“Los lugares donde cocinamos o servimos mesas eran jerárquicas, dominadas por hombres, intolerantes, en ocasiones racistas activamente o de vez en cuando, mostraban desprecio por las mujeres y su debilidad aparente, y lentos al cambio”.
Por John Birdsall / Traducido por Juan Regis
Ciudad de México, 19 de enero (SinEmbargo/ViceMedia).– A finales del año pasado, me encontraba sentado alrededor de un cuadrado formado por mesas plegables agrupadas en una habitación del Centro Comunitario para lesbianas, gays, y personas transgénero de Nueva York. Estaba acompañado por otras 16 personas: chefs, asesores, propietarios de negocios, y otros escritores (algunos comenzaron sus vidas laborales en restaurantes, como yo), todos queer, todos presentes ante la invitación de la Fundación James Beard para hablar de los desafíos de la comunidad LGBTQ en la industria, y asesorar a la fundación para lidiar con la homofobia crónica en la comida estadounidense.
Hablamos de la obstinada cultura en las cocinas que muchos de nosotros experimentamos. Los lugares donde cocinamos o servimos mesas eran jerárquicas, dominadas por hombres, intolerantes, en ocasiones racistas activamente o de vez en cuando, mostraban desprecio por las mujeres y su debilidad aparente, y lentos al cambio. Algunos revelamos el trato de todos los días —abuso y acoso, particularmente contra las personas queer—. Describí la experiencia de un chef de repostería que conozco de Facebook, quien me dijo que su chef le permite a su equipo de cocina llevar pantalones de mezclilla al trabajo. Cuando uno de mis amigos fue a trabajar con jeans, le hicieron burla, lo humillaron e incluso lo molestaron físicamente por ponerse “pantalones para mujeres”.
Fue catártico escuchar historias con las que me pude relacionar, como si estuviéramos siguiendo las señales de dolor para finalmente revelar la silueta de toda una comunidad, y ver su forma. Soñamos con una cultura restaurantera utópica, donde los chefs y gerentes dejen a un lado el tema del género, y dejen a sus trabajadores ser igual a los demás en lugares de trabajo comprometidos con la inclusión. Pero me fui sin esperanza alguna: si perdemos la cabeza por unos jeans entallados, ¿cómo putas vamos a sobrevivir? ¿Cómo pueden las cocinas ser un lugar donde los cocineros queer no tengan que encerrarse en sus santuarios privados, y de no ser así cambiar de trabajo?
Todos acordamos que la situación ha ido mejorando en los restaurantes, cada vez hay más mujeres al frente de cocinas en lugares donde la vieja intolerancia ha sido lavada de todos los rincones. Pero el peso de encontrar un lugar de trabajo progresista recae totalmente en el trabajador. Al igual que los rebeldes en la cinta distópica Mad Max: Fury Road, los jóvenes cocineros queer se encuentran buscando su propia Furiosa en medio de una guerra en el desierto plagado de homófobos y acosadores.
Pero precisamente como el Green Place no fue lo Furiosa esperaba, trabajar bajo las órdenes de un chef queer no garantiza que estarás libre de acoso. En su reciente artículo publicado en The New York Times sobre el restaurantero Ken Friedman, los autores Julia Moskin y Kim Severson citan a Trish Nelson, ex mesero del restaurante The Spotted Pig, donde un espacio privado en el piso de arriba llevaba el nombre de “cuarto de violación”. Nelson describe la respuesta del socio de Friedman —la chef queer April Bloomfield— en torno a los empleados indignados, “Así es él. Acostúmbrense o trabajen en otro lugar”. Para la comunidad LGBTQ, esta cita contiene una resonancia particularmente enfermiza: así es como funciona la cultura, eres libres de trabajar o rentar o adoptar o comprar tu puto pastel con arcoíris para maricones en otro lugar. Es un rechazo al acuerdo.
Una vez que la historia salió a la luz, Bloomfield se defendió en un comunicado en Instagram, y reconoció que había estado consciente de algunas quejas en contra de Friedman y la cultura restaurantera que ambos comparten, pero que no había hecho lo suficiente para mejorar la situación de sus trabajadores. Para una mujer considerada una heroína para muchos cocineros queer por su irreverencia y éxito en los estratos más altos de esta profesión sexista, y quien aseguró tiempo atrás que siempre quiso ser agente de policía en Inglaterra, un tibio comunicado expresando su culpa es un claro recordatorio de cómo incluso los héroes pueden sucumbir ante las estructuras clásicas de poder.
Para los trabajadores, los restaurantes son manifestaciones de poder en el sentido más primario. Utilizan formas socialmente aceptables de coerción y dominación para ejercer ciertos estándares de desempeño. No son diferentes a otros lugares de trabajo. La única excepción es que hemos esperado que los restaurantes, en especial las cocinas, operen de acuerdo a las reglas no establecidas, lo que significa que el umbral de la conducta socialmente aceptable sea mucho más bajo que los estándares corporativos.
Por supuesto, los restaurantes son empresas capitalistas y, en nuestro mundo, algo tan importante como proteger a los trabajadores por medio del desafío de las normas de género representa una amenaza para el engranaje básico del capitalismo. Siempre y cuando los inversionistas generen dinero, a nadie le va a importar si eres respetado en tu trabajo. Precisamente como el líder fundador de la liberación LGBTQ, Harry Hay, nos enseñó hace tiempo, el capitalismo es el primer enemigo del movimiento queer; crecemos dentro de un sistema educativo obstinado en borrar a nuestros héroes. En aquella ocasión no estaba lo suficientemente consciente como para expresarlo a la Fundación James Beard, pero ahora lo diré: la mejor forma de proteger a los trabajadores queer es la más vieja que conocemos; tenemos que unirnos y luchar contra la discriminación con ímpetu.