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Susan Crowley

20/07/2024 - 12:04 am

El silencio aterrador de Cage

“Cuatro minuto y medio más tres segundos. La obra sigue creando abismos de angustia. Sus no escuchas se preguntarán, ¿qué clase de pianista es este? Se le paga para tocar ¿no?”.

Uno de los más significativos cambios para la música del siglo XX se debe al compositor norteamericano John Cage. Con su obra intentó restituir el valor del silencio, algo que mucho tiempo atrás perdió Occidente. No fue comprendido y recibió las más furiosas críticas de sus contemporáneos. En las salas de concierto su peculiar pieza 4´33´´ se convirtió en el paladín de las burlas. Más allá del escándalo que produjo, Cage vaticinó lo que terminaríamos siendo, una sociedad cuyo vacío se ha convertido en vocación para el ruido. No solo ese golpeteo constante que nos llega a los oídos; existen muchos otros que lastiman y dañan nuestros sentidos y nos han llevado incluso a olvidarnos de que en nuestro interior existe un universo fascinante por el simple hecho de estar vivos. Cage, el genio vio y advirtió, como solo él podía hacerlo. De una forma divertida, desenfadada y a la vez profunda. No hay duda, el simple hecho de guardar silencio nos aterra. ¿Tememos escucharnos a nosotros mismos?

La escena consiste en un piano de cola, el único elemento a la vista. El público ansioso, como siempre, espera la entrada del intérprete para una noche maravillosa. Será recompensado con su aplauso. Si es muy bueno, el público le prodigará una atronadora ovación de pie. Un ruido que deleitará sus oídos. Previo a la función, el auditorio se ahoga en un ruidoso y ensordecedor mar de comentarios. Una especie de plaza pública. Poco después, los aplausos unifican el ambiente con la entrada del pianista. La expectativa aumenta. Las personas se disponen; el artista se coloca delante del piano y ajusta su asiento. Como en otras ocasiones coloca un pañuelo blanco a un lado del teclado. Espera unos segundos y echa a andar un metrónomo que coloca a un lado del atril. Las manos se extienden sobre las teclas. No toca.

Así, sin casi respirar, dejará que el tiempo transcurra. Son cuatro minutos y treinta tres segundos que convierten la sala en un suplicio. Nadie se explica lo que está ocurriendo. ¿Es una broma? ¿Una provocación? ¿Para esta mierda pagué un boleto? ¿Es una tomadura de pelo? Comparable a un elevador, es una sensación claustrofóbica. No, es mucho peor. En los elevadores nos han vacunado contra el silencio instalando bocinas con “música de elevador” y, últimamente, hay pantallitas de publicidad. Vencimos. El incómodo silencio se acabó.

Durante la corta pieza de Cage, la sala de conciertos emula al asfixiante cubículo en el que esperamos la respuesta a la solicitud de trabajo que no tenemos la certeza de obtener. Pero ese tiempo lo hemos exorcizado sumergidos en las redes sociales de nuestro teléfono, que están listas como refugio de nuestros sinsabores. La virtualidad es una vía de escape. Pero en la sala de conciertos parece no ser tan fácil. El uso del celular está altamente penado, cualquier “ruido” puede ser causa de reclamo. Así que los segundos que transcurren desde que la obra inició van escalando en abismos de inquietud.

Similar al silencio obligado con la boca abierta; como en aquella película Marathon man en la que Schneider era sometido por el dentista nazi Laurence Olivier. Un silencio angustioso, aduana al dolor más espeluznante y que, hoy en día, con ayuda de la anestesia sumada a las inacabables cuitas del dentista sobre lo mal que van las cosas en nuestro país, se llena de otro tipo de ruido.

Cuatro minuto y medio más tres segundos. La obra sigue creando abismos de angustia. Sus no escuchas se preguntarán, ¿qué clase de pianista es este? Se le paga para tocar ¿no?

Los concurrentes se incomodan. Se mueven en sus asientos, tosen, carraspean. Sorben mocos, se suenan. Alguien destapa una pastilla, el ruido del papel se expande en el espacio. Vuelven a toser, se vuelven a acomodar en sus asientos, el rechinido de la vieja butaca cada vez más notorio. No encuentran reparo. En cualquier instante, de un segundo a otro de la insonora obra, se desatará la queja sonora. Y cuando explota el reclamo, en un segundo estalla la revolución de las masas. El crujir de los programas aumenta la tensión. Risas. Ver el reloj, son los segundo más largos de la vida. Han trascurrido treinta segundos. Faltan 4 minutos y tres segundos más. La muerte.

Las risas auxilian a alguien que tiene el valor de proferir un primer reclamo. La manifestación del enojo libera. Dicen que hay que hablarlo, no actuarlo. Pero aquí se trata de desfogar el cuerpo, gestos de ira. El coro de reclamos se multiplica. No precisamente en la misma nota, cada uno su tesitura. Alguien se levanta y abandona recordando a la progenie del pianista y exigiendo la devolución de su dinero. Otros se lo toman como un chiste, pero en realidad no tienen claro de qué se ríen, ¿hasta dónde llegará esta acción? ¿cómo tomarla? Furiosos, molestos o divertidos, los une un solo sentimiento, no soportan el silencio.

Algunos silban y protestan. Los programas de mano vuelan convertidos en proyectiles dirigidos al escenario. El artista permanece incólume. Como un gesto de “esto yo no me lo trago”, empieza el éxodo. Quienes aún se quedan notan que el silencio se acabó hace un buen rato. Los que han soportado hasta el final esta dura prueba son parte de la historia de la música. Los otros también, todos, como nos lo vino a decir Joseph Beuys, “Todo ser humano es un artista”. Nunca mejor dicho. Quienes creyeron que mostrando su enojo invalidaban la obra, sin querer consiguieron lo contrario: gracias a su intervención la pieza ha sido consagrada al arte del siglo XX.Somos una sociedad que ha contaminado todo. Una especie de vicio autodestructivo nos ha invadido en los sentidos y en todos los sentidos. Cada vez será peor. Mirar un paisaje, una obra de arte o, peor, a una persona, se hace más común a través del celular. Ya no soportamos los aromas naturales y hemos creado cualquier cantidad de artificios para ocultarlos. Defraudamos al paladar sofisticando la comida hasta volverla molecular e insípida. La angustia de un contagio nos impide tocar a otros. Y el miedo al silencio ha convertido a nuestros oídos en esclavos de una verborrea repetitiva y vacía. Vivimos en un videoclip cuyo loop se escucha al infinito. Si calla, descubriremos que somos una sociedad deprimida. Ausente.

Por miedo a permanecer en silencio nos hemos acostumbrado a parlotear sin medida repitiendo las mismas cosas, ganando discusiones banales, polarizando sobre política sin escuchar en verdad otra que no sea nuestra postura. O, más fácil, pasamos el rato subiendo mensajes a las redes. Pareciera que lo único que buscamos es gritar al mundo “aquí estoy”. El ocio lo hemos convertido en distracción, consumo y ansiedad, el resultado es aumento de ruido, un ruido que cada vez nos ensordece más. Nuestro silencio se ha perdido en una cultura que propicia el ruido.

Tiempo después del escandaloso estreno de su obra 4´33´´, Cage entró a una cámara silenciosa. Un estudio de música que lograba combatir todo tipo de contaminación auditiva. Su sorpresa fue que después de permanecer un tiempo ahí, atendiendo solo a lo que asumía como un silencio absoluto, escuchó el fluir de su sangre, tal vez uno de los sonidos más emocionantes que se pueda concebir. La prueba irrefutable de algo en lo que no solemos reparar. El silencio no existe; es tan solo un concepto. Hace mucho, quién sabrá cuándo, dejamos de escuchar lo que realmente importa, el poderoso simple hecho de estar vivos.  Gracias John Cage.

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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