Héctor Alejandro Quintanar
20/09/2024 - 12:05 am
La “deriva autoritaria” no es un diagnóstico, es un engaño destructivo
Esas fueron las consecuencias reales del mito de la deriva autoritaria: darle insumos a personajes del PRIAN que deberían estar fuera de la vida pública para siempre, y darle voz desmedida a ideólogos que habían demostrado no tener un buen diagnóstico de país.
En cualquier democracia es esperable que la oposición existente planteé ideas, conceptos y consignas con los cuales ejecute lo que Luis Villoro llama “los dos lenguajes de la política”, es decir, uno técnico-histórico-analítico que le ayude a explicar las condiciones reales del momento que se vive; y otro filosófico-moral, que le ayude a prescribir el mundo ideal aún inexistente, pero al cual se quiere avanzar.
Esos dos lenguajes son consustanciales a cualquier actor político. Todos tienen una visión del mundo donde se entreverán las reflexiones sobre el estado real que guarda la sociedad, y el estado ideal que se quisiera llegar, porque lo segundo no podría lograrse sin saber lo primero. No suele haber una división tajante entre ambos discursos, pero los elementos que los conforman suelen ser visibles lo suficiente para distinguirlos.
En ese sentido, en el debate público mexicano ha corrido un término que pretende definir las presuntas condiciones reales que explican al Gobierno de López Obrador, que está a días de concluir. Y ese término es el de “deriva autoritaria”, cuyos autores proclaman con alerta y señalan que se distingue por los siguientes elementos fundamentales: el actual Gobierno ha cancelado la pluralidad del Congreso; el actual Gobierno pretende cooptar otros poderes además del Ejecutivo y destruir la autonomía de otras instituciones; el actual Gobierno descalifica a quien disiente y, por último, el actual Gobierno “polariza” en bandos artificiales.
Es necesario diseccionar el término de la “deriva autoritaria” con el cual se definió al Gobierno de López Obrador. Y para ello, retomemos su origen, que es muy claro. Se acuñó por vez primera en julio de 2020 en un desplegado firmado por una variedad de académicos e ideólogos, en medio de la pandemia de coronavirus, que se titulaba “Contra la deriva autoritaria y por la defensa de la democracia”; y era una especie de preámbulo a las elecciones intermedias de 2021, en las cuales buscaban incidir para recuperar lo que en su visión era la normalidad democrática.
En las disputas políticas, es necesario siempre poner atención en los autores y contexto de un discurso, porque muchas veces importa más quién y cuándo dice algo, que el contenido mismo del dicho. En ese sentido, pocos repararon en aquel año que los precursores del término “deriva autoritaria” fueron, fundamentalmente, dos académicos: el antropólogo Roger Bartra y Francisco Valdés Ugalde -este último exfuncionario del Gobierno de Fox-, ambos investigadores del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.
¿Qué perspectiva tenían estos académicos respecto al Gobierno de López Obrador? ¿Cuáles eran sus argumentos para calificarlo de deriva “autoritaria”? Aquí hay que responder sin matices: los únicos elementos con los que contaban ambos personajes eran el extravío y la ignorancia. Bartra estaba en ese momento en proceso de publicar un libro que era un análisis temprano sobre el Gobierno de López Obrador, llamado Regreso a la jaula.
Ahí, quedaron plasmados los prejuicios de Bartra, porque en ese texto -antecedente inmediato de su dicho sobre la “deriva autoritaria”-, el antropólogo insinúa en varias páginas que López Obrador ganó en 2018 por una especie de fraude acordado con los comités y gobiernos estatales del PRI. Sin aportar un solo dato, Bartra hace esa grave acusación, olvidando que en 2018 por primera vez en la historia el PRI gobernaba sólo quince entidades de la República, y que con los votos que el tabasqueño logró en las entidades donde no gobernaba ese partido le habría sido suficiente para ganar holgadamente en esa elección. Un disparate, sin más, fue el exabrupto de Bartra.
El caso de Valdés Ugalde era igual de absurdo. Entrevistado por los periodistas Álvaro Delgado y Alejandro Páez el 21 de septiembre de 2020, el académico exfuncionario foxista alegó los que a su juicio eran los rasgos del autoritarismo de López Obrador. Uno de ellos era que el Gobierno del tabasqueño, entre comillas, “no había hecho públicos los gastos de publicidad, cuando ese es un tema discutible”. Los periodistas le dijeron que esos datos habían sido publicados tiempo atrás y le ofrecieron ejemplos. Valdés se limitó a decir: “Ah, no sabía”.
El otro elemento de Valdés para acusar autoritarismo, era un presunto peligro de censura, a lo que los periodistas le preguntaron si tenía ejemplos de periodistas censurados en este sexenio. La respuesta de Valdés fue de antología, pues dijo que “Loret de Mola”. Cuando se le señaló que el propio Loret negó ser censurado, de nuevo su respuesta fue un lacónico “ah, no sabía”.
Con esa total falta de rigor fue redactado el panfleto de la “deriva autoritaria”, el cual, en sí mismo, era una colección de engañifas, pues acusaba que Morena en esa Legislatura había recurrido a la sobrerrepresentación -cuando en realidad tuvo un número de legisladores acorde a los criterios legales vigentes-, y cayó en la deshonestidad de señalar que había censura y polarización por lo que López Obrador afirmaba en sus conferencias matinales.
Sin nombrar un solo caso de censura en este sexenio, el panfleto de marras hacía afirmaciones temerarias. Mirar a los hechos los habría desmentido, porque ni en ese momento ni ahora hubo un solo periodista censurado o desplazado de su trabajo a instancias del Gobierno. Restaba aún más credibilidad al texto el hecho de que muchos firmantes, como el propio Valdés Ugalde, habían sido funcionarios de gobiernos que, explícitamente, fueron violadores de la Ley Electoral y perpetraron fraudes grotescos, como fue el caso de Julio Frenk y Consuelo Sáizar, exempleados del hampón electoral Vicente Fox; o Reyes Heroles, funcionario del fraudulento Felipe Calderón, en un Gobierno que, con todo cinismo, usaba al porro Javier Lozano para abiertamente, ahí sí, censurar periodistas, como fue el caso de Carmen Aristegui en 2008. Cerraba filas con esos firmantes, otro hooligan impresentable como Jorge Castañeda, quien en 2004 recomendaba al PRIAN acabar con López Obrador “por la buena o por la mala”, mientras Fox le hacía caso perpetrando el peor intento de golpe de Estado en el siglo XXI mexicano: el desafuero del entonces Jefe de Gobierno. Eso sí es autoritarismo.
El panfleto de la deriva autoritaria, además, señalaba una presunta cooptación de “otros poderes” por parte del Poder Ejecutivo. Implícitamente, lo que les molestaba era el hecho de que en las cámaras legislativas hubiera una mayoría morenista que, por cierto, se consiguió en las urnas. Y omitían información clave: ignoraban cuántas decisiones provenientes del Legislativo y a instancias del PRI o PAN, habían sido atenidas por el propio Poder Ejecutivo, cosa común en la normalidad democrática.
Y asimismo, olvidaban que, por muy estruendoso que fuera López Obrador en sus “mañaneras”, en su sexenio jamás desacató alguna orden del Poder Judicial ni tampoco violentó decisiones de la suprema Corte, las cuales también atendió. Cosa que hizo, además, sin presionar ni amenazar a ningún Ministro, gesto de prepotencia y antidemocracia que, por ejemplo, sí hizo Felipe Calderón al mandar a su Policía Federal de García Luna a encañonar y amedrentar al Ministro Arturo Zaldívar por el caso de la guardería ABC.
Así, el panfleto de la “deriva autoritaria” era un pasquín sin ninguna solidez conceptual, que además perdía cualquier credibilidad por la participación de varios firmantes, que habían sido cómplices, por acción u omisión, de gobiernos que sí fueron autoritarios.
Al final de cuentas, la intención de ese panfleto quedó clara muy pronto. No era un diagnóstico político serio para analizar el estado real que guardaba el país, sino un discurso partidista cuya consecuencia última, planeada o no, fue darle una justificación ideológica a la alianza del PRIANRD previa a la elección de 2021, donde querían reducir el margen de maniobra de Morena, y se terminaría concretando tal alianza nada menos que en el domicilio de Claudio X. González, un júnior inútil y prepotente cuyo padre, con todo descaro, acusaba en 2006 que si López Obrador ganaba habría que aplicarle un golpe de Estado como a Allende en Chile en 1973. Con esas infamias antidemocráticas a cuestas, ¿hay autoridad moral para hablar de “derivas autoritarias”?
Así, el mito de la deriva autoritaria fue en realidad una plataforma ideológica para justificar la construcción del PRIANRD, para tratar de hacer más competitivas a fuerzas que por sí mismas se veían debilitadas. El proyecto falló, por la razón más obvia: no puedes ser competitivo en política si tu diagnóstico de país está errado de origen, del mismo modo que un edificio se cae si no cuenta con cimientos sólidos.
El mito de la deriva autoritaria en realidad sólo funcionó para articular a sectores diferentes entre sí. En el mejor de los casos, para darle visibilidad a los “transitólogos” que habían fetichizado a las instituciones electorales como el INE, sin reparar en sus taras, sus pendientes y, sobre todo, en que históricamente había sido aún una institución endeble y omisa, como demuestran los fraudes locales de los años noventa o la pésima actuación de esa instancia en 2006.
Y en el peor de los casos, para darle aliento a personeros del PRIAN, que, marchando contra la deriva autoritaria y a favor del INE, por ejemplo, exhibían sin pudor la falta de memoria o de escrúpulos de los organizadores de esas consignas. No es posible que una marcha a favor de la democracia en noviembre de 2022 o febrero de 2023, fuera protagonizada por el porro Claudio X., por la mapache Elba Esther Gordillo, por el delincuente electoral Roberto Madrazo, por el beneficiario del Pemexgate Francisco Labastida, por el gángster electoral oaxaqueño Ulises Ruiz o por los falsificadores de firmas electorales Margarita Zavala y Felipe Calderón.
Esas fueron las consecuencias reales del mito de la deriva autoritaria: darle insumos a personajes del PRIAN que deberían estar fuera de la vida pública para siempre, y darle voz desmedida a ideólogos que habían demostrado no tener un buen diagnóstico de país. Hoy que la reforma al poder Judicial está en marcha, las críticas a ella de cualquier espectro ideológico deben ser atendidas y escuchadas, pero éstas, so pena de autoaunularse, no deben bajo ninguna circunstancia repetir ese mito destructivo de la “deriva autoritaria”.
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