Fabrizio Mejía Madrid
20/11/2024 - 12:05 am
La Tercera Guerra Mundial
“Tal parece que somos incapaces de imaginar una guerra nuclear como una posibilidad y por eso nos engañamos a nosotros mismos al creer que algo tan inimaginable no podía suceder realmente”.
https://youtu.be/IMgVstD93q4
“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, dijo célebremente el teórico de las artes, Frederick Jameson. Es una frase que describe el clima posterior a la caída del Muro de Berlín y la extinción de la Unión Soviética. No obstante que Rusia, los Estados Unidos, China, India, Pakistán o Israel seguían teniendo cabezas nucleares, la desaparición del socialismo soviético como régimen terminó con el imaginario de una destrucción final. Es como si una Rusia capitalista fuera menos peligrosa que una soviética. Como si Estados Unidos, que ha sido el único país en arrojar dos bombas nucleares contra poblaciones civiles, ya no tuviera la motivación para volverlo a hacer. Si lo piensan es demencial que nos hayamos olvidado de que seguñian existiendo las armas nucleares sólo porque una de sus partes en conflicto adoptó el capitalismo como modelo económico.
Durante medio siglo, el mundo fue capaz de imaginar una guerra, la nuclear, que sólo podía simularse porque, de existir, sería el final de la humanidad y del planeta. Tras el final del socialismo existente, comenzó a recorrernos otro tipo de desenlace, ya no tan abrupto como las nubes radioactivas de hongos nucleares que arrasaban con todo a su paso, sino el cambio climático con la extinción paulatina de todas las especies, costas que desaparecían, indundaciones y sequías donde nunca antes habían existido. Pero en días pasados, el permiso del Presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, para que Ucrania atacara a Rusia con misiles dirigidos satelitalmente de origen estadunidense, puso de nuevo en la mirada colectiva la posibilidad de la guerra nuclear, la tercera y última de la humanidad. Sin embargo, el anuncio no generó la angustia que hubiera desencadenado en, por ejemplo, 1983. Seguimos hablando del G-20, de si Trump tenía o no mayoría del voto popular, de si Javier Milei se humilló ante Lula. ¿Por qué hicimos como que la amenaza no era tan real como en 1962 con la crisis de los misiles en Cuba? ¿Por qué decidimos voltear para otro lado en espera de que Trump y Putin se pongan de acuerdo para pacificar Europa? ¿Por qué, en vez de salir a protestar a las calles, las poblaciones de Finlandia y Suecia se dedicaron a leer los folletos de sus gobiernos en caso de un ataque nuclear? ¿De dónde nos salió esa capacidad de negar el peligro evidente? Esa pregunta es la que trataré de explorar en esta videocolumna.
Lo primero que debo decir es que el término “guerra fría”, que terminó por designar un periodo de medio siglo de la humanidad, fue acuñado por George Orwell en un artículo de periódico del 19 de octubre de 1945 llamado “Tú y la bomba atómica”. El que más tarde nombraría al totalitarismo como Gran Hermano y a la propaganda como “neolingua”, habló en este texto de un nuevo concepto. Escribe Orwell: “Por varios indicios se puede deducir que los rusos aún no poseen el secreto de fabricar la bomba atómica; por otra parte, la opinión generalizada parece ser que la poseerán dentro de unos años. Así pues, tenemos ante nosotros la perspectiva de dos o tres superestados monstruosos, cada uno de los cuales posee un arma mediante la cual millones de personas pueden ser aniquiladas en unos pocos segundos, dividiendo el mundo entre ellos. Se ha asumido bastante apresuradamente que esto significa guerras más grandes y sangrientas, y tal vez el fin real de la civilización maquinista. Pero supongamos (y en realidad éste es el acontecimiento más probable) que las grandes naciones supervivientes lleguen a un acuerdo tácito de no utilizar nunca la bomba atómica unas contra otras. Supongamos que sólo amenazan o la utilizan contra personas que no pueden tomar represalias. En ese caso volvemos a donde estábamos antes, con la única diferencia de que el poder se concentra en menos manos y que las perspectivas para los pueblos sometidos y las clases oprimidas son aún más desesperadas”. Sigue Orwell en 1945: “Cualquiera que haya visto las ciudades en ruinas de Alemania encontrará la idea de la destrucción de la humanidad al menos imaginable. Sin embargo, si se mira el mundo en su conjunto, durante muchas décadas la tendencia no ha sido hacia la anarquía sino hacia la reimposición de la esclavitud. Puede que no estemos encaminados hacia un colapso general, sino hacia una época tan terriblemente estable como los imperios esclavistas de la antigüedad. El tipo de visión del mundo, el tipo de creencias y la estructura social que probablemente prevalecerían son las de un Estado que fuera a la vez INCONQUISABLE y en un estado permanente de “guerra fría” con sus vecinos. Se prolongará indefinidamente una paz que no es paz”.
Orwell había dado en el clavo de lo que significaría una guerra final, la tercera, que no podía ser llevada a cabo salvo como amenaza y que haría de los poseedores del arma nuclear poderes intocables. No es que Orwell estuviera contra las armas en general, sino sólo contra las que podían usar sólo una élite muy poderosa del planeta. De hecho, su artículo comienza apreciando el valor que tuvieron los rifles para hacer revoluciones populares, pero abomina estas armas que requieren un saber tecnológico secreto, como la bomba atómica.
Pero vayamos más allá de 1945. Dos años después, en el boletín de Edward Teller de los científicos atómicos se empezó a publicar un reloj con la hora del final total, que se puso a la media noche. Primero lo fijaron en siete minutos para las doce y, en 77 años se ha movido 25 veces. Pero lo que sorprende del uso de este reloj es que no se movió por ejemplo, en la crisis de los misiles en Cuba en 1962, y que retrocedió entre 1987 y 1991 por los tratados de reducción de armas nucleares. Así, más que medir los riesgos, mide la supuesta capacidad diplomática para alejarlos. Ahora, el reloj ha avanzado a 90 segundos del final, cuando Biden, estúpidamente, le ha dejado a su sucesor, Donald Trump y a Vladimir Putin el espacio para que “salven al mundo” y se vistan de gloria planetaria.
Pero voy al segundo punto de esta videocolumna, una vez establecida la idea de la Guerra Fría, es decir, de una que no se libró en un conflicto sino en lo que se dijo sobre la anticipación del conflicto. La bomba atómica fue más ideológica que cualquier otra arma en la historia porque significó el sometimiento de las poblaciones de Estados Unidos, la Unión Soviética y las dos partes de Europa con simulacros de ataques, bunkers bajo tierra, y la propaganda de que todo ese arsenal tenía como objetivo disuadir al otro de no usarlo. Pero este relato que sometió a poblaciones a una especie de calma de desalentar al enemigo con la acumulación de armas, no era realmente lo que perseguían sus propagandistas. Un ejemplo que desnudó esa mentira, fue el del falso documental que produjo la BBC de Gran Bretaña en 1965 y que ella misma censuró y no transmitió hasta veinte años después. Se trata de War Game de Peter Watkins donde se simula un ataque a la región de Kent en Inglaterra. La BBC fue sometida a censurarla por el Ministerio del Interior y el de la Defensa porque la película ponía de manifiesto, no la disuasión a las armas soviéticas y chinas, sino el caos social que se desataba entre los sobrevivientes. En algún momento, un personaje se lamentaba, incluso, de no estar muerto. Se desencadenaban los motines, saqueos de comida, y los asesinatos entre los pobres que no habían muerto con la explosión. La película mostraba no el patriotismo que respondía a un desafío extraordinario como un ataque soviético, sino al colapso del Estado y de la ley y el orden. Ante los motines, surgía un Estado policiaco que destruía las mismas libertades que se suponía que la Guerra Fría pretendía defender. Así, la guerra nuclear no se mostró como una puesta en escena del nacionalismo o de la defensa de las libertades contra el totalitarismo, sino que alentaba justo una dictadura policiaca para contener sus efectos. Y la BBC tardó veinte años en ponerla en sus pantallas, ya cuando Carl Sagan había hablado del “invierno nuclear” en televisión, es decir, de la nube de escombros que taparía durante años la entrada de los rayos solares a la atmósfera y la consecuente hambruna que sobrevendría. La transmitió cuando ya se había exhibido en la televisión estadunidense, El día después, The Day After, que reflejaba el drama de esa línea de batalla de la Guerra Fría que fueron los estados del medio oeste de los Estados Unidos, como Misouri y Kansas, donde están los silos de cabezas nucleares, con su contaminación tóxica. Así que, realmente, el tema nuclear era para controlar con su amenaza, no a los soviéticos sino a las poblaciones de los países involucrados con la idea de que era mejor tener las armas almacenadas para mejor defender las libertades. Como había avizorado George Orwell, en realidad se trataba de una nueva forma de esclavismo. Una esclavitud que hacía creer a las personas que acumular armas era contribuir a la paz. Una esclavitud que supuso construir una bomba que pusiera fin a toda guerra posterior. Por eso digo que era un arma ideológica. Tan real como la imaginación.
Siguiendo este hilo, voy a la tercera proposición de esta videocolumna. Y es que la Guerra Fría fue psicológica y emocional. Dice la doctora Claudia Kmper: “La lógica de la disuasión nuclear, que amplios sectores de la sociedad y la política habían internalizado es en realidad una forma de enfermedad que impedía que la gente reconociera las soluciones al conflicto. Este diagnóstico operaba en dos niveles. En primer lugar, atribuyeron el clima de desconfianza mutua y la propia carrera armamentista a temores reprimidos entre los políticos y el público. La conciencia popular estaba preparada para las guerras convencionales mediante prejuicios y percepciones erróneas. Por el contrario, la Guerra Fría continuamente causaba disturbios en la mente del público. Por lo tanto, impidió que las personas vieran las posibilidades constructivas para resolver el conflicto, que fue el punto de partida de los esfuerzos terapéuticos de la Asociación de Médicos contra el armamentismo. En segundo lugar, se diagnosticó una discrepancia entre conocimiento y acción. Por un lado, se conocían con cierto detalle las probables consecuencias de las bombas atómicas. Sin embargo, los gobiernos, por otra parte, estaban ocupados preparándose para tal acontecimiento apocalíptico, por ejemplo mediante medidas de defensa civil, en lugar de hacer preparativos para prevenir una guerra nuclear”. Así, los temores de la guerra que siempre son precedidos de un estereotipo del enemigo, se iban hacia el gran final, la destrucción total, donde ya no había para dónde correr. Los terrores iban a un callejón sin salida. Sólo así uno puede explicarse cómo durante los años sesnta del siglo XX, vimos el surgimiento de monstruos creados por descuido de los científicos, como Godzilla o Mothra, que destruían ciudades enteras, justo en Japón. Era una forma de sacar los terrores de la guerra nuclear, del hongo sobre Hiroshima y Nagasaki. Durante décadas, la “zona cero” se refirió justo a esos dos poblaciones cuyos padecimientos siguieron por generaciones. Hasta que George W. Bush decidió trasladarle el nombre a los edificios colapsados por los ataques del 11 de septiembre y mostrar el avión de la primera bomba, el Enola Gay, en el Museo Smithsonian. El terror a las bombas soviéticas se trasladó así a los ataques terroristas. Ello conllevó un cambio sustancial: ya no era una destrucción de toda la humanidad, sino que estaba circunscrito al Medio Oriente. Podíamos respirar al fin con un enemigo terrorista que, si bien, permanecía oculto, estaba lejos y tenía que embarcarse en toda una logística para poder llegar con sus aviones comerciales secuestrados hasta el centro financiero del mundo.
Y creo que esa podría ser una respuesta parcial a por qué no nos hemos angustiado con la anuencia de Joe Biden a atacar a la Rusia capitalista de Putin. Es porque parece concentrada en una región del mundo, en la frontera entre la OTAN y Rusia, en ese país llamado Ucrania que tiene un presidente que era cómico de la tele. Mi otra parte de la respuesta tiene que ver con el cansancio emocional. Después de una pandemia que nos amenazó con quitarnos la vida a todos, pero sobre todo a los ya enfermos, a los más viejos, a los más gordos, un pánico que hizo que el mundo se guardara en sus casas cuando así lo permitió su economía; después de eso, una guerra nuclear parece demasiado para lidiar. En estos setenta años lo hemos hecho conformándonos a las restricciones a todas luces totalitarias de seguir las instrucciones para ir a los bunkers bajo tierra, en los países que tienen riesgos reales, y en nuestros países en pensar que habrá una nueva crisis económica, que sobrevendrá un quebranto inflacionario y del comercio global. Bajo la premisa que ya vislumbraba George Orwell de pensar que acumular armas era contribuir a la paz, hemos consentido con este delirio del Apocalipsis final, el militarista, donde no hay Juicio Final ni serán salvados los buenos de corazón. Ante esta encrucijada, ¿dónde están las manifestaciones pacifistas llenando las calles europeas o estadunidenses? ¿Qué pasó con el movimiento anti-nucelar tan activo en los años ochenta?
Tal parece que somos incapaces de imaginar una guerra nuclear como una posibilidad y por eso nos engañamos a nosotros mismos al creer que algo tan inimaginable no podía suceder realmente. Por eso, sobre este nuevo riesgo de destrucción final, ahora hay más memes que acciones. Nos hemos quedado sin poder para reaccionar y eso, en sí mismo, es acaso la extinción más profunda: la desaparición de nuestra capacidad de responder y luchar.
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