Jorge Alberto Gudiño Hernández
20/08/2022 - 12:05 am
El tamaño de nuestro ego
“Mi yo lector estuvo contento por los ejemplares adquiridos. También un poco abrumado, a decir verdad. Mi yo escritor, que piensa en términos de fama, fue vapuleado por la realidad”.
Solemos pensar que merecemos más que el resto. Miramos con envidia al que obtiene algo que se nos niega o a quien se le concede un privilegio que escapa de nuestras manos. A la hora de exigir justicia olvidamos nuestras propias fallas y nos justificamos con argumentos que no serían válidos para los otros.
Cuando conozco una nueva ciudad me da por visitar sus librerías. Lo hago por deformación profesional, por oficio y, también, porque siento una enorme paz dentro de esos lugares aunque sean tan similares a otros. Estuve en Toronto hace un par de semanas, pues fuimos a conocer a mi sobrino recién nacido. Paramos en una librería de cadena, inmensa, Indigo. Tiene varios pisos y recuerda a las enormes librerías estadounidenses de antes de la crisis provocada por Amazon. Se parece mucho a la Gandhi salvo que, en este caso, hay muchas sucursales de Indigo en variados centros comerciales y todas son del mismo tamaño. Incluso en Oshawa, ese pequeño pueblo en la suburbia de Toronto a donde fuimos a parar.
Mi esposa y yo acumulamos varias décadas dedicándonos a la literatura. Primero como lectores, después como editora, ella, y como escritor y académico, yo. Lo que más me interesa es la ficción contemporánea. Leo por placer, por obligación, por entretenimiento, por costumbre y, de nueva cuenta, por placer. Gracias a que también nos hemos dedicado a la promoción de la literatura, muchas editoriales nos han mandado libros durante los últimos 20 años. Leemos, en ocasiones, viciosamente.
Así que llegar a una librería siempre es una buena noticia. Como en todas las de cadena, Indigo comienza con un despliegue de novedades, pilas de ejemplares para llamar la atención, los más vendidos en un primer plano; ya después vienen los consabidos libreros donde se acomodan los ejemplares por categorías.
Fue frente a las mesas de la entrada cuando me di cuenta de la pequeñez. Pese a llevar tantos años dedicándome a lo que me dedico, desconocía, en muy buena medida, a la mayoría de los autores, de los libros, de las editoriales. Caminé por las estanterías que tienen el fondo editorial y, salvo por algunos clásicos y libros infantiles, el resultado fue el mismo.
No soy ingenuo, siempre he sabido que hay mucha más literatura que la que cualquiera de nosotros puede abarcar. Sé, también, que el crecimiento de la oferta editorial ha crecido exponencialmente en el último medio siglo. Y, sin embargo, había miles de libros que me intentaban convencer más por sus portadas que por sus contenidos, pues yo sabía casi nada de ellos.
Me convertí en el niño feliz dentro de una dulcería, aunque, a diferencia de él, leer no me provocaría caries. De pronto, cada uno de nosotros traía entre manos los libros que quería comprar. A ver quién carga esa maleta, pensé.
Me di una vuelta más para constatar que, pese a la diversidad cultural de la región, casi no había libros en nuestro idioma. Tampoco ficción contemporánea traducida del español. Apenas unos cuantos, demasiado clásicos o una garantía de ventas.
Fue cuando descubrí, de nuevo, mi insignificancia. Dejé de pensar como lector y una fugaz llamarada de conciencia me convirtió en escritor. Y supe que sería casi imposible que algún día un libro mío estuviera en la estantería (no había ninguno de un mexicano) de esa enorme librería de Toronto. Y estábamos en Canadá, en su parte más meridional, muy cerca de Estados Unidos, con una enorme población hispanoparlante. Basta con lanzar la imaginación en un viaje más largo para concluir que ese resultado se repetiría, invariablemente, en el resto de los países.
El resultado de la visita a la librería fue variado. Mi yo lector estuvo contento por los ejemplares adquiridos. También un poco abrumado, a decir verdad. Mi yo escritor, que piensa en términos de fama, fue vapuleado por la realidad. En cambio, ese otro yo escritor, concluyó que, si bien la apuesta no será ganadora en términos de fortuna y éxito literario, vuelve válida la premisa por la cual se dedica a escribir: es algo que le encanta. Así que, esté o no disponible su libro en las estanterías (mejor si sí), toparse con la contundente realidad que significa constatar que casi no hay autores hispanoamericanos en los libreros, valida, aunque sea un poco, al menos en términos personales, la decisión de que uno se dedique a lo que le gusta.
Así que no hay nada mejor para un escritor con ínfulas o el ego muy inflado que meterse a la librería de otro país. Así nos daremos cuenta de inmediato que no, que no merecemos más que el resto y, por supuesto, tampoco lo somos.
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