidad, el cruce fronterizo más activo está a unos 1.300 kilómetros (unas 800 millas) de distancia: entre Ciudad Juárez, en México, y el vecino El Paso, Texas. Ronny, de 26 años, se entregó a las autoridades estadounidenses allí y fue trasladado en avión a McAllen porque “por Juárez estaba colapsado”, afirmó la semana pasada en el refugio de Pimentel.
Él y su familia salieron de Venezuela a pie en septiembre porque se oponían al régimen y su salario era demasiado bajo para comprar comida. Tiene una cita de inmigración el próximo mes en Nueva York, donde vive su patrocinador, pero no tiene dinero para llegar allí.
En su primera noche libre en Estados Unidos, buscó la ayuda de Dios, siguiendo la misa desde la distancia para no dejar el delgado tapete donde dormían sus hijos.
“Siempre le pedimos a Dios por todo. Siempre”, asegura.
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