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Gisela Pérez de Acha

20/07/2014 - 12:00 am

La cárcel de Clara

Era mi primera visita a la cárcel: el Reclusorio Femenil de Tepepan. El cielo parecía nublarse mientras más nos alejábamos de la ciudad. Conmigo iban  dos abogados de la Clínica de Trata del ITAM, en donde me ofrecí como abogada voluntaria para litigar el caso de Clara Tapia. El personaje, la tristeza, los estereotipos y […]

Era mi primera visita a la cárcel: el Reclusorio Femenil de Tepepan. El cielo parecía nublarse mientras más nos alejábamos de la ciudad. Conmigo iban  dos abogados de la Clínica de Trata del ITAM, en donde me ofrecí como abogada voluntaria para litigar el caso de Clara Tapia.

El personaje, la tristeza, los estereotipos y la injusticia.

Al llegar y ver las torres, sentí que estaba siendo espiada. Como si tuviera una losa en la espalda que no me pudiera quitar: el constante par de pesados ojos en mi nuca. Me sorprendió el alto muro blindado con un alambre de púas, tan grueso, tan frío, tan inerte… vigilante.

Todo estaba lleno de rejas. Me empezaron a zumbar los oídos. Una interna estaba colgada de la puerta principal. Una reja banca y desgastada. Era más bien un fierro pintado de beige que con el tiempo y las uñas se fue descarapelando hasta dejar el tubo con sabor a rancio. Le sonreí. No se inmutó: siguió desgarrando la reja con el puño.

A nuestra derecha estaba el área de comedores patrocinado por sillas de plástico de  Coca-Cola y Pepsi (¿por qué no comprar sillas? ¿tendrán dinero? ¿en qué se gasta?) Intenté abrir los pulmones para poder respirar. Era imposible. Los ojos también empezaron a zumbarme. No podía escaparme de las rejas. La torre de vigilancia me perseguía a todas partes. Siempre visible. Siempre pesada. Siempre observando mis pasos. El aire parecía de plomo. Las paredes empezaron a hacerse chicas. Me sofoqué.

Las internas siempre visten de azul.

Apenas habían pasado veinte minutos pero yo lo había sentido como una eternidad. Por fin llegamos al psiquiátrico donde estaba Clara tratando su depresión. Y cómo no tenerla después de vivir cosas tan tristes.

Su pesadilla se llama Jorge Antonio. Una relación de pareja en la que el sometimiento, la violencia y el control se apoderaron de ella. Nunca imaginó terminar en la cárcel.

Jorge Antonio obligó a que se saliera de su casa. Secuestró a sus dos hijas tomándolas por esposas, las violó cuando ellas eran menores de edad, y tuvo cinco hijos con ellas. Clara trabajaba como conserje en una primaria y vivía entonces en el patio de la escuela con su hijo pequeño. Comían de la basura. No podían bañarse ni asearse. No tenían ropa, ni dinero, pues Jorge Antonio controlaba su salario y su tarjeta de débito. La obligaba a trabajar. A vender baratijas y ropa usada en los tianguis de Iztapalapa. A limpiar nocturnamente un cine. Clara trabajaba 18 horas diarias sin recibir un peso por lo que hacía y no vio a sus hijas por un periodo de casi dos años.

La falta de respiración interrumpió mis pensamientos. El aire del psiquiátrico se hacía cada vez más delgado. Me sentí al borde de la locura sólo de respirar en ese lugar que parecía más encerrado y controlado que los espacios que habíamos atravesado. Era fuerte hacer contacto con los ojos de las internas. Parecían estar siempre mirando hacia el vacío: negros, profundos, inertes y encarcelados. Nos sentamos en alguna de las sillas Pepsi a esperar a Clara. Por fin llegó. Sus ojos me impresionaron. Se veían tristes, pero más humanos.

En julio de 2011, Clara se atrevió a denunciar a Jorge Antonio. ¿Qué tan jodido tiene que estar nuestro sistema para que esa denuncia la llevara a ser procesada por un delito que no cometió? La mujer que se atreve es severamente castigada. Clara que buscaba protección en las instituciones fue tratada como delincuente por el hecho de ser víctima de explotación laboral, violencia física y psicológica; y por presenciar el secuestro y violación de sus hijas, y la explotación laboral de su hijo.

Respiré con todas mis fuerzas y le dije: “¡Hola Clara! ¿Cómo estás?”. Me saludó con una sonrisa sincera. “Traigo un par de notas porque con los medicamentos se me olvida lo que quiero preguntar,” dijo al sentarse en otra de las sillas de plástico. Atrás de ella se veía una tribuna de AA, completamente abandonada y polvosa. Empezamos a discutir sobre su proceso penal.

El juez que dictó el auto de formal prisión es de aquellos que no merecerían serlo. Y lo digo porque lo hizo bajo el siguiente argumento: “Clara Tapia es mala madre”. El juez se aleja de una valoración técnica, objetiva y se basa en estereotipos de género y prejuicios. Como Clara Tapia no cuidó a sus hijos y no impidió que Jorge Antonio tuviera sexo con sus hijas, merece estar en la cárcel por el delito de corrupción de menores. Las malas madres corrompen a los hijos. No importó que Clara haya sido víctima de una terrible explotación. Así el razonamiento.

¿Cómo se supone que iba a enfrentar a Jorge Antonio, en condiciones de supervivencia mínima y de violencia física, psicológica y sexual? En esa situación, la voluntad de Clara estaba completamente anulada.

El sonido del psiquiátrico taladraba mi cabeza. Era como un silencio del que no me podía deshacer. Como un silencio interno que me hacía preguntarme por mis peores demonios. Clara se soltó llorando: “Extraño a mis hijos. Nunca supe como ser mamá”. En su voz se notaba el miedo y la paranoia. Tal vez el zumbido del silencio era más fuerte para ella.

“Nadie lo sabe Clara,” le respondí. “Son exigencias estúpidas que los hombres inventan y nos quieren hacer creer.” Sé que suena a conspiración, pero el estereotipo de la mala madre no puede ser un crimen. Clara lleva tres años y medio ahí por algo que no hizo. En medio de ese encierro y esa vigilancia constante que resquebraja el ánimo y apaga los sentidos.

Al salir, las miradas eran aún más fuertes. Me veían con envidia por entrar y salir a mi antojo. Yo ya no podía más. Me apretaba el pecho y las rodillas me mataban de ansiedad. Entre la torre de vigilancia omnisciente, los barrotes con sabor a rancio y las marcas de uñas en la pared…el efecto de la cárcel es quebrar el alma. En esos minutos el sistema penal lo logró.

Corrí y por fin logré salir. En el panorama ya no había más rejas. No importaba lo nublado. Volteé a ver el cielo y sentí como el pecho por fin podía respirar. Ya no me dolían las rodillas. El zumbido había terminado.

El Procurador General del Distrito Federal, Rodolfo Ríos Garza, acusó formalmente a Clara Tapia por creer que es responsable por la corrupción de sus hijas. La sentencia está próxima a dictarse después de un proceso de tres años y medio. El Procurador, sin entender absolutamente nada sobre cómo opera la violencia de género y cómo mina la voluntad, pidió al juez la pena máxima.

El problema de que el poder interprete las leyes, es que imprime toda su ideología. Ojalá al Procurador deje su miopía machista para entender el caso, porque Clara no merece seguir escuchando ese zumbido. Nadie lo merece. Mucho menos si fue encarcelada sin justicia.

La libertad es la que abre los pulmones. Era mi primera visita a la cárcel…

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