Jorge Alberto Gudiño Hernández
20/08/2023 - 12:01 am
La renuncia
“Una maldad tan cotidiana e impune que ya nos roba muchas posibilidades. Entre ellas, la de vivir libremente. De ahí que suene sensata la renuncia. A vivir, sí, de ciertos modos”.
Hace algunos años, tras el accidente de la hija de un amigo común que obligó a una larga peregrinación de hospitales y terapias sólo para recuperar un poco de la vida previa, un familiar comentó que prefería una vida sin sobresaltos, tranquila, insulsa incluso. Varias voces en esa reunión se alzaron, diciendo que de eso no se trataba. Accidentes los hay por doquier y es una de las condiciones de nuestra existencia: el saber que, tarde o temprano, terminará. Pensar en lo contrario, en vivir aislados en una burbuja protectora, equivalía a renunciar a vivir.
Hace algunos meses, cuando el hijo mayor de un amigo entró a la universidad, le preguntaron qué iba a hacer respecto a los permisos y diversiones nocturnas. Era parte tanto de una puya, pues él había sido muy fiestero e irresponsable, como de la legítima curiosidad de varios de los ahí presentes, pues tenemos hijos menores. Para dar una respuesta que no fuera sólo suya, citó a un tercer sujeto que, llegado de Colombia, le dijo que, durante su juventud, se tuvieron que acostumbrar a que lo normal para otras generaciones había dejado de serlo. Es decir, ya no se podía salir de noche, sin compañía. Las reuniones de los jóvenes se limitaban a ciertos lugares seguros: casas en todo caso, con supervisión de algún tipo. Mi amigo dijo que, tristemente, eso era lo que tocaba hacer ahora. Por más que él mismo hubiera gozado de una juventud desenfrenada, los tiempos ya no estaban para esos trances. El riesgo, que siempre existió, ahora se ha multiplicado.
De una u otra forma, estaba eligiendo, también, esa vida insulsa sobre la otra, cargada de riesgos.
Es fácil justificar estas posturas. No es el mismo el adolescente reventado veinte años más tarde, cuando le toca ser padre de otro igual. Sin embargo, en estas últimas décadas la descomposición social, la inseguridad y los riesgos relativos se han acrecentado a un ritmo tal que toda precaución y toda prudencia parecen pocas.
Lo grave no está sólo en la cantidad de sufrimiento al que se está expuesto, algo que, en sí mismo, es ya insoportable. Lo grave también es el miedo. El miedo a ser los próximos protagonistas de una tragedia.
Y es justo ese miedo lo que nos va cercando, encerrándonos en esas burbujas protectoras, limitando nuestras actividades, haciéndonos claudicar. Esa aspiración a una vida insulsa se ha vuelto un objetivo. Mejor evitar los sobresaltos que las malas noticias. La prudencia o el buen juicio ya no son suficientes para evadir a la maldad. Una maldad que crece sin contención y sin pausa. Una maldad que no puede ser erradicada de golpe ni en unos cuantos años, sin importar qué gobierno ni que estado busquen terminar con ella.
Una maldad tan cotidiana e impune que ya nos roba muchas posibilidades. Entre ellas, la de vivir libremente. De ahí que suene sensata la renuncia. A vivir, sí, de ciertos modos. Una renuncia que es un triunfo más de la podredumbre en que vivimos. Algo nos tocará hacer a todos para evitar que esto continúe.
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