Jorge Alberto Gudiño Hernández
20/10/2024 - 12:01 am
El temor nos vuelve taimados
“Nos hemos vuelto taimados, incluso a la hora de ayudar: antes de hacerlo, evaluamos riesgos”.
La escena es normal, aunque, acaso, no tan común: alguien tropieza y cae cerca de nosotros, en la calle. La respuesta de esa persona suele tener variantes. Desde quien se levanta de inmediato, simulando que no ha pasado nada, hasta quien se regodea en el entuerto y queda tendido un buen rato. Esto, claro está, al margen de que se haya o no lastimado.
Interesa más la respuesta de quienes estamos cerca. Siempre hay alguien que corre al auxilio, casi sin pensarlo, con esa chispa de heroicidad que algunos tienen. Otros, más sosegados, también se acercan si el yaciente continúa en esa posición. Hay quienes se limitan a recolectar las pertenencias desperdigadas por doquier (habrá, también, quien, tristemente, se las robe). Alguno más hará una evaluación rápida, consistente en decidir si tiene alguna forma de ayudar y, si no, se alejará poco a poco. Y, sobra decirlo, quienes hagan de su indiferencia el argumento para no detenerse ni un instante. Si la escena se prolonga (las caídas pueden ser graves) arribarán curiosos que comenzarán a difundir rumores y sólo hasta que llegue ayuda profesional, en caso de requerirse, se resolverá el problema o se derivará a otras personas.
Quien ayudó desinteresadamente se alejará de pronto, quizá sin pensar en lo recién hecho, mientras que quien lo hizo por alguna conveniencia evaluará si valió la pena el esfuerzo.
Es claro que todos estos personajes forman parte de una lista que no es exhaustiva. Sin embargo, interesan aquéllos que ayudan de inmediato, que se precipitan a donde pueden hacer algo, que corren para ayudar o para consolar. Almas altruistas que, insisto, tienen el germen de la heroicidad enterrado bajo su temperamento generoso. Son personas cuya existencia se agradece.
El problema es que ya no abundan. La mía es una impresión muy sesgada, lo siento. Tal vez sea por los videos que se consumen en redes sociales, en los que se muestran ataques de personas en apariencia desvalidos o caídos por un mal paso, quizá porque nuestra suspicacia nos obliga a ser cautos. Nos hemos vuelto taimados, incluso a la hora de ayudar: antes de hacerlo, evaluamos riesgos. Incluso en escenarios poco agresivos.
Pasó hace unos días en la universidad donde trabajo. Un chico se cayó al fondo del pasillo. Tardaron mucho en acercarse para auxiliarlo. Pasó en la calle de la escuela de mis hijos. Una mamá con mochila y trabajos en manos dio un mal paso, chocó con un muro de piedra volcánica que le provocó un gran dolor, soltó todo, no pudo sostenerse y cayó. Llegaron antes los guardias de la escuela que algunos papás que estaban más cerca.
Es evidente que, en los dos casos, poco podían hacer las personas en torno para resolver el problema. Si acaso, tras ver la sangre en el brazo de la mamá, acompañarla a la enfermería. Al universitario no le pasó casi nada. Pero ese impulso por acompañar o socorrer al caído no se activó en ninguno de los casos. No de manera automática. Quienes llegaron después lo hicieron, quizá, tras darse cuenta de que no existía riesgo alguno en brindar ayuda.
No sé qué es peor en este muy parcial y acotado diagnóstico: pensar que nos volvemos indiferentes o que el miedo a ser embaucados nos ha vuelto seres muy taimados.
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