A once años de que murieran sepultados 68 mineros en Pasta de Conchos, en Coahuila, la tragedia parece no haberse marcado una diferencia sustancial. El destino tiene ligada a la familia, vecinos y a todo el pueblo con la desgracia. Los de Abajo siguen trabajando con la piel expuesta, sin playera, algunos descalzos, tentados a impregnarse con el vaho del diablo, el gas metano que siempre coquetea en concentraciones de carbón.
Por Karla Guadarrama
Ciudad de México, 19 de febrero (SinEmbargo/Vanguardia).– Todos los días, bocaminas devoran carboneros en la oscuridad. Sabinas y Nueva Rosita tienen repartidas 77 bocas de lobo entre el mismo número de productores reconocidos en papel por el Panorama Minero de Coahuila 2015.
El documento que corona a Coahuila como rey del carbón con 13 mil millones de pesos anuales de extracción pura, olvida incluir el carbón que carga cada minero dentro de sus pulmones. Las mascarillas son pantallas desechables que sirven durante la supervisión, dicen.
La tierra guarda secretos y solo aquellos que han latido al unísono con ella los comprende o intenta hacerlo.
Como Marcelo. El día que se accidentó no hubo supervisión. Trabajando de tercera un tronco tronó, el carro le rebotó en la cara y se la partió toda, todita.
Doctores de Palaú lo mandaron a Monclova, y de ahí peregrinó en un mueble hasta la Dos en Saltillo. Después vinieron días de recuperación física y un año largo de autoterapia a base de encerrones, sueños y pesadillas en su pueblo: Rancherías. Le fue bien, puede trabajar, libró la etiqueta de “carne desechable para el patrón”.
– Todos los días tiembla, reza, se aguanta… Se debe aguantar, todos los días pide permiso a la oscuridad si lo deja regresar, confiesa su esposa.
El destino tiene ligada a la familia, vecinos y a todo el pueblo con la desgracia. La nueva cuñada de Marcelo es una de las 64 viudas de Pasta de Conchos. Su hijo es uno de los 160 huérfanos del 19 de febrero de 2006 a las 2:30 de la mañana. Y muy probablemente pertenezca a los 50 mil niños y hombres que trabajan en las minas.
Once años después de la tragedia parece no haberse marcado una diferencia sustancial, ahí está Marcelo, ahí siguen las bocas de lobo trazando el destino de menores de edad. Ahí sigue la muerte rondando.
IGUAL QUE HACE ONCE AÑOS
Cuando el carro al que debíamos subir salió del camino en plena bajada creí en el destino. La boca del lobo se negó a recibirnos. Fue uno de esos martes contados en la región. Nublado, ventarrones, frío, con el ambiente impregnado de olor a fritada de venado… y diesel.
El mineral hizo efecto de inmediato, pobres ojos. ¿Qué podían hacer frente a cinco bocas de mina vaciadas a toneladas frente a nosotros? Arder, llorar.
Las manchas de carbón en la piel, la única protección de los trabajadores contra el frío, debieron trabajar a marchas forzadas para reparar el riel y levantar el carro capaz de cargar con toneladas de oro negro.
-¡Bajan!
Una película monocromática corre frente a nosotros. Todo blanco y negro. Un solo cable une a los de Abajo con los de arriba. Somos títeres controlados a lo lejos por el motor de un camión viejo y éste por medio de un hilo guía al carro a unos 50 km/h de nueva cuenta a la boca del lobo… que esta vez sí nos dejó pasar.
Y mientras todo tiembla, el cable se estira, el cielo desaparece… La oscuridad devora los cascos de una bocanada en pleno medio día. Estamos en la nada y ésta nos abrasa, el mundo de los de abajo con sus mil 712 almas aniquiladas desde el 89 del siglo anterior, aprieta el pecho y corta el aliento.
Aquí adentro el tiempo se suspende. Troncos sostienen una ciudad de túneles debajo de la tierra que mineros esquivan de rodillas. Todos bailan, bailamos al ritmo que el mineral marque.
Los de Abajo trabajan con la piel expuesta, sin playera, algunos descalzos, tentados a impregnarse con el vaho del diablo, el gas metano que siempre coquetea en concentraciones de carbón. Ese que de forma rudimentaria mató a miles de pájaros que enjaulados fueron víctima de grandes concentraciones de gas, la forma más salvaje de tentar el aliento del diablo, una manera de prevenir descensos de hombres con consecuencias fatales.
Abajo, casi todos llevan casco, CASI.
El ruido como de una cascada ensordece.
-¿Es agua?, pregunto.
-No, es el viento que entra y sale libre. El único con permiso, pienso.
La tierra deja que avancen dentro de ella, una pistola de aire abre el camino entre paredes de carbón, a cambio el polvo encuentra resguardo en los pulmones. Entre el vapor de las entrañas una mascarilla les estorba más de lo que ayuda, dicen. Entre el vaho y el movimiento, no los deja respirar.
El trabajo acá dentro se divide en equipos: los que rompen, abren camino y “construyen” las paredes; por otro camino los que juntan el carbón trozado con pistola y acarreadores que deben juntar seis carretillas a tope de carbón para llenar el carro con su tonelada.
-Salen entre dos mil 500 y tres mil por semana. Lo mejor que hay, dicen.
Dentro de la tierra el tiempo es sagrado, mientras más trabajen más pronto se libran de la oscuridad y ese es el objetivo principal, negociar con ella para salir con vida. Claro, siempre y cuando se cumpla con el saqueo de toneladas por día.
Después vienen los chistes a diente blanco pelado que contrastan con caras negras de carbón.
-Una campanada: el carro va cargado y listo para salir. Tres campanadas: el carro va cargado con personas.
Un carbonero toma un palo de madera… un garrote pues, lo levanta y lo deja caer sobre el cable, tres veces seguidas. Ahí está “la campana”, nuestro pase de salida. Y ahí va de nueva cuenta el cable guiando al carro, atravesando la boca del lobo hacia la luz. Ahí van los títeres unos 200 metros hacia arriba, hasta topar.
Los limpiadores -sin guante- se acercan para ayudar. Limpiadores: menores de edad a prueba de su nueva realidad. Son ellos los encargados de hacer para los lados trozos de carbón, dejando lo mejor del acarreo. “Limpian” la carga extraída por el carro que al rato subirán a camiones de volteo.
Christian, uno de los que extiende la mano para ayudar, tiene 17 años. Las manos que horas atrás sostuvieron a su hijo de tres meses, su tocayo, su primogénito.
Muy probablemente a la hora que esto se lea, Christian habrá entrado al club de los de abajo. Trabaja desde los 14 merodeando la boca del lobo. Pero desde que nació su hijo está obligado a ganar más y por fin tuvo el sí del encargado para dejarlo entrar.
-Estoy con mi señora, por lo mismo que quedó embarazada ya no pude estudiar. Aquí como no hay seguro lo primero es chambearle hasta que ya no puedes más.
Su jefe, su papá anda en las últimas. Un palo lo sentenció quebrándole el brazo, se salvó por un pelo. Pero el dolor del hueso partido en dos no contó para el Seguro Social al no estar registrado.
Debajo de la tierra se cuentan historias, sólo ellos saben cuántos muertos van, son rumores que corren por el desierto. Organizaciones civiles luchan porque no sean cifras al aire, impunes mientras los responsables se llenan las bolsas de dinero.
Así, cada año las historias se repiten en los pueblos mineros, donde gallinas atraviesan la calle y la novela de la noche es la mayor distracción. Hogares de madera construidos a mediados del siglo pasado guardan plegarias, secretos de los de abajo.
Las confesiones de carboneros rebotan en remolinos de viento colado por las paredes y sus mujeres tratan de entenderlos, besarlos, desbordarse por ellos. Preparando el baño con agua hirviendo sobre la leña desde el primer sonido de alguna camioneta llegando al pueblo.
Porque en la tierra del carbón el miedo se habla en voz baja. Mineros están obligados a retar la boca del lobo mientras la imagen de su familia impregna la mente.
La riqueza de una tierra sentenció el destino de su pueblo.
Christian y Marcelo flotan en medio de una espiral que se repite y que carga con 50 mil personas de todas las edades en su interior.
Y su voz, como la de otros, de nueva cuenta retumbará cuando una tragedia toque su puerta, porque tal parece -es su queja-, es solo ahí cuando ellos cuentan. Cuando los de abajo, no logran ver la luz.