Julieta Cardona
19/11/2017 - 12:01 am
Hacer las cosas bien
Hay pecados que una comete al mismo tiempo porque llegar a los 31 sin tener puta idea de cualquier cosa es resencillo: pan comido. Como ejemplo, mi más reciente episodio: ayer, de lo borracha, me tiré encima el mejor vino tinto que he probado en siglos mientras cantaba –con las mínimas cualificaciones de dignidad vocal […]
Hay pecados que una comete al mismo tiempo porque llegar a los 31 sin tener puta idea de cualquier cosa es resencillo: pan comido. Como ejemplo, mi más reciente episodio: ayer, de lo borracha, me tiré encima el mejor vino tinto que he probado en siglos mientras cantaba –con las mínimas cualificaciones de dignidad vocal y además a todo pulmón– Cucurrucucú Paloma. Pedro Infante me perdone. Pero pues cómo le hace una para salvarse de sí misma.
Y me he dicho muchas veces: no, niña, las cosas no son así, aunque, bueno, tampoco son de la otra forma. Se trata, creo, de hacerlo bien y darte palmaditas en la espalda, ya sabes: decirte que la cosa pasará aunque hayas metido la pata tremendamente. Y en el intento de hacerlo bien, van a joderse mil cosas, es natural. Así como cuando el asteroide cayó mientras los dinosaurios fornicaban detrás de las cataratas más bellas que apenas podremos imaginar como especie, bueno, así como esa roca inmensa y ardiente los borró de esta tierra para que la vida diera otro saltito cuántico. Así van a joderse mil cosas.
Pero sobre todo, algo me dice que he encontrado –por fin– una forma de hacerlo bien: se trata de sanar.
Una puede sanar de aquí a cien años. Pero se elige la forma. Una puede hacer como los gatos y lamerse lo que tome; cambiar de posición y seguir lamiendo; levantarse, caminar para ver cómo va la cosa y darse cuenta de que hay que seguir lamiendo; entonces tumbarse y seguir lamiendo; y así hasta que la tiriteada desaparece. Si toma un día, bien. Si toma doce inviernos, bien.
Una puede, así sin más, hacerle a la Tyler Durden: sentir cómo la sosa cáustica te chamusca hasta los ventrículos, creer que te mueres de dolor –y morirte, de alguna forma–, abrir los ojos –todos los ojos del mundo– y decir «cómo ha dolido esta mierda, pero qué bien me siento, deja me jalo una silla y miro las estrellas caer».
Una puede hacerse de nudos y tapones que van desde la garganta hasta donde se pongan; aunque, bueno, ni un testimonio de que esos modos hayan funcionado. Una elige la forma de rehacerse: me da un kilo de esto, otro de aquello, tres cuartos de ese que apenas se ve, medio del de hasta allá, doscientos gramos de almendras y un ramillete de perejil. Y, venga, ‘ora sí que lo que tome.
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