Con un estilo eficaz y fuentes de gran calado, este libro responde a una falta en el periodismo nacional sobre la industria que marcó la mayor parte del siglo XX en México y que actualmente toma un rumbo indefinido pero bastante negativo.
Ciudad de México, 18 de noviembre (SinEmbargo).- A partir de la nacionalización de la industria petrolera, por ochenta años Pemex fue el principal sostén de la economía mexicana, una maquinaria generadora de billones y billones de dólares por la producción y venta del oro negro y sus derivados, sólo que, a pesar de ser un bien público, sus ganancias y beneficios se repartieron entre pocas manos.
Al cabo de esas ocho décadas, la reforma energética, que acabó con el modelo nacionalista, hizo escombros el Pemex de Cárdenas: deliberadamente, la producción se derrumbó para dar paso a la desnacionalización y privatización.
Pero ¿quiénes se enriquecieron de la gallina de los huevos de oro?, ¿dónde quedó la ganancia de la renta petrolera? A estas y otras interrogantes da respuesta este libro, que explica el entramado que llevó al declive y desmantelamiento de la industria petrolera mexicana.
Pemex RIP cierra una trilogía sobre Pemex iniciada con Camisas Azules, Manos Negras. El saqueo de Pemex desde Los Pinos (2010) y El Cártel Negro. Cómo el crimen organizado se ha apoderado de Pemex (2011), en la que revela fraudes, peculado, abuso de poder, tráfico de influencias, enriquecimiento ilícito, sobornos y muchos otros abusos de funcionarios y empleados que tuvieron en sus manos la encomienda de dirigir y operar una de las petroleras más importantes del mundo, y que en sus manos la convirtieron en epicentro de corrupción del país.
Fragmento del libro Pémex RIP, de Ana Lilia Pérez, publicado con autorización de Grijalbo.
1 El águila y el caballo
Con las alas desplegadas se le mira como una planeadora que se desplaza en círculos. Su vista es veloz, aguda, capaz de enfocar dos puntos al mismo tiempo, uno con visión binocular y otro de manera monocular, con lo que triangula su objetivo con precisión milimétrica y cálculo perfecto de posición y distancia. Una vez que fija a la presa, esos dos metros de plumaje y férreo esqueleto son capaces de bajar a la celeridad de 200 kilómetros por hora en picada para cazarla con pico y garras bien afiladas, y cargarla aun cuando ésta tenga hasta cuatro veces su propio peso.
El águila es un animal majestuoso, símbolo de la identidad mexicana desde el mito de la fundación de la antigua Tenochtitlán, donde los provenientes de Aztlán, guiados por el dios Huitzilopochtli, habrían de asentarse en el mismo entorno donde hallaran, devorando una serpiente, a un águila posada sobre un nopal, la simbiosis del cielo y la tierra.
Quizá sabedor del arraigado mito entre los mexicanos, que los llevó incluso a plasmar esta imagen como escudo en la bandera desde el México independiente, el británico Weetman Pearson, lord Cowdray (su título era por el nombre de una de las propiedades —Cowdray House— que poseía en Sussex), heredero de la S. Pearson & Son Limited, usó tal denominación para la empresa petrolera que creó en México en 1908, la Compañía de Petróleo El Águila, registrada un año después con la adición de “Mexicana”, aunque de tal sólo tenía el nombre.
Pearson, el contratista favorito del régimen de su amigo, el general Porfirio Díaz —presidente de México durante más de siete periodos, 30 años—, tenía negocios y proyectos de ingeniería y construcción por todo el mundo, lo mismo en el egipcio puerto de Alejandría, estratégico para el delta del Nilo, los muelles en Halifax, en la Nueva Escocia canadiense, la construcción de un túnel bajo el río Hudson, en Nueva York, o el importante puerto de Dover, en Inglaterra.
Pero sin duda fue en México, ese que los europeos llamaban “el cuerno de la abundancia”, donde obtuvo varios de los proyectos que le serían más redituables: en 1889, precedido por su fama de gran constructor, Porfirio Díaz lo había invitado a tender un ferrocarril, el Nacional del istmo de Tehuantepec, para unir al golfo de México con el océano Pacífico, y luego le asignaría el desarrollo del gran canal de desagüe del Valle de México, entre otras muchas obras, incluidos trabajos de construcción en el sector eléctrico y minas. Y después, el que sería su gran negocio: la concesión de extensas tierras para explotar la industria petrolera, el tesoro mexicano.
Los privilegios que en ese régimen tuvo fueron tales que se decía que él solo había sacado más recursos de México que los hombres de Hernán Cortés. Se cuenta que incidentalmente, en uno de sus viajes camino a México, Pearson perdió la conexión con el ferrocarril que debía abordar en Laredo, Texas, y tuvo que pasar la noche en esta ciudad; la fronteriza zona vivía la efervescencia del descubrimiento del sureño campo petrolero Spindletop, hallado en un área conocida por sus manantiales de azufre y gases que borboteaban. Spindletop fue el primer yacimiento hallado en la costa estadounidense del Golfo, y que detonaría el auge petrolero en Estados Unidos. Pearson vislumbró la oportunidad de incursionar en la búsqueda del oro negro en esas áreas, cercanas a zonas lacustres con probadas reservas de petróleo, pero del lado mexicano, naturalmente, apoyado por su amigo, el presidente Díaz.
Los estadounidenses representaban su principal competencia, los socios del magnate Rockefeller trabajaban ya en México, pero gracias a su amistad con los Díaz él les ganaría el paso e iría siempre por delante con movimientos planeados como estrategia de ajedrez: por ejemplo, había sentado en el consejo de administración de El Águila a Deodato Lucas Porfirio Díaz Ortega, hijo de su amigo el general, junto con otros destacados miembros de la élite porfirista, mientras que la joven Carmelita Romero Rubio de Díaz y lady Pearson solían divertirse juntas.
En Europa, Pearson era considerado el empresario más influyente: además de exitoso contratista en Gran Bretaña, estaba involucrado también en la política, con cargos públicos como miembro de la Cámara de los Comunes (1895) y luego en la Cámara de los Lores (en 1910). Aun sin pertenecer a estirpe real alguna, por sus habilidades en los negocios obtendría los títulos de barón y lord.
Cuando arrancó sus proyectos petroleros en México, esa industria era en el país un negocio en ciernes. En 1901 el ingeniero mexicano Ezequiel Ordóñez había identificado en San Luis Potosí un yacimiento, El Ébano; al primer pozo productivo le llamaron La Pez. Ese mismo año el presidente Díaz expedía la ley del petróleo, que daba todo tipo de facilidades a los empresarios que quisieran llegar a México a buscar oro negro.
Tal como Pearson había prospectado, las cuencas del lado mexicano, como las del estadounidense, eran manantial petrolero. Entre 1909 y 1910, en las norteñas tierras de Veracruz hacia Tamaulipas, en una extensión longitudinal de unos 85 kilómetros y entre 500 y 2 500 metros de ancho, en un área que geológicamente se enmarca en la plataforma Tuxpan Cretácico, se descubrieron yacimientos cerca de la laguna de Tamiahua y la cuenca Tampico-Misantla, y le llamaron la Faja de Oro.
El hallazgo de la Faja de Oro contagió a México de la fiebre del oro negro que se vivía en Texas: de la nada aparecían compañías junto con oleadas de inmigrantes en busca de buena fortuna. La zona se dividió en campos concesionados a diferentes empresas que explotaban pozos altamente productivos, entre los que destacaban Chapopote, Álamo Jardín, Paso Real, San Isidro, Amatlán del Norte, Amatlán del Sur, Toteco-Cerro Azul, Tierra Blanca, Zacanixtle, Chinampa del Sur, Naranjos, Cerro Viejo, Potrero del Llano, Chiconcillo-San Miguel, Tierra Amarilla, Casiano, San Jerónimo, Rancho Abajo, San Sebastián, Dos Bocas y Tepetate.
Alrededor de este yacimiento se instalaron empresas como Penn Mex Fuel Company, Mexican Gulf Oil Company, Huasteca International Petroleum Company, Tuxpan Petroleum Company, Petromex y Compañía Transcontinental de Petróleo, pero El Águila, de Pearson, era la más integrada. Además de tener el mayor número de pozos perforados y en producción en la Faja de Oro, operaba una refinería en Minatitlán, Veracruz, conectada con tubería hasta un centro de almacenamiento, y contaba con su propia ala de transporte, una flota de buquetanques con los que importaba a México y exportaba refinados para los mercados europeos; entre sus clientes cautivos estaba, por ejemplo, la Marina Real británica a partir de que la flota, bajo el mando de Winston Churchill, comenzó a dejar el carbón para utilizar combustibles derivados del petróleo, a la vez que el área de exploración, explotación y producción petrolera de El Águila en México se fue extendiendo por diversas entidades, favorecida con numerosas concesiones otorgadas por el gobierno y un holding de empresas subsidiarias.
La Faja de Oro resultó una pródiga extensión petrolífera que se extendía desde San Diego del Mar, a orillas de la laguna de Tamiahua, hasta San Isidro, al sur del Tamesí. En esos años se decía que era el yacimiento más grande del mundo, o al menos uno de los más vastos; sin embargo, los negros jugos de esas tierras no significaron ganancias para los nativos mexicanos sino sólo la bonanza de las petroleras extranjeras. Con el tiempo se conocería que la sobreexplotación de la Faja de Oro, sin regulación alguna, llevó al yacimiento a su ruina.
Los jugos de la tierra
El petróleo es una mezcla de compuestos orgánicos gaseosos, líquidos y sólidos que se hallan en las rocas sedimentarias. En esta región, en tiempos de la Nueva España, los hidrocarburos eran concebidos propiedad “de la Corona” en las Reales Ordenanzas para la minería; así, se consideró que solamente el monarca podía autorizar la explotación de esos bitúmenes o jugos de la tierra, que ya eran conocidos y utilizados en la América precolombina.
Antes de la explotación de El Ébano, se cuenta la historia de un primer pozo rudimentariamente perforado en 1876 en Tuxpan por un capitán de barco estadounidense; para 1892 se había promulgado el Código Minero de la República Mexicana, que incluía los hidrocarburos. Para entonces, con la entrega de Texas que “Su Alteza Serenísima”, Antonio López de Santa Anna, había hecho a los estadounidenses, México había perdido ya una veta de hidrocarburos sumamente importante, vasta en petróleo y gas.
En 1885 llegó a México el estadounidense Henry Clay Pierce, un socio de John Rockefeller, y quien presidía la Waters-Pierce Oil Com pany, filial de la Standard Oil, una de las petroleras más poderosas del mundo: abarcaba todos los procesos de extracción, producción, refinación, transporte y comercialización, con un plan de expansionismo tal que sus competidores lo acusaron de monopolio, y para evadir esto comenzó a operar en un modelo de trust (una especie de holding o grupo empresarial).
La empresa había sido fundada en 1870 por John D. Rockefeller, quien además era su presidente y principal accionista, junto con su hermano William. La Standard Oil, desde su estructura en Nueva Jersey, quería expandir su operación al mercado mexicano a través de su trust, así que Pierce obtuvo una concesión para importar crudo que refinaba en México para producir queroseno, combustible altamente cotizado en esos tiempos; servía lo mismo para alumbrar mediante lámparas y farolas que como calefacción, y posteriormente, con el boom de los automóviles, como combustible.
Ya establecido en México, Pierce invitó a su compatriota Edward L. Doheny a asociarse para la exploración de petróleo en México, en una sociedad en la que Pierce compraría la producción inicial para la compañía ferroviaria Mexican Central Railroad, de la que era accionista, y que tenía la corrida desde la Ciudad de México hasta El Paso, Texas.
Para comienzos del siglo XX, Pierce y Doheny, guiados por el geólogo mexicano Ezequiel Ordóñez, exploraban las posibles vetas petroleras con su Mexican Petroleum Company of California. En la región de la Huasteca potosina, Mariano Arguinzóniz poseía una enorme hacienda llamada San Juan Evangelista del Mezquite, la que vendió a Doheny tras considerarla tierra estéril, hundida en un lodo pegajoso en el que no podría germinar semilla alguna ni pastar ganado, quien le habría dicho que la suya era tierra petrolera, donde se levantó el primer pozo productivo de México.
A finales de 1903, en esa enorme hacienda huasteca, la gente de Doheny comenzó a perforar suelo de la ranchería El Ébano. Para abril del año siguiente el geólogo Ordóñez sugería perforar al pie de La Pez, un cerro que en tiempos prehispánicos los téenek o huastecos veneraban como la pescada más grande que hubiera existido en la laguna, una mujer pez. Debajo de éste, el 3 de abril de 1904 brotó un chorro espeso, negro, abundante: La Pez número 1 se convertiría en el primer pozo productivo de la industria petrolera mexicana, del que se sacaban diariamente 1 500 barriles de petróleo; para procesarlo y comercializarlo, Doheny crearía la Huasteca Petroleum Company, y luego la Compañía Mexicana de Asfalto y Construcción, para producir asfalto con los destilados.
De El Ébano, a bordo del buque tanque Capitán A. F. Lucas, Doheny comenzó a enviar petróleo a la estadounidense Magnolia Petroleum Company, de Sabine, Texas. El pozo La Pez número 1 mantendría una producción constante por varios años; sería taponado el 18 de enero de 1925.
En 1901, bajo el gobierno de Porfirio Díaz, se expidió la primera ley del petróleo, que facultaba al Ejecutivo a otorgar permisos de exploración y patentes de explotación petrolera a empresas y particulares sobre terrenos considerados propiedad de la nación; los primeros fueron para el estadounidense Edward L. Doheny y para el inglés Weetman Dickinson Pearson. Eran concesiones prácticamente sin límites, otorgadas por un régimen que hablaba de modernizar al país pero al mismo tiempo solapaba la esclavitud en las haciendas y fincas, incluido su traspaso con todo y sus peones e “indiada”. Bajo ese régimen servicial y complaciente el oro negro mexicano relucía ante los empresarios extranjeros, que tenían por norma instalar capataces fieros que en los campamentos recurrían al látigo húmedo sobre las espaldas desnudas para incentivar las perforaciones, o a la intervención de las fuerzas federales a su servicio en caso de exigencias laborales.
El gobierno de Porfirio Díaz daba a los extranjeros todo tipo de facilidades para explotar las prolíficas chapopoteras que asomaban por todo el noreste y hacia el Golfo, y para importar crudo que refinaban en México para producir queroseno, combustible altamente cotizado. Para noviembre de ese mismo 1904 en que El Ébano comenzaba a producir, en el istmo de Tehuantepec la Pearson & Son arrancó la explotación del campo San Cristóbal.
En tanto, en sectores como el minero se gestaban manifestaciones laborales, así ocurrió en 1906 cuando un grupo de trabajadores se organizó para exigir mejoras en sus condiciones a la Cananea Consolidated Copper Company. La respuesta de ésta fue brutal y artera, con 23 trabajadores muertos y 22 heridos.
En diciembre de ese mismo año, en la región de Puebla y Tlaxcala, estallaba una huelga textil, también por exigencia de mejoras en las condiciones laborales. Los patrones hicieron despidos masivos y algunos simplemente cerraron sus fábricas; preferían desaparecerlas y después abrir otras antes que modificar sus prácticas de explotación laboral.
Los obreros pidieron la intervención del presidente pero éste, proteccionista con los empresarios, atizó aún más el malestar de los trabajadores. La orden era que debían volver a sus puestos, pero los de la fábrica Río Blanco, en la región de Orizaba, no estaban dispuestos a cejar en su lucha. Su resistencia fue también brutalmente castigada: el régimen autorizó en enero de 1907 la violenta intervención del ejército, que dejó literalmente un río de sangre con la muerte de 200 obreros.
En los campamentos petroleros las condiciones no eran mejores. Como la fiebre del oro, la del oro negro atraía gente de todos lares, pero los concesionarios, como amos de hacienda, fijaban sus condiciones, siempre las peores para los mexicanos. Las compañías pagaban salarios completamente desproporcionados según si el trabajador era inglés, estadounidense, mexicano indio o mexicano de ascendencia extranjera, negro o chino; si su piel era blanca, rosada, amarilla, chocolate o azabache, y según también la lengua que hablara.
Controlaban además las tiendas donde los obreros se abastecían de víveres, al precio que las compañías impusieran, y no había ninguna seguridad ni protección para una labor considerada de alto riesgo, bajo la única norma de la ley de la selva.
Ese año de la masacre en la fábrica de Río Blanco, Pearson iniciaba las operaciones de su refinería en Minatitlán, en el mismo estado de Veracruz, que procesaba 1 400 toneladas diarias de crudo. Un año después, en agosto de 1908, Pearson y sus socios creaban la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila, con un consejo de administración en el que el hijo de Díaz, Porfirio Díaz Ortega, ocupaba un asiento privilegiado, al igual que otros miembros de la élite porfirista.
Entre los intereses ingleses y estadounidenses comenzaron a gestarse disputas por el mercado petrolero mexicano y por el control del negocio de producción y venta de queroseno, una guerra económica y comercial que se trasladó a las páginas de la prensa y al ámbito diplomático, y que tendría tregua hasta que surgieron dificultades económicas y sociales en el país durante la Revolución.
Para 1910, cuando la empresa de Pearson captaba una cuarta parte de la venta de queroseno al menudeo, la suerte le seguía sonriendo, ya que fue cuando su empresa halló un campo, el Potrero del Llano, que fortuitamente para él se volvió el más fértil de toda la Faja de Oro; levantaron 24 pozos, y para explotarlo formó la empresa Mexican Eagle Oil Company. Los tiempos políticos, sin embargo, eran convulsos. Cuando a finales de mayo de 1911 los beneficiarios de las concesiones petroleras del régimen leyeron en la prensa que crecía la exigencia popular por la renuncia del general Porfirio Díaz, se preocuparon; entre los inversionistas creció la incertidumbre cuando del puerto de Veracruz se vio zarpar rumbo al exilio al depuesto presidente, junto con algunos miembros de su familia, a bordo del vapor alemán transatlántico Ypiranga, entre adioses y loas de la alta sociedad porteña.
Los Pearson apoyaron a los Díaz en su salida del país, incluso les ofrecieron sus propiedades inglesas para algún tiempo de exilio; creyeron, al igual que Díaz, que su partida era una pausa en el poder que había ejercido por más de 30 años, esperanza acabada de enterrar en julio de 1915 junto con los restos del octogenario mandatario, embalsamado en Saint-Honoré-d’Eylau (seis años después sería trasladado al cementerio parisino de Montparnasse).
Con un México bajo el interinato del ex embajador en Washington, Francisco León de la Barra —de mayo a noviembre de 1911—, nada era claro para los empresarios petroleros a pesar de que León de la Barra era un fiel representante del régimen porfirista, puesto que por todo el país se gestaban alzamientos revolucionarios. Comenzaron, sin embargo, a dudar aún más de la posibilidad de retener sus concesiones cuando asumió el poder Francisco I. Madero, el político que había generado la simpatía y la aclamación de multitudes que lo ovacionaron a su llegada a Palacio Nacional, de manera que pensaron que les convenía mantenerse alertas pero sin hacer grandes aspavientos. Con todo, no vieron con buenos ojos el intento del nuevo gobierno de imponer un impuesto por cada tonelada de petróleo extraído por las compañías extranjeras, y se pusieron a la defensiva.
A la caída del porfirismo, entre los inversionistas de las compañías petroleras se corría el rumor de que el gobierno de Madero pensaba cancelar las concesiones otorgadas por el régimen anterior; hábilmente, hombre de negocios al fin y al cabo, Pearson se acercó al popular apóstol del “Sufragio efectivo, no reelección” que había destronado a su gran amigo Díaz.
Algunas versiones históricas apuntan a que los concesionarios petroleros influyeron en el golpe huertista contra Madero: las misivas diplomáticas de esos años documentan la solicitud que hicieron a sus gobiernos para una intervención. No obstante los vaivenes políticos y lo álgido de las intrigas, la extracción del oro negro continuaba, y Pearson seguía haciendo grandes negocios.
Doheny y Pearson eran los ganones de la Faja de Oro; ambos expandían su negocio de la extracción a la producción, al refinado, a la transportación y a la comercialización. En 1911 El Águila creó su área de transporte, la Eagle Oil Transport Company, Ltd., para trasladar con toda una flota de buques cisterna el petróleo refinado en México, entre ellos el San Dustano y el San Fraterno, con los que se enviaban combustibles a Gran Bretaña; también en ese año adquirió la Bowling Company y formó la Anglo-Mexican Petroleum Products Company, Ltd., para comerciar en Gran Bretaña.
En 1914 comenzó a operar en Tamaulipas, entre Tampico y la desembocadura del río Pánuco, la mayor de sus refinerías, en el poblado Doña Cecilia, que por años daría nombre a dicha instalación, la que se convirtió en la refinería más importante de la década (tras la nacionalización fue denominada Francisco I. Madero, igual que el Pemex Rip.indd 17 02/10/17 5:35 a.m. 18 PEMEX RIP poblado, cuya nomenclatura oficial pasaría a ser Ciudad Madero); la “Doña Cecilia” refinaba 4 000 toneladas diarias de crudo, tres veces más que las 1 400 toneladas de la Minatitlán.
En plena época revolucionaria, El Águila se consolidó como el mayor abastecedor de combustibles y petróleo, un consorcio multinacional con unos 4 000 empleados fuera de México. Tenía planes de expansión para abastecer de refinados otras zonas de Europa y Sudamérica, para lo que Pearson había mandado construir buques en astilleros ingleses, pero sus planes se frustraron cuando la guerra en ese lado del Atlántico (1914-1918) provocó que la construcción de sus navíos se suspendiera para priorizar la de buques de combate; el consorcio de Pearson se vería afectado además porque el almirantazgo (responsable de la Marina Real británica) consignó cuatro de sus buques cisterna para usarlos durante el conflicto.
Lord Cowdray, como influyente que era en el mundo político de su país, intentaba negociar que por lo menos le compraran sus refinados a cambio del uso de sus barcos; pero mientras que con dotes negociadoras intentaba convencer al almirantazgo, sus navíos tuvieron la mala fortuna de ser torpedeados y hundidos en 1917.
En tanto, Venustiano Carranza, como encargado del Ejecutivo, había creado en marzo de 1915 la Comisión Técnica del Petróleo, cuya función sería proyectar las leyes y reglamentos en la materia. En la Constitución Política de 1917, que entró en vigor el 1º de mayo de ese año, en el artículo 27 se estableció que “La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional corresponde originariamente a la nación [y] el dominio directo de todos los minerales o sustancias [como] el petróleo y todos los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos”. Se determinó que el Ejecutivo podría otorgar concesiones siempre y cuando se establecieran “trabajos regulares para la explotación de los elementos de que se trata”.
Pese a que en el mandato constitucional se habían estipulado como propiedad de la nación las riquezas del subsuelo, éste no se hizo efectivo, y para asegurarse de que no ocurriera y combatir en bloque su aplicación, las petroleras se organizaron en la llamada Asociación de Productores de Petróleo en México.
Pero lord Cowdray tenía sus propios planes. Su gran amigo, Porfirio Díaz, había muerto en París hacía dos años, y luego de los tiempos revolucionarios en México, los de la guerra en Europa le habían hecho perder sus barcos, por lo que en los años de posguerra buscó vender parte de su capital accionario. En mayo de 1919 consolidaba la venta de acciones de El Águila a la Royal Dutch Shell, sociedad británico-holandesa; la Royal Dutch fundada en 1890, había comenzado su producción petrolera en las Indias Orientales Neerlandesas (hoy Indonesia) con tal éxito que en 1897 su competidora principal, la estadounidense Standard Oil, intentó infructuosamente adquirirla para sumarla a su holding. Para 1907 la Royal Dutch se asociaba con la británica Shell Transport, fundada en 1897, así que la Royal Dutch Shell era un consorcio mitad holandés, mitad británico.
Las asociadas pagaron al grupo Pearson 10 millones de libras por acciones de El Águila; aunque no eran la mayoría, Pearson les cedió el control de la administración.
A partir de entonces el tesoro del petróleo mexicano colocaba en el mismo mapa a los dos consorcios identificados como los más poderosos del ramo a comienzos del siglo xx en el mundo: la Standard Oil Company y la Royal Dutch Shell Company, que competían por un negocio en el cual había unas 80 empresas, de las cuales 17 se dedicaban a extraer petróleo. Para 1920 Shell fundaba otra subsidiaria, llamada Shell-Mex.
Pearson, el lord inglés al que Porfirio Díaz hizo su contratista predilecto —práctica que se haría costumbre en el gobierno mexicano, donde cada presidente y su régimen a partir de entonces tuvo su contratista o contratistas “favoritos”—, se abocó a obras y concesiones en Centro y Sudamérica: en El Salvador y Chile construyó sistemas de drenaje, en Brasil y Chile hizo puertos, en Colombia ferrocarriles, y aprovechó concesiones petroleras en Ecuador, Trinidad y Panamá. Ocho años después de dejar la administración de la empresa petrolera que le dio tanta riqueza, moría en 1927.
En el México posrevolucionario, cada presidente en turno comenzó a referirse al tema petrolero como uno de los más importantes para el país, sin embargo, poco hacían por la aplicación del 27 constitucional. En el régimen de Abelardo Rodríguez se decretó constituir las reservas petroleras nacionales, incorporando las de una franja de 100 kilómetros a lo largo de la frontera norte y de las fronteras marítimas, además de la zona limítrofe de México con Guatemala y los cauces lacustres, incluidos ríos, arroyos y lagos.
En 1933 se constituyó la Compañía de Petróleos de México, S. A., más conocida como Petromex. Dos años más tarde se formó el Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana (stprm), que infructuosamente buscó un contrato colectivo de trabajo y que se regularizaran los salarios, prestaciones y condiciones laborales de las compañías petroleras, ya que, como se mencionó, era abismal lo que se pagaba a los extranjeros frente a lo que ganaban los nacionales.
El panorama, sin embargo, comenzó a tomar otro cariz en el gobierno del general Lázaro Cardenas del Río (1934-1940); el militar michoacano, un hombre con visión humanista y un alto sentido de justicia social, vio en el sector petrolero una parte fundamental de su proyecto de nación. Primero abrazó el nacimiento de la organización gremial e impuso un salario mínimo petrolero; luego, en 1937 creó la Administración General del Petróleo, con la que buscaba dar orden y cumplimiento a la potestad del Estado sobre los hidrocarburos.
En tanto, el stprm continuó con su exigencia de que las compañías petroleras regularizaran las condiciones de trabajo de sus empleados, pero éstas alegaban insuficiencia financiera. La versión de los patrones resultaba ilógica ante la productividad de los campos: en Veracruz se habían puesto en operación nuevos yacimientos y pozos abundantes como el Agua Dulce, Francia, El Burro, El Plan-Las Choapas, Teapa, Cuichapa, o el Jalpa y el San Carlos en Tabasco.
La Faja de Oro aún era productiva junto con las otras tres áreas en explotación en Veracruz y Tamaulipas, identificadas como Zona Norte, Zona Sur y Poza Rica; pero además, ya no sólo eran yacimientos petrolíferos sino de gas: vastísimos campos de este energético se iban encontrando en la región noreste en las tierras de Camargo y Ciudad Mier, en Tamaulipas, y General Bravo en Nuevo León. Los pozos más productivos eran La Presa, Rancherías, Carlos Cantú, La Pescada y Norias.
Lejos de solucionar el conflicto laboral, los personeros de las petroleras buscaban negociar con el gobierno la conservación de sus privilegios, y como medida de presión comenzaron a sacar sus capitales y arrancaron una campaña de desprestigio contra Cárdenas. El 2 de septiembre de 1937 el presidente citó en su despacho de Palacio Nacional a los representantes de las compañías petroleras y a peritos. Impecablemente vestido, cual lord inglés, el gerente de El Águila habló primero: defendió que su compañía era mexicana y no una subsidiaria de una entidad extranjera.
Uno de los peritos sacó de su portafolios un periódico londinense y tradujo al español un informe de la Royal Dutch Shell, fechado en 1928, que citaba: “Nuestra subsidiaria, la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila, ha obtenido buenas utilidades durante el último ejercicio”. Él mismo extrajo citas del informe, que señalaba que la subsidiaria, para evitar el pago de impuestos, había dividido sus acciones para crear nuevas compañías, entre estas El Águila de Canadá, The Eagle Shipping Company, y entre estas se vendían los productos; es decir, era una simulación.
El gerente titubeó, y visiblemente alterado intentó frenar la lectura.
—Deje que termine el señor —dijo un imperativo Lázaro Cárdenas.
Aquel día, el desencuentro atizaba el conflicto: el presidente Cárdenas, hombre de una pieza, se mostraba dispuesto a poner fin a la abusiva conducta de las petroleras como ningún otro gobernante antes y meter así freno a los privilegios que tenían desde el régimen porfirista, con la expoliación de un recurso de la nación a cambio prácticamente de nada.
Los representantes de las petroleras decían que traían a México “cuantiosos capitales para su fomento y desarrollo”, pero el general, hombre que conocía el México profundo, consideraba que explotaban un bien de la nación con un sinnúmero de privilegios, tales como exenciones fiscales y prerrogativas innumerables, a cambio de ofrecer al trabajador nativo exiguos salarios y condiciones de miseria e insalubridad, atropellos, abusos y hasta asesinatos para defender su negocio.
Luego de aquella fallida reunión las petroleras intensificaron su campaña contra Cárdenas, así que además de sacar sus capitales, escalaron su operación de desprestigio contra el gobierno mexicano dentro y fuera del país.
El stprm, por su parte, inició una huelga que derivó en la intervención de la Junta de Conciliación y Arbitraje y un laudo que el 18 de diciembre de 1937 falló a favor de los trabajadores; las petroleras buscaron entonces la protección de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que sin embargo les negó cualquier amparo y confirmó el laudo en favor de los trabajadores.
La situación continuaba tensándose. A pesar de la resolución del máximo órgano de justicia, las empresas se negaban a acatar el fallo, trasladando el tema al ámbito diplomático al pedir la protección e intervención de sus gobiernos; para apretar aún más, suspendieron la venta de sus productos a crédito, afectando a los distintos sectores que requerían de ellos. Para los últimos días de diciembre el conflicto había llegado a su punto más crítico: a través de sus respectivas representaciones diplomáticas, las companías buscaban hacer presión a las autoridades de sus gobiernos.
Así arrancó el año de 1938. Para los primeros días de marzo, el presidente Cárdenas cavilaba sobre la oportunidad que México tenía de librarse de la presión política y económica que ejercían las compañías petroleras y al fin aplicar íntegramente el artículo 27 del mandato constitucional; la Ley de Expropiación le daba esa posibilidad. Así, el desacato de las empresas privadas extranjeras frente al laudo a favor de los trabajadores que había tornado tan álgida su presión contra el gobierno mexicano podría revertirse y, finalmente, en ese torbellino, hallar no sólo sosiego sino la vía para hacer valer la ley y abonar al proyecto de nación que Cárdenas construía.
La expropiación parecía la única salida pero el riesgo era mucho, tanto que el propio Vicente Lombardo Toledano, quien como dirigente de la ctm había convalidado la idea, se mostraba dudoso. En una reunión del comité ejecutivo del sindicato petrolero en la que se evaluaban los posibles escenarios respecto a las condiciones de los trabajadores en caso de que las compañías “se retirasen” de México, explicó:
—Vendría una lucha, compañeros, una lucha importante que puede tener características graves: puede significar baja de salarios, paralización momentánea de algunos centros de producción, entrever privatizaciones; en suma, distintos aspectos…
Lograr la expropiación ante rabiosas empresas que casi casi pedían a sus gobiernos que invadieran México, en esos tiempos parecía un milagro de los que al Niño Fidencio —el de Espinazo, Nuevo León— le eran atribuidos.
Cuando en las reuniones entre el comité ejecutivo del sindicato comenzó a hablarse de la posibilidad de expropiación, en las instalaciones y campamentos los trabajadores estaban alertas. Los de El Ébano eran los más entusiastas: “Pronto todo esto será nuestro”, comentaban.
Desde la dirigencia sindical se les indicó estar atentos mientras que el comité nacional se declaraba en sesión permanente. Raymundo Piñones Méndez, uno de sus miembros, indicó a los trabajadores reunirse cada noche a partir del 15 de marzo, así que cada día, acabada su jornada, éstos acudían a las dirigencias para recibir novedades. Tres días después, el 18, la noticia fue que “algo muy importante” informaría el gobierno a través de la radio.
A partir de las 19:00 horas las radios estuvieron encendidas, lo mismo en la refinería de Minatitlán que en Doña Cecilia, en los campamentos de Agua Dulce, en Potrero del Llano, en el campo Las Choapas y en los pozos de Poza Rica. A través de los aparatos los trabajadores petroleros, junto con el país entero, a las 22:00 horas de ese 18 de marzo, escucharon las notas del Himno Nacional y luego la voz del presidente Cárdenas, acompañado de sus secretarios de Estado, informó a la nación que acababa de decidir reintegrar el dominio de la riqueza petrolera a la patria.
Desde el principio de su discurso, el presidente Lázaro Cárdenas estableció con toda claridad el hecho de que fue la postura intransigente de las compañías petroleras lo que llevó a su gobierno a encontrar un “remedio eficaz” para el presente y el futuro, no sólo de la clase trabajadora, sino de la sociedad entera:
La actitud asumida por las compañías petroleras, negándose a obedecer el mandato de la justicia nacional, que por conducto de la Suprema Corte las condenó en todas sus partes a pagar a sus obreros el monto de la demanda económica que las propias empresas llevaron ante los tribunales judiciales en inconformidad con las resoluciones de los tribunales del Trabajo, impone al Ejecutivo de la Unión el deber de buscar en los recursos de nuestra legislación un remedio eficaz que evite definitivamente, para el presente y para el futuro, el que los fallos de la justicia se nulifiquen o pretendan nulificarse por la sola voluntad de las partes o de alguna de ellas mediante una simple declaratoria de insolvencia, como se pretende hacerlo en el presente caso, no haciendo más que incidir con ello en la tesis misma de la cuestión que ha sido fallada.
Hay que considerar que un acto semejante destruiría las normas sociales que regulan el equilibrio de todos los habitantes de una nación así como el de sus actividades propias, y establecería las bases y procedimientos posteriores a que apelarían las industrias de cualquier índole establecidas en México y que se vieran en conflictos con sus trabajadores o con la sociedad en que actúan, si pudieran maniobrar impunemente para no cumplir con sus obligaciones ni reparar los daños que ocasionaran con sus procedimientos y con su obstinación […].
El mandatario también expuso abiertamente cómo, ante la “actitud de serenidad del gobierno”, las compañías reaccionaron llevando a cabo una campaña “fuera y dentro del país” con el propósito de “lesionar seriamente los intereses económicos de la nación”. De este modo, era necesario actuar para trascender lo que podría convertirse en un complejo procedimiento legal y evitar que las empresas petroleras continuaran operando la “sustracción de fondos”. Seguir entrampados en “minuciosas diligencias” llevaría a atravesar circunstancias muy difíciles para la nación. Así lo explicaba:
Y en esta situación, de suyo delicada, el poder público se vería asediado por los intereses sociales de la nación, que sería la más afectada, pues una producción insuficiente de combustible para las diversas actividades del país, entre las cuales se encuentran algunas tan importantes como las de transportes, o una producción nula o simplemente encarecida por las dificultades, tendrían que ocasionar, en breve tiempo, una situación de crisis incompatible no sólo con nuestro progreso sino con la paz misma de la nación; paralizaría la vida bancaria, la vida comercial en muchísimos de sus principales aspectos, las obras públicas que son de interés general se harían poco menos que imposibles y la existencia del propio gobierno se pondría en grave peligro, pues perdido el poder económico por parte del Estado, se perdería asimismo el poder político, produciéndose el caos.
Es evidente que el problema que las compañías petroleras plantean al Poder Ejecutivo de la nación con su negativa a cumplir la sentencia que les impuso el más alto tribunal judicial no es un simple caso de ejecución de sentencia sino una situación definitiva que debe resolverse con urgencia […]
La paz y la dinámica misma de la República, subrayaba Cárdenas, requería de los combustibles. Así exponía con nitidez lo que estaba en juego, algo que, como se verá a lo largo de este libro, es despreciado por los distintos gobiernos empeñados en volver a entregar la riqueza nacional a manos privadas y extranjeras.
Es la misma soberanía de la nación, que quedaría expuesta a simples maniobras del capital extranjero, que olvidando que previamente se ha constituido en empresas mexicanas, bajo leyes mexicanas, pretende eludir los mandatos y las obligaciones que les imponen autoridades del propio país.
Se trata de un caso evidente y claro que obliga al gobierno a aplicar la Ley de Expropiación en vigor, no sólo para someter a las empresas petroleras a la obediencia, sino porque habiendo quedado rotos los contratos de trabajo entre las compañías y sus trabajadores por haberlo así resuelto las autoridades del Trabajo, de no ocupar el gobierno las instituciones de las compañías, vendría la paralización inmediata de la industria petrolera, ocasionando esto males incalculables al resto de la industria y a la economía general del país […]
Hasta aquí quedaron expuestas las razones que llevaron al presidente a emitir la Ley de Expropiación. Iban dirigidos al “pueblo de mi país”, demandando su apoyo, pues era consciente de que lo necesitaba “para afrontar las consecuencias de esta determinación”. Y por ello los antecedentes de tal decisión debían ser conocidos por todo el mundo, incluso por aquellos que no estaban de acuerdo. En este sentido precisando las circunstancias en que presentaron todos los hechos: Para mayor justificación del acto que se enuncia, hagamos breve historia del proceso creador de las compañías petroleras en México y de los elementos con que han desarrollado sus actividades. La historia del conflicto del trabajo que culminará con este acto de emancipación económica es la siguiente:
. El año de 1934, en relación con la huelga planteada por los diversos sindicatos de trabajadores al servicio de la compañía de petróleo El Águila, S. A., el Ejecutivo de mi cargo aceptó intervenir con el carácter de árbitro a fin de procurar un advenimiento conciliatorio entre las partes.
. En junio de 1934 se pronunció el laudo relativo, y en octubre del mismo año una sentencia aclaratoria fijando el procedimiento adecuado para revisar aquellas resoluciones que no hubiesen obtenido oportunamente la debida conformidad.
. A finales de 1935 y principios de 1936 el C. Jefe del Departamento del Trabajo, por delegación que le conferí, dictó diversos laudos sobre nivelación, uniformidad de salarios y casos de contratación, tomando como base el principio constitucional de la igualdad de salarios ante igualdad de trabajo […]
Resulta evidente que la intervención del Ejecutivo en el conflicto tuvo como propósito evitar la huelga, hecho que hubiera acarreado el problema mayúsculo del desabasto de combustibles. Hacia finales de 1936 quedaron establecidos los “términos de un contrato colectivo”, de acuerdo con la relación de hechos consignada en el discurso del presidente Cárdenas.
Las “contraposiciones” de los patrones resultaron insuficientes y, por lo que el propio presidente calificó de “intransigencia de las compañías”, la huelga estalló en mayo de 1937. Sin embargo, como él explicó en el mismo discurso:
Las compañías ofrecieron entonces, en respuesta a mis exhortaciones, aumentar los salarios y mejorar ciertas prestaciones, y el Sindicato de Trabajadores, a su vez, resolvió plantear ante la Junta de Conciliación el conflicto económico y levantó la huelga el 9 de junio.
En virtud de lo anterior, la Junta de Conciliación y Arbitraje tomó conocimiento de ello y de acuerdo con las disposiciones legales relativas fue designada con el fin indicado, por el presidente de la Junta, una comisión de peritos constituida por personas de alta calidad moral y preparación adecuada.
La comisión rindió su dictamen encontrando que las empresas podían pagar por las prestaciones que en el mismo se señalan […]
Los peritos declararon, de manera especial, que las prestaciones consideradas en el dictamen quedarían satisfechas totalmente con la suma propuesta, pero las empresas argumentaron que la cantidad señalada era excesiva […]
Ante tales aspectos de la cuestión, el Ejecutivo de mi cargo auspició la posibilidad de que el sindicato de trabajadores de la industria petrolera y las empresas debidamente representadas para tratar sobre el conflicto llegaran a un arreglo, lo que no fue posible obtener en vista de la actitud negativa de las compañías […]
En todas y cada una de estas diversas gestiones del Ejecutivo para llegar a una final conclusión del asunto dentro de términos conciliatorios, y que abarcan periodos anteriores y posteriores al juicio de amparo que produjo este estado de cosas, quedó establecida la intransigencia de las compañías demandadas. Es por tanto preconcebida su actitud y bien meditada su resolución para que la dignidad del gobierno pudiera encontrar medios menos definitivos y actitudes menos severas que lo llevaran a la resolución del caso sin tener que apelar a la aplicación de la Ley de Expropiación.
En este momento del discurso, cuando Cárdenas ya se ha referido explícitamente a la Expropiación, ahonda en el contexto y la lógica de la inversión capitalista en materia petrolera. A casi 80 años de distancia y con todo el peso de la reforma energética del gobierno de Enrique Peña Nieto sobre los hombros de la nación, estas palabras cobran especial significado:
Se ha dicho hasta el cansancio que la industria petrolera ha traído al país cuantiosos capitales para su fomento y desarrollo. Esta afirmación es exagerada: las compañías petroleras han gozado durante muchos años, los más de su existencia, de grandes privilegios para su desarrollo y expansión, de franquicias aduanales, de exenciones fiscales y de prerrogativas innumerables, y cuyos factores de privilegio, unidos a la prodigiosa potencialidad de los mantos petrolíferos que la nación les concesionó, muchas veces contra su voluntad y contra el derecho público, significan casi la totalidad del verdadero capital de que se habla. Riqueza potencial de la nación, trabajo nativo pagado con exiguos salarios, exención de impuestos, privilegios económicos y tolerancia gubernamental, son los factores del auge de la industria del petróleo en México.
Examinemos la obra social de las empresas: ¿en cuántos de los pueblos cercanos a las explotaciones petroleras hay un hospital, una escuela, un centro social, una obra de aprovisionamiento o saneamiento de agua, un campo deportivo o una planta de luz, aunque fuera a base de los muchos millones de metros cúbicos del gas que desperdician las explotaciones?
¿En cuál centro de actividad petrolífera, en cambio, no existe una policía privada destinada a salvaguardar intereses particulares, egoístas y algunas veces ilegales? De estas agrupaciones, autorizadas o no por el gobierno, hay muchas historias de atropellos, de abusos y de asesinatos siempre en beneficio de las empresas. ¿Quién no sabe o no conoce la diferencia irritante que norma la construcción de los campamentos de las compañías?
Confort para el personal extranjero; mediocridad, miseria e insalubridad para los nacionales. Refrigeración y protección contra insectos para los primeros; indiferencia y abandono, médico y medicinas siempre regateados para los segundos; salarios inferiores y trabajos rudos y agotantes para los nuestros.
Abuso de una tolerancia que se creó al amparo de la ignorancia, de la prevaricación y de la debilidad de los dirigentes del país, es cierto, pero cuya urdimbre pusieron en juego los inversionistas, que no supieron encontrar suficientes recursos morales que dar en pago de la riqueza que han venido disfrutando.
Lázaro Cárdenas no sólo se detuvo en esta escrupulosa descripción crítica de la problemática laboral y social, originada por las empresas petroleras, sino que también abordó claramente su injerencia política:
Otra contingencia, forzosa del arraigo de la industria petrolera, fuertemente caracterizada por sus tendencias antisociales y más dañosa que todas las enumeradas anteriormente, ha sido la persistente aunque indebida intervención de las empresas en la política nacional. Nadie discute ya si fue cierto o no que fueran sostenidas fuertes facciones de rebeldes por las empresas petroleras en la Huasteca veracruzana y en el istmo de Tehuantepec durante los años 1917 a 1920 contra el gobierno constituido. Nadie ignora tampoco cómo en distintas épocas, posteriores a las que señalamos y aun contemporáneas, las compañías petroleras han alentado casi sin disimulos ambiciones de descontentos contra el régimen del país cada vez que ven afectados sus negocios, ya con la fijación de impuestos, con la rectificación de privilegios que disfrutan o con el retiro de tolerancias acostumbradas.
Han tenido dinero, armas y municiones para la rebelión, dinero para la prensa antipatriótica que las defiende; dinero para enriquecer a sus incondicionales defensores.
Y justo en este momento del discurso, formuló una acusación que, en las actuales circunstancias, mantiene su vigencia:
Pero para el progreso del país, para encontrar el equilibrio mediante una justa compensación del trabajo, para el fomento de la higiene donde ellas mismas operan o para salvar de la destrucción las cuantiosas riquezas que significan los gases naturales que están unidos con el petróleo en la naturaleza, no hay dinero ni posibilidades económicas ni voluntad para extraerlo del volumen mismo de sus ganancias […]
Ésta ha sido la recapitulación acerca de cómo, habiéndole entregado “cuantiosos recursos naturales”, el poder económico de las empresas petroleras se erigió contra “la dignidad y soberanía de una nación”, negándose, además, a reconocer las leyes mexicanas. Lo que viene a continuación es el planteamiento detallado de la severa medida que el gobierno ha decidido adoptar, así como sus posibles consecuencias:
Es por lo tanto ineludible, como lógica consecuencia de este breve análisis, dictar una medida definitiva y legal para acabar con este estado de cosas permanente en que el país se debate, sintiendo frenado su progreso industrial por quienes tienen en sus manos el poder de todos los obstáculos y la fuerza dinámica de toda actividad, usando de ella no con miras altas y nobles sino abusando frecuentemente de ese poderío económico hasta el grado de poner en riesgo la vida misma de la nación, que busca elevar a su pueblo mediante sus propias leyes, aprovechando sus propios recursos y dirigiendo libremente sus destinos.
Planteada así la única solución que tiene este problema, pido a la nación entera un respaldo moral y material suficientes para llevar a cabo una resolución tan justificada, tan trascendente y tan indispensable. El gobierno ha tomado ya las medidas convenientes para que no disminuyan las actividades constructivas que se realizan en toda la República, y para ello sólo pido al pueblo confianza plena y respaldo absoluto en las disposiciones que el propio gobierno tuviere que dictar.
A partir de la Expropiación podrían presentarse circunstancias difíciles, pero el presidente confiaba en la propia riqueza que ahora, de nuevo, pertenecía a la nación, así como en los arreglos y rectificaciones que pudieran hacerse:
Sin embargo, si fuere necesario, haremos el sacrificio de todas las actividades constructivas en las que la nación ha entrado durante este periodo de gobierno para afrontar los compromisos económicos que la aplicación de la Ley de Expropiación sobre intereses tan vastos nos demanda, y aunque el subsuelo mismo de la Patria nos dará cuantiosos recursos económicos para saldar el compromiso de indemnización que hemos contraído, debemos aceptar que nuestra economía individual sufra también los indispensables reajustes, llegándose, si el Banco de México lo juzga necesario, hasta la modificación del tipo actual de cambio de nuestra moneda, para que el país entero cuente con numerario y elementos que consoliden este acto de esencial y profunda liberación económica de México.
La arenga final del discurso apela al compromiso que, a partir de ese momento histórico, ha adquirido la ciudadanía. A cambio su gobierno se compromete a que la explotación de la riqueza sea congruente con la solidaridad moral y la democracia:
Es preciso que todos los sectores de la nación se revistan de un franco optimismo y que cada uno de los ciudadanos, ya en sus trabajos agrícolas, industriales, comerciales, de transporte, etcétera, desarrollen a partir de este momento una mayor actividad para crear nuevos recursos que vengan a revelar cómo el espíritu de nuestro pueblo es capaz de salvar la economía del país por el propio esfuerzo de sus ciudadanos.
Y como pudiera ser que los intereses que se debaten en forma acalorada en el ambiente internacional pudieran tener de este acto de exclusiva soberanía y dignidad nacional que consumamos una desviación de materias primas primordiales para la lucha en que están empeñadas las más poderosas naciones, queremos decir que nuestra explotación petrolífera no se apartará un solo ápice de la solidaridad moral que nuestro país mantiene con las naciones de tendencia democrática y a quienes deseamos asegurar que la expropiación decretada sólo se dirige a eliminar obstáculos de grupos que no sienten la necesidad evolucionista de los pueblos ni les dolería ser ellos mismos quienes entregaran el petróleo mexicano al mejor postor, sin tomar en cuenta las consecuencias que tienen que reportar las masas populares y las naciones en conflicto.
Este discurso histórico concluyó con la transcripción, leída por el propio presidente, de los artículos básicos de la Ley de Expropiación:
En tal virtud, y en uso de las facultades que al Ejecutivo federal concede la Ley de Expropiación vigente y considerando […]
Artículo 1º. Se declaran expropiados por causa de utilidad pública y a favor de la nación, la maquinaria, instalaciones, edificios, oleoductos, refinerías, tanques de almacenamiento, vías de comunicación, carros tanques, estaciones de distribución, embarcaciones y todos los demás muebles e inmuebles propiedad de las empresas que a continuación se enuncian: de la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila, S. A.; Compañía Naviera San Cristóbal, S. A.; Compañía Naviera San Ricardo, S. A.; Huasteca Pe troleum Company; Sinclair Pierce Oil Company; Richmond Petroleum Com pany, California; Penn Mex Fuel Company; California Standard Oil Company; Compañía Petrolera El Agwi, S. A.; Compañía de Gas y Combustible Imperio; Consolidated Oil Company of Mexico; Compañía Mexicana de Vapores San Antonio, S. A.; Sabalo Transportation Company, S. A.; Clarita, S. A., y Cacalilao, S. A., en cuanto sean necesarios, a juicio de la Secretaría de la Economía Nacional, para el descubrimiento, captación, conducción, almacenamiento, refinación y distribución de los productos de la industria petrolera.
Artículo 2°. La Secretaría de la Economía Nacional, con intervención de la Secretaría de Hacienda como administradora de los bienes de la nación, procederá a la inmediata ocupación de los bienes materia de la expropiación y a tramitar el expediente respectivo.
Artículo 3°. La Secretaría de Hacienda pagará la indemnización correspondiente a las compañías expropiadas de conformidad con lo que disponen los artículos 27 de la Constitución y 10 y 20 de la Ley de Expropiación, en efectivo y en un plazo que no excederá de 10 años.
Los fondos para hacer el pago los tomará la propia Secretaría de Hacienda del tanto por ciento que se determinará posteriormente de la producción del petróleo y sus derivados que provengan de los bienes expropiados, y cuyo producto será depositado, mientras se siguen los trámites legales, en la Tesorería de la Federación.
Artículo 4° Notifíquese personalmente a los representantes de las compañías expropiadas y publíquese en el Diario Oficial de la Federación.
Dado en el Palacio del Poder Ejecutivo de la Unión a los 18 días del mes de marzo de 1938…
Acabado el mensaje presidencial, en las instalaciones petroleras los mexicanos no cabían de contento; los extranjeros, en cambio, quedaron en la incertidumbre. Hubo arrebatos, negativas y salidas más obligadas que voluntarias por la frontera norte hacia Estados Unidos, y del puerto de Veracruz hacia Europa.
La expropiación finalmente haría efectivo el mandato constitucional al dar al Estado la facultad exclusiva en la propiedad, el dominio directo y el derecho de explotación integral de los hidrocarburos, pero no era tan sencillo: las compañías reclamaron que se les pagaran sus bienes, y uno de los pasajes más emotivos en la historia moderna de México es que los ciudadanos buscaron apoyar al gobierno para tal pago mediante donativos.
Decía el general Cárdenas que la situación provocada por las compañías petroleras significaba en la realidad el abandono de la explotación a que estaban dedicadas, con el evidente propósito de hacerle presión para que las dejara continuar gozando de injustificados privilegios:
La actitud asumida por las empresas extranjeras imposibilitaba la defensa y la conservación de la riqueza contenida en los yacimientos petrolíferos, así como su aprovechamiento y debido desarrollo. Cualquiera de estas circunstancias hubiera bastado por sí sola —y con mayor razón la concurrencia de todas ellas— para que el gobierno se encontrara en la imperiosa necesidad de decretar la expropiación con la premura que el caso demandaba.
Expropiados los bienes de las empresas cuya actitud tan graves peligros entrañaba para la vida misma de la nación, el Estado quedaba obligado, por las mismas causas de utilidad pública en que se basó la expropiación, a asumir la explotación de la industria petrolera, como lo hizo desde luego.
Las anteriores son palabras que el jueves 1º de septiembre de 1938 —seis meses después de decretada la expropiación—, con motivo de su IV informe de gobierno, el mandatario pronunció ante un entusiasmado Congreso:
La expropiación de los intereses que representan las compañías petroleras no puede dar origen al pago de ninguna compensación o indemnización por el petróleo ni por los demás carburos de hidrógeno que haya en el subsuelo puesto que pertenecen al dominio directo de la nación, conforme al párrafo IV del artículo 27 constitucional, y siempre han pertenecido según nuestra tradición jurídica. Tampoco puede originar un derecho de compensación o indemnización por cuanto a los perjuicios que aleguen los concesionarios, es decir, por la privación de las ganancias que hubieren podido obtener al seguir en el disfrute de las concesiones, porque al otorgarse éstas, la única causa tenida en cuenta por la nación fue la de que hubiera una inversión de los concesionarios que hiciera posible la explotación de la riqueza petrolera, que siempre ha sido considerada como de utilidad pública.
Las concesiones se otorgan por un largo plazo justamente para que los concesionarios puedan recuperar sus inversiones, y el importe de éstas es lo único que el Estado se encuentra obligado a garantizar. Por lo tanto, como la rebeldía que asumieron las compañías petroleras las invalidó para seguir haciendo uso de sus concesiones y mantener la explotación para proseguir recuperando sus inversiones, el Estado debe reconocer que esta invalidación general de las concesiones sólo causa a los concesionarios un daño equivalente a la parte de las inversiones debidamente justificadas que no haya sido aún recuperada por ellos, daño por el cual se les ha de compensar.
Y para evitar en lo posible que México se pueda ver en el futuro con problemas provocados por intereses particulares extraños a las necesidades interiores del país, se pondrá a la consideración de vuestra soberanía que no vuelvan a darse concesiones del subsuelo en lo que se refiere al petróleo y que sea el Estado el que tenga el control absoluto de la explotación petrolífera.
Dijo tajante, acompasado por los estruendosos aplausos de sus escuchas.
La nacionalización de la industria petrolera, decisión de Estado nada tersa que el michoacano defendió, es el acto más claro de defensa de la soberanía que se ha visto en México. Tres meses después de emitido el decreto de expropiación, el 7 de junio de 1938, el gobierno mexicano había creado la empresa paraestatal Petróleos Mexicanos (Pemex); se constituyó como un organismo descentralizado de la Administración Pública Federal, con personalidad jurídica y patrimonio propios, para la conducción central y estratégica de todas las actividades de la industria petrolera.
El 29 de agosto de 1947 el gobierno mexicano firmó con El Águila un convenio en el cual reconocía que los bienes expropiados a la empresa eran por 81 250 000 dólares; en los años siguientes se abonaría hasta el último de ellos. Para septiembre de 1962 se cubría a la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila el último pago por la expropiación, con lo que aparentemente se cerraba el capítulo de la industria petrolera privada.
Petróleos Mexicanos se forjó como una de las principales petroleras del mundo abarcando todo el ciclo de actividades, desde la exploración, la producción de hidrocarburos y su transformación; comercializaba en los mercados interno y externo el petróleo crudo y gas natural así como productos refinados, gas licuado de petróleo y petroquímicos. Para esto tenía campos, pozos, plataformas, terminales de almacenamiento, plantas de producción, refinerías…
La utopía cardenista, materializada en la expropiación de la industria petrolera, daría al país autonomía y soberanía no sólo energéticas sino económicas; la nacionalización del petróleo contribuiría a la identidad de México y proveería a la nación de la institución económica más importante de su historia. Ninguna otra industria se consideraría en tal medida parte del ser nacional ni garantizaría por décadas la propia soberanía al tener la potestad sobre los hidrocarburos, porque ésta es la base de la soberanía energética de cualquier país.
En los siguientes años la creciente industria petrolera mexicana se colocó entre las primeras del mundo, con una producción que llegó a su nivel más alto tras el descubrimiento de Cantarell, el segundo yacimiento más importante del planeta.
De referencia obligada es la fortuita historia de este hallazgo. En 1953, mientras laboraba a bordo de su embarcación en Ciudad del Carmen, un pescador de la zona de Campeche, Rudecindo Cantarell, se percató de burbujas de chapopote que brotaban del fondo del mar; pensó que algún barco se había hundido, y al acercarse en busca de algún sobreviviente, notó que sus redes se manchaban, aceitosas. La misma escena se repetía en su faena marina hasta que en 1968 se animó a buscar en tierra a quien notificar lo que en el mar veía; acudió a las oficinas de Pemex a reportarlo, pero su informe quedó encima de un escritorio sin que se le tomara muy en serio, y sería hasta el 1º de marzo de 1971, tres años después, que los ingenieros Serafín Paz y Mario Galván llegaron a buscar al pescador para que los guiara hasta donde había visto esas burbujas de chapopote.
La industria se desarrolló con campos petroleros en tierra y en la franja marítima, refinerías, terminales de producción y almacenamiento de gas, y alrededor de éstos, ciudades y pueblos crecidos, urbanizados en torno a las fuentes de empleo directas o indirectas de esta área, vinculada con sectores como el portuario, el marítimo, el comercio internacional, las telecomunicaciones, entre otros, y que dieron empleo tanto a mexicanos como a miles de extranjeros (chinos, estadounidenses, alemanes y españoles, principalmente), hasta convertirla en una de las más redituables a nivel internacional.
La producción del petróleo mexicano —crudo Maya, crudo Istmo, crudo Olmeca, gas natural asociado, gas natural no asociado y condensados— se hacía a través de la exploración y explotación de 359 campos petroleros, 5 783 pozos y 279 plataformas marinas; a su cargo tenía también el transporte, almacenamiento en terminales y comercialización de primera mano de dichos hidrocarburos a través de 34 074 kilómetros de oleoductos y gasoductos distribuidos en cuatro regiones (Región Norte, Región Sur, Región Noreste y Región Suroeste) prácticamente por todo el país y su zona marítima.
La Región Norte tenía una extensión de más de dos millones de kilómetros cuadrados; abarcaba 25 entidades federativas, en las cuales había cuatro activos petroleros integrales: Activo Integral Burgos, Activo Integral Veracruz y Activo Integral Poza Rica-Altamira, Activo Integral Aceites Terciarios del Golfo, y un Activo Exploratorio. Esta región era la principal productora de gas natural del país; en ella se halla el Activo Chicontepec (Aceites Terciarios del Golfo), considerada la reserva petrolera terrestre más importante de aceite (un crudo ligero adherido a la roca) y con alto contenido de gas en México (3 800 kilómetros en los estados de Veracruz y Puebla).
La Región Sur, que limitaba al norte con el golfo de México, al sur con el océano Pacífico y al este con el mar Caribe, tenía una superficie aproximada de 390 000 kilómetros cuadrados y abarcaba parte de los estados de Guerrero, Oaxaca y Veracruz, y la totalidad de Tabasco, Campeche, Yucatán, Quintana Roo y Chiapas. Operativamente estaba dividida en un activo regional exploratorio y los activos integrales Bellota-Jujo, Macuspana, Cinco Presidentes, Samaria-Luna y Muspac, con zonas petroleras como Cuichapa, Julivá, Reforma, Simojovel, Comalcalco y Macuspana.
La Región Noreste (Región Marina Noreste) tenía una extensión de 166 000 kilómetros cuadrados en aguas territoriales entre la plataforma y talud continentales del golfo de México; estaba constituida por los activos integrales Cantarell y Ku-Maloob-Zaap, además de un activo regional exploratorio. Cantarell, descubierto y puesto en operación a partir de los años setenta, fue el yacimiento de petróleo más importante de México y uno de los más prolíficos del mundo.
La Región Marina Suroeste tenía un área de 352 390 kilómetros cuadrados de aguas territoriales del golfo de México: contaba con un activo regional exploratorio con 18 proyectos y los activos integrales Abkatún-Pol-Chuc y Litoral de Tabasco, además del Activo Integral en Aguas Profundas Holok-Temoa. Su área de producción de gas y petroquímica básica se encargaba de procesar el gas natural y los lí- quidos de gas natural; una vez procesados, distribuía y comercializaba el gas natural y gas licuado de petróleo a los vendedores de primera mano (empresas gaseras), y producía y comercializaba productos petroquímicos básicos como el gas seco, etano, propano, butano, pentano, hexano, heptano, metano, gas licuado, nafta y azufre.
En el ámbito internacional, el área de gas y petroquímica básica de Pemex era por sí una de las principales empresas procesadoras de gas natural y la segunda productora de líquidos, con 10 complejos procesadores (ocho ubicados en la región sur-sureste del país —Chiapas, Tabasco y Veracruz— y dos en la región noreste, en Tamaulipas) que contaban con 72 plantas de distintos tipos; su infraestructura incluía 20 plantas endulzadoras, 19 plantas criogénicas y 20 terminales de distribución de gas licuado.
El gas procesado era transportado en una extensa red de gasoductos de más de 12 000 kilómetros, lo que colocaba a Pemex como la empresa número 10 del mundo en la transportación de este energético y cuyos activos valían más de 10 000 millones de dólares. Los complejos procesadores de gas más grandes eran Ciudad Pemex, Cactus y Nuevo Pemex: en éstos se llevaba a cabo la mayoría del endulzamiento de gas amargo (92%), también se procesaba 85% del gas dulce (recuperación de líquidos) y gran parte de la recuperación de azufre. En los complejos Cactus y Nuevo Pemex se endulzaba todo el condensado, que se acababa de procesar en el complejo de gas instalado en Reynosa.
En su área de refinación, en sus tiempos como paraestatal, Pemex contaba con una red de seis refinerías, ubicadas en Minatitlán, Veracruz; Ciudad Madero, Tamaulipas; Cadereyta, Nuevo León; Salamanca, Guanajuato; Salina Cruz, Oaxaca, y Tula, Hidalgo, en las que se procesaba crudo para producir combustibles diversos como gasolina, turbosina, diésel, diésel marino, diésel industrial, querosina, combustóleo, gasavión, turbosina, asfaltos y lubricantes como aceites y grasas. Éstos se vendían primero en gasolineras propiedad de Pemex, y luego en un esquema de franquicias —más de 10 000 gasolineras en todo el país— que distribuían exclusivamente productos que en venta de primera mano les suministraba Pemex.
Pemex tenía ocho complejos petroquímicos y nueve de procesamiento de gas, donde elaboraba múltiples productos refinados para atender las necesidades de los clientes en diferentes segmentos; logísticamente contaba con 83 terminales terrestres y marítimas, así como oleoductos y gasoductos, buques y flotas variadas de transporte terrestre para abastecer a las más de 10 000 estaciones de servicio en todo el país.
En la historia de Pemex, por 40 años se desarrolló una infraestructura con el crecimiento de sus redes de distribución por ducto, buque tanque y carrotanque, así como la expansión de la capacidad de almacenamiento.
Con oficinas centrales en Coatzacoalcos, Veracruz, su área petroquímica se encargaba de la elaboración, almacenamiento, distribución y comercialización de materias para las industrias químicas y petroquímicas de todo el país: amoniaco, acetaldehído, anhídrido carbónico, acetonitrilo, ácido cianhídrico, acrilonitrilo, y metanol, cloruro de vinilo, etileno, óxido de etileno, poliestireno de baja y alta densidad, benceno, ortoxileno, paraxileno, tolueno, entre otros, con ocho centros de producción —los complejos petroquímicos Independencia, Cangrejera, Cosoleacaque, Morelos, Pajaritos, Tula, Escolín y Camargo, que conjuntaban 38 plantas—, para abastecer la demanda del mercado nacional y una parte del internacional.
La petrolera tenía un brazo tecnológico: el Instituto Mexicano del Petróleo (imp), un centro de investigación, desarrollo científico y tecnológico para toda la industria.
Caja grande, CAJA CHICA
Todavía en la primera década de este siglo, es decir, antes de la llamada reforma energética, Pemex llegó a ocupar el tercer lugar a nivel mundial en términos de producción de crudo, el primero en producción de hidrocarburos costa afuera, el noveno en reservas de crudo y el duodécimo en ingresos.
Su destino dio un viraje cuando se vio en ella la caja fuerte para la entrada de divisas y el financiamiento del presupuesto nacional, imponiéndole un régimen fiscal en el que pagaba la totalidad de sus ingresos productivos, y a nivel micro cuando sus directores, administradores, empleados, rubro sindical y muchos presidentes de la República la convirtieron en su caja chica.
Asidos en su zona de confort, una tras otra las administraciones federales no pusieron empeño alguno en hacer de otros sectores productivos motores de desarrollo, ni tampoco a la propia Pemex, ya que la prioridad era exprimir sus recursos, destinados la mayor parte a gasto corriente.
La industria petrolera se convirtió en el sostén de la economía del país, aportando en promedio más de 40% del presupuesto público. Mucho dinero, demasiado para ser administrado por avariciosas manos, demasiada tentación, o quizá la propia condición humana, en la abundancia tuvo Pemex su tragedia: la petrolera se convirtió no sólo en la caja chica del gobierno sino en la caja grande de todas las administraciones, una caja a la que muchos metieron mano sin que hubiera fiscalización suficiente que los alcanzara. Del dinero petrolero se hicieron emporios privados, se compraron elecciones presidenciales, se construyeron gubernaturas, alcaldías, se rescataron empresas quebradas de políticos, senadores, diputados, ediles y sus familias, hicieron sus fortunas directivos, operativos, funcionarios de mediano nivel y hasta obreros de las estructuras bajas, que esquilmaron lo que estaba a su alcance.
De manera velada, desde el gobierno de José López Portillo se fue permitiendo que las empresas privadas extranjeras volvieran a hacerse con el oro negro mexicano mediante el contratismo para obra, adquisiciones, arrendamiento o servicios; entre éstas estaban incluso algunos de los mismos consorcios extranjeros a los que Lázaro Cárdenas había expropiado y pagado sus correspondientes indemnizaciones.
A la par, los siguientes fueron años de directivos, administradores, sindicalistas, trabajadores, proveedores, contratistas, prestadores de servicios y distribuidores, los que la esquilmaron con un nivel de rapacidad, corrupción e impunidad tal que araron un terreno fértil para todo tipo de criminalidad en casa hasta llegar a la mano más larga del crimen organizado, la de los cárteles de la droga, que operaron en ella su industria paralela.
Con la llegada a la presidencia de México de los supuestos gobiernos de la alternancia, el crimen organizado, los cárteles de la droga, acabaron de entrar en la industria petrolera para hacer sus propios negocios, expandidos a Estados Unidos, Centroamérica y otras regiones del mundo.
Botón de muestra es un modesto contratista veracruzano que, ligado al cártel de Los Zetas, hizo de su compañía una contratista de Pemex por miles de millones de dólares, tanto como para gastar en su hobby, los caballos, hasta un millón de dólares por cada ejemplar; a lomo de sus espléndidos purasangres llegó de Tuxpan a Oklahoma acompañado por funcionarios de Pemex, gobernadores, políticos, alcaldes, narcotraficantes y lavadores de dinero. El galopar del Señor de los Caballos es analogía de la decadencia y degradación de una industria que había sido orgullo de toda una nación.
Aquellos días de marzo, la noche del 18, cuando el general Cárdenas emitió el mensaje a la nación más importante del siglo xx, y los que siguieron a la entrega de las instalaciones, en la transición entre los jefes y representantes de las compañías expropiadas a los integrantes del sindicato petrolero, a regañadientes los superintendentes recibieron de los patrones las llaves: “Aquí las tienen, pero pronto volveremos por ellas”, decían.
Y así ocurriría, poco más de siete décadas después, con la desnacionalización de la industria que concretaría el gobierno de Enrique Peña Nieto.
Ana Lilia Pérez (Ciudad de México) es escritora y periodista. Sus artículos y reportajes se han publicado en numerosos medios de comunicación, como Esquire, CNN, Süddeutsche Zeitung (Alemania), La Jornada, El Financiero, Excélsior, Novedades, Milenio, Contralínea, Fortuna, Cambio, Variopinto y Newsweek en Español. Es autora de Camisas azules, manos negras (Grijalbo, 2010), El cártel negro (Grijalbo, 2011), Mares de cocaína (Grijalbo, 2014) y Verdugos (Grijalbo, 2016). Entre múltiples reconocimientos, ha recibido el Premio Nacional de Periodismo del Consejo Ciudadano, el Leipziger Medienpreis, la medalla Defensora de la Libertad y Promotora del Progreso y el Premio Golden Victoria 2015 de la Asociación de Editores de Diarios y Revistas Alemanas.