¿Quién está ahí? es tu trastorno obsesivo compulsivo tocando ese pinche timbre con tonadita, ese que, cuando lo escogiste, te pareció tan chistoso, tan tierno. Me encantará escuchar eso cada que alguien llegue, pensaste, y lo instalaste en la entrada de tu cerebro y tiraste el manual. A cualquier escritor le gusta que le diagnostiquen algo, no algo terrible ni mortal, claro, pero sí algo exótico e interesante. Toc. Toc, toc. Empieza con la placa de un coche, quizá, con ese jueguito que un maldito maestro te enseñó cuando tenías siete años: hacer palabras con las letras de las placas. Luego evolucionó y tu mundo se llenó de reglas, acertijos, palabras volteadas, sílabas contadas, ritmos específicos para respirar, para caminar. Excéntrica, interesante, con un secreto para revelarle a la persona correcta. Hasta que una tarde de sol asfixiante, estando en un país muy muy lejano, del otro lado del espejo incluso, se podría decir, te dijiste: “Ahora sí me estoy volviendo loca”. No podías tener una conversación sin contar el número de sílabas, cuyo conteo, además, tenía que acabar siempre en tu dedo medio (si no, agregabas o quitabas sílabas). Una vez cuantificadas las sílabas, disponías las palabras en orden alfabético y, después, las letras de cada palabra acaban ordenadas también, la frase diseccionada y robada de todo sentido, sus órganos metidos en frasquitos de formol. ¿Cantar? Imposible. ¿Ver una película? Pesadillesco. Por eso dices en tu biografía “Amante de los libros, de las palabras y, más específicamente, de las letras”: las letras son el átomo indivisible al que llegas una hora y media después, agotada y con una satisfacción que no tiene explicación ni permanencia. La frase con la que comenzaste pudo haber salido del radio o de la boca de alguien días atrás. Ya no importa. Ya nada importa: la has ordenado y catalogado, puedes respirar. Por un ratito. Hasta que, luego de escuchar una canción, te digas: 43. Cuarenta y tres ¿qué? Sílabas. En esa estrofa. ¿Y si pudiera usar mi cerebro para otra cosa? ¿Y si pudiera, en vez de contar sílabas, contar cartas? ¿Coches rojos en la carretera? ¿Historias? Toc, toc. ¿Quién es? Tu trastorno. Te vengo a joder la vida por que bajaste la guardia. Dejaste huecos, pisaste líneas. Ahora te toca intentar recordar los nombres de las calles de Nueva Orleans, donde viviste hace 12 años. Vamos, tienes que poder recordarlo. ¿No? Busquémoslo en un mapa, entonces. Haz eso en vez de, por ejemplo, agarrar unas pinzas y arremeter contra tus cejas. Ya sabemos cómo terminará eso. Las tijeritas, esas tijeritas chiquitas que guardas en el cajón del baño, son un arma letal contra tus flecos. Mejor corre y ordena tu ropa por colores. Mejor ve y lávate los dientes otra vez. Otra más. Recuerda aquella conversación que tuviste en ese café hace siete años. ¿Recuerdas? ¿Y qué te dijo ella, sí, esa amiga con la que ya no te hablas? ¿Qué había dicho? Recuérdalo, vamos. Si no puedes, emprende un proyecto increíble: decide que harás una lista de TODA la gente a la que has conocido a lo largo de tu vida. No le cuentes a nadie por que te preguntarán para qué demonios sirve eso y tendrás que analizarlo un par de noches terribles, durante las cuáles intentarás calcular cuánto tiempo has estado acostada en cada uno de tus flancos, para emparejarlos. Por alguna razón, te dará miedo quedarte dormida. Aunque estés agotada. No tienes nada que hacer pero tienes que hacer algo. Cocina. Cose. Come. Pero, hagas lo que hagas, no arremetas contra tu hijo. El pobre está ahí, en la pantalla, inocente hasta que se demuestre lo contrario, distraído soñando con el futuro. Todavía no le ha hecho daño a nadie. Es un embrión con intenciones luminosas y, hasta ayer, te parecía la cosa más hermosa que habías visto en tu vida. Vete a bañar, haz yoga, ordena tus tazas por tamaños y tus libros por temas, lo que sea antes de invadir su espacio vital y clavarle estacas en los pulmones para que por los huecos se le escape el aire. Te conoces: eres capaz de arrancarle los ojos, pisarle con saña los dedos de los pies, ensordecerlo con tus gritos y reclamarle todo mientras él balbucea y planea una defensa que nunca saldrá de sus labios porque le has cortado la lengua. Deja en paz al pobrecito, velo mañana con ojos de aurora y no hoy con el ceño fruncido, apréndete de memoria una película o limpia la casa de alguien más, por favor. Cierra esta noche la computadora y deja a la novela en paz. Ella no tiene la culpa, sólo quiere agradarte. E-lla-no-tie-ne-la-cul-pa. E-lla-no…
Toc toc
19/01/2014 - 12:00 am
Lorena Amkie
Nació en la Ciudad de México en 1981. Su idilio con las palabras empezó muy temprano y la llevó a pasearse por la poesía, el ensayo y el cuento, para encontrar su hogar en la novela. Graduada de Comunicación por la Universidad Iberoamericana, ha publicado la trilogía gótica para jóvenes Gothic Doll (Grupo Planeta) y la novela El Club de los Perdedores. Imparte talleres de escritura creativa y colabora con distintos medios impresos y digitales. Su cercanía y profundo respeto hacia su público, así como su estilo franco y nada condescendiente, le han valido la atención de miles de jóvenes en México y Latinoamérica, situándola como una de las autoras de literatura juvenil más interesantes en el mundo de habla hispana actualmente.
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