Joaquín, un cubano sexagenario, aguarda sentado afuera del Metro Hidalgo, uno de los lugares a los que las medidas de sana distancia no llegaron. La pandemia le quitó su venta de libros y el cuarto de hotel en el que vivía. Ahora sólo tiene unos zapatos rellenos de periódico, y múltiples historias.
Ciudad de México, 19 de mayo (SinEmbargo).– Hay lugares en la Ciudad de México a los que el confinamiento no llegó. Afuera del Metro Hidalgo, al menos una docena de jóvenes se reúnen para olvidar el dolor con una estopa bañada en thinner. Comen, duermen y viven en las mismas banquetas en las que ratas salen a buscar alimento. Se ríen, mientan madres, se lastiman y se quieren sin preocuparse por la sana distancia ni por los cubrebocas. Justo en ese lugar, unos metros apartado, Joaquín se sienta descalzo a contemplar lo que, según él, es otra de las tantas muertes por las que ha pasado la humanidad.
Joaquín nació en Cuba hace más de 60 años. Dice que lleva casi cuatro décadas viajando por el mundo. El último tramo lo ha pasado en México. Aquí se ha convertido en un personaje colorido del Centro Histórico de la capital. Equipado con una larga gabardina, el hombre se acerca a los que visitan Bellas Artes para ofrecerles historias y libros. De eso vive o vivía, pues el Gobierno levantó murallas en el primer cuadro para evitar que la COVID-19 se propagara. Le clausuraron la librería, dice Joaquín. Y luego lo corrieron del hotel en el que rentaba, añade.
“El Presidente cerró la librería (la explanada de la Alameda Central). Me vi en la necesidad de convertirme en un ser feliz. No puedo esperar nada de nada ni de nadie. Sólo puedo creer que mi existencia, como la de cualquier otro individuo, tiene una capacidad inaudita. He dado un salto de descenso en los bienes que me acompañaban... Vivía en un hotel y me botaron, lo cerraron. La librería cerró. Llevaba más de 12 años en el mismo lugar, en el mismo hotel sin ningún tipo de deuda. Pero al capitalista no le interesa la moral, sino lo económico. Llevo 39 años de destierro. Una intemperie más, no significa la muerte. Ya la he sorteado en otros lugares”, cuenta.
Joaquín ahora vive en una pensión, un lugar al que le dicen “cancha”, en condiciones “dantescas”. Sin embargo, asegura que la pandemia le permitió descubrir cosas sobre la condición humana. “La contingencia ha venido a demostrarme que somos más universales de lo que creemos. No somos de ninguna parte, somos de todas. Somos consecuencia uno de otro. Pero como hemos vivido clasificados, creemos que somos distintos unos de otros. Eso trae consecuencias que... A mí me da pena la humanidad. Está derrotada. Todo es mentira. Todo. Ahora mismo la humanidad está muerta. No hay alternativas. No podemos ir a ver a Mengano o Sultano, es letra muerta”, dice.
“El Cubano”, como lo llama un hombre con el que a veces charla, habla de psicología, de filosofía y letras. Asegura que ha leído miles de libros, que tal vez hasta tiene un récord mundial. Y sí, al hablar cita a un autor, y luego a otro, y a otro. Y las citas lo llevan a historias y reflexiones propias. En un momento habla sobre Aristipo, alumno de Sócrates, y luego cuenta sobre los males que ha enfrentado la familia de unos niños que juegan con una cuerda a unos centímetros de él. Cita a Friedrich Nietzsche y luego asegura que hay colonias muertas, muy pobres, en la Ciudad de México. Va y viene entre recuerdos y libros.
“Dice el Gobierno mexicano: ‘quédate en casa’, pero el mexicano no tiene casa. Octavio Paz decía que el mexicano no podía aprender porque no tenía casa. Ahora que estamos en una guerra, cómo le vas a pedir al individuo que se meta en una cueva, si no le diste refugio cuando era libre”, reclama.
“Dijo Herodoto: ‘Nacer es ser viejo para morir’. El niño nace ahora mismo y ya es un anciano para la muerte. El hombre no muere, se mata a sí mismo’”, cita. Luego critica al Metrobús que pasa frente a él. Dice que es una máquina que arrastra gente, pero que en realidad nadie sabe a dónde los ha llevado durante tantos años.
Joaquín cuenta que en Cuba vivía en la sierra. Dice que allá, en su país de origen, usaba un tren para trasladarse. “Un tren ruidoso”. Asegura que en uno de sus viajes de madrugada, se quedó varado junto a un campo en el que había cañaverales y naranjales. Comió mientras “se arreglaba un descarrilamiento”. Así descubrió, dice, lo obsoleto del transporte. Había encontrado lo que necesitaba. Y entonces emprendió un viaje. Llegó a México en 1982, luego se fue de indocumentado a Estados Unidos; conoció la Plaza Meave y Miami.
“Ahora yo practico la filosofía de las manos limpias: vendo mis libros. Soy un hombre que con el cuerpo puedo hacerlo todo. Esto es todo lo que yo tengo, toda mi riqueza: un cortaúñas, una rasuradora, los zapatos, La Jornada para sacarles la humedad”, describe. Luego señala las cosas que acaba de nombrar. Dice que lo queda es la tranquilidad. Su edad lo vuelve más vulnerable no sólo a la COVID-19, sino a varias enfermedades, pero ahí está, sentado en el suelo. Canta y luego cita a Pitágoras. Canta y luego critica a Juan Pablo II.
“La política es un arte para hacer esclavos a los hombres. Hay que ponernos a pensar a cuántos mexicanos han matado en los últimos años, ¿y a quién le interesa? A nadie. ¿Cuántos desaparecidos? ¿Cuántos muertos? Las mexicanas van a parir a un hospital y no las dejan entrar, esos son crímenes de lesa humanidad. Dicen: ‘Fulano de 90 años se salvó...’ Qué cojones, nadie se salva, nadie. Le rompieron la madre a Jesucristo, le rompieron la madre a Nerón, le rompieron la madre a César, a Obregón, a Juárez”, reclama.
“El hombre no muere, termina de morir. En plena pandemia yo estoy en el asunto de la estética. Quiero seguir vivo”, dice. Unos momentos antes de la entrevista, usaba una navaja (la rasuradora) para quitarse las patillas. Todavía alcanza a verse una pequeña herida que se causó a centímetros de la oreja. A eso se refiere con “estética”.
“La muerte al que primero alcanza es al que huye. No hay que ser temerarios, pero el hombre prudente es dueño de sus acciones. Piensa que cada día es el último día que para ti alumbra”, dice. Una ambulancia pasa con las sirenas encendidas. Él ni se inmuta. Es un día más en medio de la pandemia.
Cuando lees, tienes suficiente historia para relatar, asegura. Luego recomienda libros y autores. A esta altura de la vida, agrega, él podría vivir ciego porque ya no necesita ver nada más. Dice que tiene maestros por todo el mundo. Dice que en la calle no mueres, pues siempre hay gente buena que ayuda. Justo ese día, extraños que viajan en una camioneta le han llevado una bolsa con un jugo de mango y una torta envuelta en servilletas. Dice que tiene escasez monetaria, pero un espíritu sublime.
Antes de concluir la entrevista, Joaquín se levanta y pide una foto sin camisa y zapatos. Pide titularla: “Tiempos de coronavirus”. Luego vuelve a cantar. A unos metros los jóvenes vuelven a jalar la estopa hacia sus rostros.