POR JOSÉ EMILIO PACHECO
A la memoria de Ciprián Cabrera Jasso
Si la Ciudad de México pudiera simbolizarse en una mujer la elegida sería Carmen Mondragón (Nahui Ollin, 1893-1978). Carmen Mondragón en la casa de los espejos que multiplican sus imágenes al infinito, en los extremos del inmenso placer y el supremo dolor, en la contradicción insalvable entre la belleza sin límites y la fealdad esperpéntica, en el contraste entre lo más público y lo más misterioso, la intimidad secreta que ya nadie descifrará.
Hace veinte años, a partir de su redescubrimiento por Tomás Zurián, pareció que Nahui Ollin tendría la vida perdurable del mito al mismo nivel de Frida Kahlo, Antonieta Rivas Mercado o Tina Modotti. Los elementos estaban allí y sin embargo nada de esto ocurrió. Un misterio más entre los muchos que rodean a esta fascinante mujer, quizá más trágica aun que sus contemporáneas. A ellas está ligada por varios vínculos: fue la única modelo a la que Diego Rivera pintó a lo largo de treinta años, la amiga de Tina retratada varias veces por Edward Weston, la esposa de Manuel Rodríguez Lozano, el gran amor de Antonieta, aun en mayor medida tal vez que José Vasconcelos.
No le faltó la consagración literaria: Gentes profanas en el convento (1950), la única y extraña novela del Dr. Atl, es un canto de amor a quien él mismo bautizó como Nahui Ollin. Un canto que a diferencia de otros monólogos eróticos da la palabra a la protagonista, la deja hablar a través de cartas que, si no son inventadas por Gerardo Murillo, representan lo mejor de su extravagante obra literaria.
Las nupcias y los crímenes
Patricia Rosas Lopátegui, quien ha hecho todo por la obra y la memoria de Elena Garro, acaba de publicar en las ediciones de la Universidad Autónoma de Nuevo León un volumen (nunca mejor empleada la palabra) de 657 páginas, tan inmanejable como indispensable: Nahui Ollin sin principio ni fin: Vida, obra y varia invención.
Reúne todos sus libros, un gran número de ensayos, artículos, comentarios, notas de prensa y unas cuantas imágenes, muy pocas si se comparan con las que aparecen en Una mujer de los tiempos modernos (1992), el ya inconseguible libro-catálogo de Zurián, y en La mujer del sol de Adriana Malvido. ¿Dónde estarán los desnudos que le dibujó Jan Charlot? Y es imposible no echar de menos la foto nupcial: la muchacha de veinte años con el cadete adolescente que iba a ser el pintor Manuel Rodríguez Lozano (1895-1971), el auténtico Beltenebros capaz de convertir en sufrimiento y muerte las vidas que cruzaron por su camino.
La boda en sí es un enigma. Se casan, se supone, por voluntad del general Manuel Mondragón. Pero tiene lugar en agosto de 1913, dos meses después de que el usurpador Victoriano Huerta ha enviado al exilio a su cómplice y fugaz ministro de Guerra. Como para que no entendamos nada de nada, la madrina es doña Sara P. de Madero, ¿a los seis meses del asesinato de su esposo y la vivisección de su cuñado?
Mondragón y, como es natural su hija, insisten: él no tuvo nada que ver. Sin embargo, el gran artillero inició en Tacubaya el cuartelazo, empleó su ciencia y sus cañones en destruir durante nueve días la ciudad porfiriana y estaba en la Ciudadela mientras le sacaban los ojos y castraban a Gustavo Madero. Los crímenes de la “decena trágica” no prescriben ni se perdonan. Son para nuestra historia lo que el colaboracionismo pronazi para los franceses. Quizá la sangre de febrero haya caído sobre Carmen Mondragón. Ella, por supuesto, no tiene culpa alguna. Tal vez así se expliquen las desgracias de su existencia y su hasta hoy relativa oscuridad.
Otro misterio atroz: el bebé muerto. ¿Lo asfixió en la cuna su madre, lo estrelló su padre contra el suelo? O bien ¿todo es la más infame de las muchas calumnias contra una mujer que se atrevió a desafiar como nadie lo había hecho las furias combinadas de la hipocresía mexicana, la envidia por su belleza incontrastable y nuestra pura y simple maldad humana?
Los amantes en el convento
Para iniciar los años veinte mexicanos, el imperio de la juventud y el talento, la era de la revolución estética y sexual, la orgía perpetua y la danza que gira sobre los cadáveres acumulados por la primera Guerra y la lucha armada que no terminó aquí hasta 1929, Carmen Mondragón y Gerardo Murillo se unen en el fuego de una pasión que no es lugar común llamar volcánica si se trata de un hombre que consagró gran parte de su vida y su pintura a los volcanes.
(Un paréntesis: se dice que el gran poeta argentino Leopoldo Lugones le dio en París el nombre a medias nahua. Con todo, en el Diario de Gamboa aparece ya como Dr. Atl muchos años antes del encuentro con Lugones.)
Se adueñan del convento de La Merced, devastada joya entre muladares. Tan intensos como los actos sexuales son los pleitos y las escenas. Nahui es en boca de Atl el amor de su vida y al mismo tiempo mon dragon, “mi dragón”.
La niña inteligente y sensitiva que había sido Carmen se convierte bajo el estímulo de Atl en pintora y escritora. Sus poemas delirantes rompen con todo, constituyen verdadera antipoesía y deben formar parte del vanguardismo mexicano. P. R. Lopátegui pone ahora a nuestra disposición lo que nadie había visto en casi un siglo. Al mismo tiempo, otro enigma, Nahui Ollin insiste en estudiar taquigrafía y mecanografía como cualquier muchacha pobre de la época.
Elogio de la desnudez
Metafórica o literalmente, Nahui Ollin está siempre desnuda. Con la efímera gloria de su cuerpo va por el mundo, posa para Rivera y para el fotógrafo Garduño. Se atreve a montar la primera exposición hecha aquí en que reta a todos con esa desnudez que en las fotos la voracidad del tiempo no ha marchitado.
Tiene amores con uno y otro hombre sucesiva o simultánemente.
Por fin encuentra la estabilidad en Eugenio Agacino, un capitán de la Compañía Trasatlántica Española. Se aman apasionadamente en el barco, en La Habana, en Nueva York. El hechizo dura un año. En la navidad de 1934 Agacino sufre la menos poética de las muertes: intoxicación por mariscos. Nahui se queda esperándolo en el muelle de Veracruz. Allí la ve Germán Lizst Arzubide: deshecha, demente, sucia, sin un centavo, caída para ya no levantarse jamás.
En el fondo del pozo
El descenso al infierno es una espiral sin sosiego que dura cuarenta años. En todas las mitologías la joven y deseable hechicera al hundirse en el naufragio de la vejez se transforma en la bruja a quien los niños apedrean y todos rehuyen. Por fortuna, no hay una sola imagen de la Nahui de esos años interminables. El espectro que espanta en la Alameda y dilapida su salario miserable en dar de comer a los gatos errantes, la señora más que obesa y ataviada con elegantes harapos. Y “en el fondo del pozo /los dos ojos”, como en Piedra de sol. Los imborrables ojos verdes de Nahui Olin.
Todos los que pasaban su día y su noche en la Avenida Juárez que se llevó el terremoto huían al verla. Sólo Homero Aridjis la dejó acercarse y pudo entrar en su casa. Algún día escribirá esas “Variaciones sobre Nahui Ollin” que prometió en aquel momento.
Más aterrador era ver que Rodríguez Lozano se acercaba a la mesa del café en busca de halagos y reconocimientos. Como nadie se los daba su venganza era pendejear a todos: “¿Diego? Es un pendejo. ¿Orozco? Es un pendejo. ¿Tamayo? Es un pendejo.” Decía Monsiváis: “México es cruel. Así vamos a terminar también nosotros.”
La sombra de los amores
Todo concluye y no se acaba. En el velorio del Dr. Atl en Bellas Artes apareció de pronto la espectral Nahui Ollin. Ya en estos años su único lujo y su último placer era cenar de vez en cuando en el Casino Español. Murió en la miseria, en la locura, en el dolor y en el olvido. Pero ha regresado, joven de nuevo, otra vez desafiante. Al terminarse la restauración el convento de La Merced, el más hermoso claustro de nuestra arquitectura colonial, será el cenotafio en que cada noche se unirán para siempre las sombras de los amantes.
–Proceso/Apro