Las mujeres, hombres y trans que viven del comercio sexual en Ciudad Juárez enfrentan una de sus peores crisis económicas debido a que la pandemia redujo a sus clientes y sus ingresos, situación que los obligó a ceder en prácticas que elevan su vulnerabilidad y precariedad.
Por Karen Cano
Ciudad Juárez, 19 de abril (La Verdad).– Es de noche y “Alexa”, de 27 años, se encuentra parada en la banqueta de una calle en el Centro Histórico de Ciudad Juárez, Chihuahua, donde lleva horas a la espera de su primer cliente de la jornada, que “no cae”.
Comenta lo irónico que es estar más “tapada de la cara” que del cuerpo.
Se quita el tapabocas y es entonces cuando un hombre, que ya había pasado de largo, regresa y se acerca para preguntarle, desde el automóvil, el precio de sus servicios sexuales.
“Le digo: ‘¿por qué no me quisiste con cubrebocas?’ y me dice: ‘porque ya te lo quitaste y vi que si estás bonita’, cuenta la mujer trans, “y no es el único, nadie nos quiere con cubrebocas, los empezamos a usar porque nos lo pedía la Policía”.
Desde hace seis años, Alexa vive del comercio sexual, pero con la expansión de la pandemia sus clientes y ganancias se redujeron a menos de la mitad. Así como ella, son muchas personas, entre mujeres, hombres y trans, dedicadas a esta actividad en la ciudad que han sobrevivido con ingresos mínimos, en la primera línea de riesgo, por el contacto físico imposible de evitar en el trato al cliente.
No hay un número determinado de personas en la actividad; sin embargo, la activista Deborah Álvarez Fernández, del Colectivo Fanny, que trabaja por los derechos de quien ejerce el comercio sexual, considera que deben ser miles en esta frontera; mientras que la asociación civil Programa Compañeros, asegura que atendió a poco más de 800 durante este periodo pandémico, dándoles atención médica y kits de protección, así como haciendo pruebas rápidas.
Trabajadoras sexuales en el Centro Histórico de Juárez estiman que al menos en las calles del primer cuadro de la ciudad hay unas 200. Autoridades de Salud reportan que desconocen cuántas personas se dedican al trabajo sexual, ni siquiera en estos meses de pandemia dieron seguimiento a quienes se dedican a esta actividad.
“Supe, por ellas mismas, de unas ocho que murieron por la COVID-19, pero no sabemos casi nada”, comenta a su vez María Elena Ramos Rodríguez, del Programa Compañeros.
Al ejercer en la clandestinidad, las mujeres, hombres y trans no reciben ningún apoyo gubernamental derivado de la contingencia de salud, ni tampoco ninguna protección. Además, el sector fue seriamente afectado por el cierre de hoteles, bares y cantinas, así como por las restricciones de sana distancia que dejaron por unos meses las calles vacías.
Todos estos factores han derivado en que tomen una serie de riesgos que aumentan su vulnerabilidad, ante posibles abusos no sólo de los clientes, sino también por parte incluso de elementos policiacos.
ENTRE EL ACOSO Y LA PRECARIEDAD
“Las compañeras dicen que el tapabocas nos pone feas, que no se te ve la cara. Pero todas lo empezamos a usar porque sino nos iba a llevar la Policía, nos decían que nos iban a dar quien sabe cuántos días de arresto, incluso una vez me pararon a mí y a una amiga cuando ya íbamos a nuestra casa”, relata Nancy, de 39 años.
La vigilancia por parte de las autoridades, en el cumplimento de estas normas de seguridad y salud, se convirtió muy pronto en acoso, explica.
“Esperaban a los clientes afuera, varias veces me tocó que los vi saliendo y ya estando afuera los regañaban por no estar en casa, y les quitaban el dinero que traían; y esos son clientes que ya no volvieron, nunca, aunque tuvieran muchos años viniendo, perdí varios así estos meses”, dice.
A diferencia de Alexa, quien trabaja en la calle, de noche y solamente los fines de semana, Nancy tiene como centro laboral los cuartos de un hotel en la zona centro, donde ejerce desde hace 16 años.
Manifiesta que el trabajo es distinto, según el horario o el lugar en el que se practique, aunque los riesgos son similares, al igual que la precariedad.
“No usaba gel antibacterial al principio, porque estaba muy caro, y pues usaba toallitas húmedas, la verdad es que las habitaciones no se prestan para mucho, y si en un rato un cliente me daba dinero, pues mejor me lo quedaba a gastar en gel”, dice Nancy.
Alexa refiere que sus clientes son muy insistentes con besarla en la boca y, de hecho, aun cuando por lo regular ella se niega, la escasez de clientes y su precariedad la hacen ceder a esto y a otras cosas.
“Yo tenía mi meta de ganar dos mil pesos por noche”, relata, “con la pandemia tuve que conformarme con juntar 800, porque igual podía estarme más horas, pero no iba a conseguir más”.
Otra cosa que por lo general realizan, explica Nancy, es cobrar por adelantado; pues de lo contrario se corre el riesgo de que los clientes las violenten o les nieguen el pago.
“Hasta en eso tuvimos que cambiar, si te decían que después, después (el pago). En la pandemia uno me llevó muy lejos, y cuando era momento de pagarme me dijo que se dio cuenta que no traía dinero y ni siquiera quería regresarme al Centro”, relata. “Lloré, para que me quisiera regresar, como 3 horas, no quería, no traía dinero yo tampoco, al final me dijo que sí, pero que tenía que volverle sexo al regresar”.
Debido a sus condiciones de precaridad económica que arrastró la pandemia de la COVID-19, las personas cedieron a romper sus propias reglas de seguridad. Comenzaron a subirse a automóviles de sus clientes, pese al riesgo de que ser abandonadas en calles desconocidas o peligrosas, a ser golpeadas o asaltadas; también, les abrieron las puertas de sus casas.
“La de compañeras que nos ha tocado ver regresar a pie, al centro, sin dinero porque el cliente no les pagó”, dice Alexa.
La mujer trans cuenta que hace unos meses enfermó de COVID-19 y relata que está segura que fue una compañera trabajadora sexual quien la contagió.
“Se veía enferma, yo le dije que se fuera, pero no quiso, dijo que tenía que hacer unos pagos y necesitaba el dinero. Yo me sentí mal después de ese día y tuve COVID-19, me aislé, no volví a trabajar hasta que pasó el tiempo que dice la Secretaría de Salud que debes de estar aislada. Cuando regresé ella jamás volvió, y siempre estaba ahí”, relata.
Entre trabajadoras sexuales, cuenta, no se confían demasiado; es muy común que fuera del lugar donde se ofrecen no se hablen, a veces, dice, ni siquiera se saben el nombre real de la que está al lado. Tuvo la inquietud de ir a buscar a su compañera para saber si estaba bien, pues recordaba un par de veces haberse ofrecido a dejarla cerca de su casa en servicio Uber.
Pero no sabía exactamente qué casa era, ni tampoco estaba segura si vivía con alguien o si su familia sabía a qué se dedicaba.
“Espero que se haya conseguido un hombre muy rico y se haya casado y que por eso no haya vuelto”, dice y sonríe.
DOBLE VIDA INVISIBILIZADA
María Elena Ramos, directora del Programa Compañeros, comenta que, de noviembre del 2020 a marzo del 2021, han atendido a 831 personas trabajadoras sexuales, proporcionándoles pruebas VIH gratuitas, kits de protección para la COVID-19, algunas despensas y chequeos médicos.
Esta organización civil es básicamente la única que ha mantenido por 35 años contacto directo no sólo con trabajadoras sexuales en Ciudad Juárez, sino también con población con VIH o Sida, personas que viven en situación de calle y personas que cuentan con adicciones.
A través de esta se busca impedir la propagación del virus en mención, regalando condones, jeringas para los que utilizan drogas inyectables y haciendo pruebas rápidas para que conozcan su estado de salud.
No obstante, la cantidad de trabajadoras sexuales atendidas por Compañeros no es ni de cerca la cantidad total de personas que se dedican a ello en la ciudad, pues es una población difícil de contabilizar; no sólo por ser una práctica no regulada legalmente, sino también por la carga moral que conlleva ante la sociedad. La mayoría llevan una doble vida, o ni siquiera se asumen como tal.
“Esta situación se vuelve muy compleja a la hora de iniciar la protección de estas mujeres. Si estuvieron paradas todo el día fuera de un hotel y ninguno llega, cuando llegue uno lo que va a hacer es tratar de convencerlo, si el cliente no quiere usar condón, acceden, si se quiere quitar el cubrebocas, igual, porque necesitan el dinero”, explica.
Además, señala que entre ellas las condiciones son distintas. Pues hay desde las que pueden cobrar hasta cinco mil pesos por un servicio, hasta las que pueden cobrar 50 o 10 pesos por alguna práctica sexual en medio de la calle.
“También están las que no se asumen como trabajadoras sexuales porque lo hacen sólo esporádicamente, cuando requieren de un dinero extra. En la pandemia, al quedarse sin trabajo, algunas tuvieron que dedicarse de lleno a ello”, apunta.
Además, al no poder salir de casa, hubo quienes iniciaron a ofrecer servicios a través de Internet, o en clasificados de periódicos.
“Yo hice lo del Internet, pero no me gusta, es muy riesgoso. Además, siempre quieren ir a tu casa, y eso es peligroso, es raro el que te dice que te lleva al motel, siempre te preguntan si tienes donde. Cuando los he recibido en la casa siempre escondo el dinero”, cuenta Nancy.
Al no tener un registro de cuantas son, y siendo las modalidades tan diversas, es imposible determinar cuántas pudieron verse visto afectadas por el virus, o cuántas murieron al haber sido contagiadas trabajando, afirma María Elena.
CAMBIÓ EL TRABAJO, AUMENTÓ EL COMERCIO
La plaza del monumento de Benito Juárez es conocida por las personas que saben sobre el trabajo sexual como el punto de encuentro específicamente de hombres que ofrecen sus servicios.
Deborah Álvarez Fernández, activista por los derechos humanos de la comunidad LGBTT, de personas con VIH y de las trabajadoras sexuales, así como miembro del Colectivo Fanny, se jacta de conocer a todas las personas que se hacen visibles ofreciendo servicios en el Centro Histórico.
“Vivo en un sector donde trabajan personas trabajadoras sexuales, todas me conocen, donde me ven me gritan y saludan” dice. “Hace poco fui al monumento y se me acercaron unos muchachos a preguntarme qué estaba buscando, no me conocían ni yo tampoco, hay muchas caras nuevas, no nada más ahí, en todos lados, pero me llamó la atención ese día en especial”.
Ella también ejerció el trabajo sexual, aunque ahora se dedica de lleno a visibilizar los derechos de esta población, a la que se han sumado migrantes que están de manera temporal en Ciudad Juárez mientras cruzan a Estados Unidos.
SIN MIRAS A REGULACIÓN Y SEGURIDAD
María Elena Ramos recuerda qué de todas las administraciones municipales recientes, la única que ha tenido alguna intención de regular el servicio, fue la de Héctor Murguía Lardizábal.
“Tenía una idea de poner una zona de tolerancia, pero él tenía una visión recaudadora del tema”, explica. Debido a eso, la propuesta no prosperó.
En la actual administración municipal, ni siquiera se ha tocado el tema, posiblemente por la carga moral que el asunto representa, comenta.
“Son temas que confrontan mucho a las personas y no se permiten entender que con o sin el consentimiento de las autoridades y de la sociedad, pues se va a dar”, señala.
En medio de este vacío y a las condiciones que enfrentan, para Nancy y Alexa, la regulación de su actividad o la conformación de una red oficial de trabajadoras sexuales en activo es algo consideran nunca verán.
“Lo hemos estado queriendo hacer, pero las trabajadoras sexuales son, o somos, muy individualistas”, dice Alexa. Mientras que Nancy señala que las condiciones personales varían de una a otra, pues algunas prefieren no ser reconocidas oficialmente como tales, o poseen problemas de adicciones muy fuertes.
Todo ello dificulta la regulación de la actividad, y por ende, mantiene en la clandestinidad y en el riesgo latente a quienes la practican.