Óscar de la Borbolla
20/09/2021 - 12:04 am
Contra las palabras
Las palabras son el instrumento con el que dominamos el mundo, la manera como lo disgregamos, definimos, lo volvemos inteligible.
Muchas veces en esta columna he abogado por las palabras, pues gracias a ellas el mundo se nos vuelve distinguible, inteligible, y prueba de ello es la claridad que tiene esa zona familiar del mundo que acompañamos con nuestro vocabulario cotidiano: resulta prácticamente imposible que no seamos capaces de reconocer a un perro, pues por mucho que entre un gran danés y uno chihuahueño existan diferencias abismales en cuanto a su tamaño, su color, su fuerza. La frontera que levantamos con la palabra “perro" sitia inconfundiblemente a cualquier perro y otro tanto ocurre con el término "silla". Por muy distintas que puedan ser estas las reconocemos de golpe: la realidad nombrada se vuelve inteligible y, como dice Daniel Dennett en su libro Pensar rápido, pensar despacio, dominar una profesión equivale a dominar el idioma específico de esa profesión: a un médico la palabra "sarampión" le permite, o le debería permitir, reconocer de golpe esta enfermedad en los síntomas que presenta el paciente con la misma facilidad que para nosotros la palabra "perro" nos permite identificar de inmediato a cualquier perro.
Las palabras son el instrumento con el que dominamos el mundo, la manera como lo disgregamos, definimos, lo volvemos inteligible. Con el lenguaje nos re-presentamos el mundo, es decir, lo sustituimos o, si se prefiere, lo traducimos para meterlo en nuestra conciencia. Esto es muy claro en el discurso narrativo, pues edifica un "mundo" ante nosotros sin necesidad de que lo que en ese discurso se nombra esté realmente ante nosotros, nos lo representamos gracias a la fuerza evocativa de las palabras: en una novela o en un cuento el mundo real se vuelve prescindible: las palabras bastan. De hecho, para el lector, su mundo circundante desaparece y mientras se mantiene leyendo está literalmente en otro mundo, en el literario.
Normalmente abogo por la lectura, pues estoy convencido de que la lectura da nuevas experiencias, nos permite conocer, viajar, vivir otras vidas. Hoy, sin embargo, quiero referirme no a lo positivo de la lectura, sino a lo que nos quita, no a la maravilla que se opera con las palabras, sino a lo que las palabras nos sustraen, pues, si bien nombrando distinguimos, damos contorno a las cosas, las definimos y volvemos inteligible el mundo, la pregunta es ¿de qué nos perdemos cuando con las palabras nos re-presentamos el mundo? Pues nos perdemos de la experiencia inmediata cuando las cosas son lo innombrable. Por causa de las palabras no vemos el todo amorfo y continuo, sino un paisaje lleno de definiciones, de cosas diferenciadas que se recortan unas contra otras y tampoco somos capaces de ver la experiencia singular y única de cada objeto, pues, con la palabra "perro" ya no veo los matices particulares de este gran danés o un chihuahueño, sino lo que de común tienen ambos y que está abstraído en la palabra "perro": no veo ni el todo confuso ni lo singular y único: no veo lo concreto, sino lo abstracto.
El lenguaje nos enajena el ser, la totalidad, la experiencia efectiva y originaria o como se le quiera llamar. ¿Será por esto que las experiencias más profundas suelen ser silenciosas, averbales? ¿No son impertinentes las palabras ante la muerte? ¿Qué sentido tiene decir algo cuando se está en la angustia? Hasta los místicos hablan después de vivida la experiencia extática de Dios, no durante. Hay silencios que nos devuelven lo que hemos extraviado por culpa del lenguaje y hay otros, claro, que solo significan quedarse callado. Hoy quisiera una entrevista con el mundo sin que resonaran en mí las palabras.
Twitter: @oscardelaborbol
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