Carlos A. Pérez Ricart
19/07/2022 - 12:04 am
Caro Quintero y la DEA: el último vals
“No nos equivoquemos. La DEA no buscaba a Caro Quintero por su asociación con el supuesto “Cartel de Caborca” ni por su inverosímil participación en el crecimiento del mercado de droga en el Norte del país. Esas son invenciones de la prensa que cree a pies de puntillas la información que sale de la agencia estadounidense (…)”.
Son dos viejos conocidos. Se han mirado a los ojos desde hace más de cincuenta años. Se odian, pero se necesitan; hoy, ya cansados —torcidos, rancios— se preparan para bailar, con más fatiga que ganas, un último vals.
El inicio del romance entre Rafael Caro Quintero y la DEA se remonta a finales de la década de los años 70. Por aquel tiempo —que hoy nos remite a un México antediluviano— un jovencísimo Caro Quintero buscaba sobresalir como uno de los herederos de Pedro Avilés Pérez, El León de la Sierra, otrora amo y señor del triángulo dorado, ese remanso inagotable de valles que evapora las fronteras de Durango, Sinaloa y Chihuahua.
La muerte de Avilés Pérez en 1978 no solo ofreció nuevos espacios de dominio territorial en la sierra, sino la posibilidad de expandir el entonces arcaico negocio de cultivo de amapola y marihuana hacia zonas urbanas del país. Ya para principios de la década de los años 80, Caro Quintero y una veintena de traficantes provenientes de Sinaloa se habían asentado en Guadalajara e incursionado en el tráfico de la cocaína colombiana, tan ansiada y codiciada en Estados Unidos. Los nombres y apellidos los conocemos todos: Miguel Ángel Félix Gallardo, Ernesto Fonseca Carrillo, Jorge Favela Escobosa, Juan Esparragoza Moreno, Jaime Herrera Nevares, entre otros.
No lo lograron solos, por supuesto; el negocio descansaba en la oscura alianza que habían forjado los sinaloenses con mandos medios y altos de policías locales, estatales, federales, así como de la Dirección Federal de Seguridad (DFS); corporación que logró ser penetrada en su totalidad por intereses criminales hacia el ecuador de la década de los 80. La cosa funcionó bien hasta que las oficinas de la DEA en Ciudad de México, Guadalajara y Hermosillo comenzaron a mirar más de cerca el funcionamiento de lo que años después se denominaría (equivocadamente) Cartel de Guadalajara.
El enfrentamiento entre Caro Quintero y la DEA —el verdadero enfrentamiento— comenzó en 1984. El 26 de mayo de aquel año, la oficina de la DEA en Guadalajara coordinó una redada en uno de los campos administrados por gente de Caro Quintero cerca de Fresnillo, Zacatecas. En aquella operación se incautaron 20 toneladas de marihuana. Además, algunos lugartenientes de Caro fueron arrestados. Según describió el agente de la DEA, Enrique “Kiki” Camarena —quien estuvo al frente de aquella operación— la existencia de semejante plantío solo podía ser posible con la complicidad de al menos 60 agentes de la DFS y otros tantos policías más.
Caro Quintero y su grupo no encajaron bien aquel golpe. Tampoco se quedaron de brazos cuando meses después la DEA congelara algunas de las cuentas bancarias que los traficantes tenían en Estados Unidos tras la puesta en marcha Operación Padrino, un proyecto de obtención de inteligencia de la DEA que dejó en evidencia que los tenáculos financieros de la red criminal habían llegado a media docena de países.
El contragolpe no se hizo esperar. En julio de 1984, James Kuykendall, el supervisor de la oficina de la DEA en Guadalajara fue hostigado por dos esbirros de Caro Quintero cuando manejaba su automóvil en las calles de la ciudad. El 30 de septiembre uno de los informantes estrella de la agencia fue baleado en un restaurante de Guadalajara por una persona no identificada. Aunque no murió, uno de los disparos impactó en su espina dorsal. Quedo parapléjico. Días después, a las siete de la mañana del 10 de octubre, el Ford blanco del agente de la DEA Roger Knapp —quien estaba al frente de la Operación Padrino— fue ametrallado afuera de su casa. Tuvo que huir inmediatamente de México.
Tras la balacera al coche de Knapp, tres agentes de la DEA, que habían comenzado su proceso de incorporación a Guadalajara ese mismo año, renunciaron inmediatamente a tal pretensión. Hicieron bien.
En medio de la abierta confrontación que ya se celebraba en Guadalajara entre los agentes de la DEA y los narcotraficantes de la ciudad, ocurrió, el 6 de noviembre, el famoso decomiso de marihuana del rancho El Búfalo. Contrario a lo que suele señalarse en series de televisión, en la gran confiscación de El Búfalo poco o nada tuvo que ver Camarena. Se trató de una redada operada por la oficina de la DEA en Hermosillo.
Resulta imposible soslayar la relevancia que tuvo la redada de El Búfalo; según cifras oficiales (probablemente exageradas) se decomisaron, al menos, 10 mil toneladas de marihuana. El descubrimiento de aquella plantación causó sensación en la prensa nacional que no tuvo empacho en exagerar tanto la cantidad de droga confiscada como el tamaño de la operación en la que participaron policías federales y casi 300 soldados. Lo que más sorprendió fue la noticia de que en las plantaciones vivían y trabajaban más de 10 mil campesinos provenientes de todo el país en condiciones miserables.
El decomiso de El Búfalo mostró a Félix Gallardo y a sus socios, en particular a Caro Quintero, que la protección de la que presumían estaba en entredicho. Debían actuar. Y se les ocurrió la peor manera para hacerlo.
El 14 de noviembre de 1984 dos agentes de la DEA fueron perseguidos y arrinconados al ser identificados tomando fotografías a dos de los hangares que mantenía el narcotraficante en el aeropuerto de Guadalajara. Tuvieron suerte y fueron rescatados. Tres semanas después, el 2 de diciembre, cuatro testigos de Jehová de nacionalidad estadounidense desaparecieron en el barrio de Chapalita, Guadalajara. Estaban a la mitad de sus 30. Bien uniformados —ellas con traje largo y ellos con saco y corbata— habían pasado la mañana tocando puertas y difundiendo su fe en las casas de clase media alta de la zona. Acaso confundidos con agentes de la DEA, los cuatro testigos fueron torturados mientras se los interrogaba. Según admitió un informante varios años después, las mujeres fueron violadas hasta el cansancio. Los cuerpos nunca fueron localizados.
Sí, los sinaloenses en Guadalajara se habían equivocado una vez, y se volverían a equivocar otra. La noche del 30 de enero de 1985 fueron asesinados, en un restaurante de Zapopan, dos turistas estadounidenses. Hay versiones encontradas sobre lo acontecido aquella noche. Todas, sin embargo, coinciden en tres cosas: que Caro Quintero se encontraba en el restaurante; que los estadounidenses fueron torturados con picahielos, cuchillos y navajas; y que los turistas fueron confundidos con agentes de la DEA —la razón última de su asesinato.
Si no entendemos lo anterior es imposible comprender el contexto en el que ocurre el secuestro, tortura y asesinato del agente “Kiki” Camarena en febrero de 1985 y, por supuesto, el odio que genera Caro Quintero en la estructura de la DEA desde hace medio siglo.
No nos equivoquemos. La DEA no buscaba a Caro Quintero por su asociación con el supuesto “Cartel de Caborca” ni por su inverosímil participación en el crecimiento del mercado de droga en el Norte del país. Esas son invenciones de la prensa que cree a pies de puntillas la información que sale de la agencia estadounidense para enturbiar, todavía más, el imaginario del narcotráfico en México.
La recompensa de 20 millones de dólares por la cabeza de Caro Quintero y su incursión a la lista de los criminales más buscados del mundo se explica por los agravios del pasado más que por las amenazas del presente. Entre ambos, agencia y narcotraficante, faltaba por bailar un último vals.
El vals se bailará tras un rápido proceso de extradición y en un juicio mediático como tanto gusta a nuestros vecinos del norte —con las cartas marcadas y la sentencia ya definida con anterioridad. Entonces, por fin, en una fría y silenciosa cárcel de algún poblado de Estados Unidos solo habrá silencio. Será la último que escuchará Caro Quintero; la DEA, en cambio, buscará una nueva pareja con quien bailar.
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