Ricardo Benítez nos cuenta la historia de cuando pasó de ser un aprendiz del nombre de 50 panes dulces a enamorarse de toda una experta en el arte de la repostería. y aprovecha para recomendar algunas de sus panaderías favoritas.
Casi nada me desespera tanto como un músico que solamente habla de música. Aparentemente mi profesor de flauta dulce en quinto de primaria compartía esta opinión y por eso revisaba todo tipo de tareas en lugar de enseñarnos solfeo con propiedad. Su descarrilamiento alcanzó la cúspide al encargarnos investigar cincuenta nombres de panes. Este trabajo, sin embargo, resultó más que atractivo y para cumplirlo me esforcé como nunca lo hice resolviendo multiplicaciones y divisiones en la clase de matemáticas. La lista del uno al cincuenta pronto estuvo completa y a partir de ese día me consideré un profesional en el asunto panadero. Dieciséis años después conocí a Cecilia y supe que todo ese tiempo no había pasado de ser un inocente amateur. Mi simple antojo no podía compararse con su absoluta obsesión.
Ya en nuestra primera cita quedó clara la urgencia de expandir el diámetro de mi círculo de acción; si deseaba seguir el ritmo de esa mujer precisaba ir más allá de los cincuenta panes que conocía y de las panaderías que frecuentaba. Desde ese momento también entendí que sería menos complicado conquistarla si forjaba una alianza con los derivados de la harina, y debido a esto, en nuestro segundo encuentro aparecí con un Totoro de Marukoshi Bakery, la famosa panadería japonesa de la colonia Portales. En términos estrictamente románticos esa noche fue un desastre, y sospecho que Cecilia y yo actualmente somos pareja gracias al indudable efecto seductor del regordete y tierno panecillo. Por otro lado, aquel martes que nos vimos por segunda vez terminó siendo profético, pues ahora es ese el día de la semana dedicado a nuestra ruta del pan, ruta conformada por establecimientos, prácticamente todos coyoacanenses, que conocimos juntos y donde puede adquirirse mercancía de calidad.
El paseo comienza en las últimas horas de la tarde, cuando nos reunimos en la Biblioteca Central de la UNAM. Un cariñoso saludo precede el abordaje del coche guinda cuyo interior pronto estará lleno de migajas. Veinte minutos después llegamos a la Ruta de la Seda. En mi caso, la primera visita a esta cafetería fue como arribar a un país desconocido. Esta impresión se debió, en primer lugar, a que allí el pan reposa detrás de un vidrio, rompiendo la venerable tradición del autoservicio con charola y pinzas; en segundo, a que yo no hablaba el idioma apropiado del sitio (cuando pedí “ese panquecito”, el empleado al otro lado del mostrador respondió que “ese panquecito” era un Turbante de té verde constituido por una masa de brioche laminado). Para redondear mi novatez, el precio del Amandier me pareció desorbitado y opuse resistencia a pagarlo hasta que, risueña y conciliadora, Cecilia me aclaró que el costo se debía a que era un producto hecho a base de ingredientes muy diferentes de los que mi paladar acostumbraba.
Ella, en cambio, se mueve rebosante de confianza en cualquier panadería, sin importar si es la primera o la enésima ocasión que la examina. Esto es evidente en Cocoa, la segunda parada del itinerario. Adentro de esta acogedora y triangular construcción puede verse a Cecilia usando las pinzas con una habilidad equivalente a la que Messi tiene con el balón. La intuición emana de sus ojos a tal grado que su mirada parece palpar la superficie y el interior de cada chocolatín. Escasos segundos invierte en esta evaluación antes de colocar a los elegidos en la charola, dejando a los demás en una especie de condena, a la espera de clientes menos exigentes. Tras tomar meticulosamente estas decisiones con respecto al pan dulce, en Cocoa siempre pedimos un trozo de quiche de huitlacoche con queso de cabra y revisamos los libros disponibles para ser intercambiados por uno nuestro. El quiche es devorado en el coche mientras recorremos las pocas cuadras que nos separan del tercer punto, La Casita del Pan; los libros son leídos en casa.
Localizada en la esquina de Avenida México y Ayuntamiento, La Casita del Pan aporta, como mínimo, una lechuza y una torzada a nuestro paquete. En este espacio, Cecilia, quien tiene dotes innatos de investigadora, se impacienta cuando bromeo diciendo que en lugar de entrevistar a panaderos callejeros para hacer mi tarea escolar, en esa época debí haberme limitado a tomar una foto de la lista con nombres de panes que luce enmarcada a un costado de la entrada. Sin embargo, esta “molestia” desaparece apenas atravesamos dos calles y encontramos Délika, donde los martes y sábados venden pretzels estilo alemán. Entonces la situación se torna interesante. Y es que la ascendencia alemana de Cecilia la convierte en una autoridad dispuesta a emitir un juicio carente de compasión, juicio cuyo resultado siempre ha sido positivo. Cuando salimos del lugar, la noche ya ha comenzado a adueñarse de la ciudad, las calles se hallan pintadas de luces rojas que indican lo estático de los automóviles. Indiferentes a ese tráfico nos incorporamos a él, encaminándonos hacia la Portales.
Con frecuencia permanecemos charlando en el coche estacionado antes de entrar a Marukoshi Bakery. Eventualmente quitamos los seguros y salimos rumbo al diminuto local. A la mitad del camino me detengo cuando mis pensamientos empiezan a recrear vertiginosamente los meses transcurridos, desde aquella noche en que compré el Totoro, hasta hoy en que nuestra especialidad consiste en arrasar con todos los panes de queso disponibles en el establecimiento. Frente a mí, Cecilia se aproxima lentamente al umbral del número 24 de la calle Tokio, pisando con cadencia el húmedo asfalto. Buscándome gira la cabeza y al mismo tiempo abre la crujiente puerta de madera, en cuya parte superior está situada una campanita. El instrumento se balancea produciendo un sonido que mis oídos traducen como felicidad en el instante en que Cecilia me invita a pasar. Nuestra ruta del pan termina así en las coordenadas donde cierta noche de enero todo inició. No cabe duda de que a partir de esa fecha, la campanita jamás ha interrumpido su vaivén.