Paty Godoy nació en Sonora, pero fue la literatura de Bolaño, Los detectives salvajes, la que le hizo regresar a su tierra desde Barcelona, donde vive. En un proyecto transmedia con un documental y un libro en el que escriben desde Juan Villoro hasta Sergio González Rodríguez, la escritora y periodista celebra el regreso a casa.
Ciudad de México, 18 de agosto (SinEmbargo).- “Soy Paty Godoy y esta es la historia de un regreso. Mi regreso a casa, a los desiertos de Sonora. Una novela y un atlas son mis guías en este viaje. Sigo las huellas que otros dejaron antes de mí para reencontrarme con mis recuerdos. ¿Me acompañas?”, esa es la leyenda que antecede el documental Los desiertos de Sonora, imaginados primero por Roberto Bolaño, un sitio precisamente construido para que la autora, que nació allí, pueda regresar en lo que denomina –al decir de Juan Villoro– “El safari de los espejismos”.
Radicada en Barcelona desde 2010, la escritora y periodista descubrió en la novela Los detectives salvajes, del chileno Roberto Bolaño, impulso de un proyecto transmedia que consta de un libro-revista, un documental interactivo y próximamente una exposición.
–¿Qué es Los desiertos de Sonora?
–Es un proyecto cultural transmedia. Es este libro editado desde Barcelona, por la revista Altair Magazine, una revista de cultura viajera, de crónicas, que cuenta el viaje desde otra perspectiva a la turística. Se embarcaron en este proyecto, que reúne a varios escritores como Juan Villoro, Sergio González Rodríguez, Diego Enrique Osorno y por el otro lado es un documental interactivo web que está en desiertosdecorona.com. Está el desierto imaginado de Roberto Bolaño, el último capítulo de Los detectives salvajes y hay otro libro que es el Atlas.
–¿El Atlas que menciona Bolaño?
–Ese Atlas llega a Bolaño a través de Bruno Montané, fruto de la obra de Julio Montané, su padre, quien hace este Atlas hace muchos años. Lo envía don Julio a sus hijos en Barcelona, Bolaño lo descubre y lo pide prestado para siempre. Pues nunca volvió ese Atlas a Bruno. De alguna manera el libro le sirvió como una ventana que le sirvió para hablar del desierto.
–Un lugar al que Roberto Bolaño jamás viajó
–Es un viaje literario forjado en sí mismo, maravilloso. Hay periodistas, escritores, que ensayan sobre por qué el desierto en la obra de Bolaño.
–¿Qué es “El safari de los espejismos?
–Es lo que escribí yo, con influencia de Juan Villoro, él habla de que el safari siempre nos lleva a casa. En este caso yo tomo esa idea de ese regreso a Sonora a través de Bolaño. Descubrí que nunca había estado en Sonora, el Atlas, Bruno Montané, hasta que pude articular un proyecto a través de esa idea. Es una vuelta a casa.
–¿Qué es casa para ti? Una zona desconocida y a la vez protagónica de México
–Roberto Bolaño me ayudó a descubrir qué era eso. Hice varios viajes, tomando fotografías, en diciembre para pasar las navidades y Pere Ortín, el director de Altair y mi compañero, viajó también conmigo. Ahí descubrí qué era mi casa, ese olor a tierra mojada, esos horizontes infinitos, esas cosas que Juan Villoro dice que “hay misterios cotidianos que te dicen eres de tal lugar y no de otro”. Esas carreteras largas, ralas y lo descubrí a partir de esos viajes.
–Los desiertos de Sonora se me ocurre como un lugar en la literatura de Bolaño parecido al que funcionaba en el boom, pero para ti no es imaginado
–Para mí lo más curioso de esta historia descubro mi propio territorio sentimental que estaban como escondido y que reviven a través de la literatura de Bolaño. Pere, que me acompaña en esos viajes, me ayuda con su mirada nueva. Es la mirada ajena de Bolaño y la mirada ajena de los demás en el mejor sentido el que me hace volver a mi tierra.
EL SAFARI DE LOS ESPEJISMOS, DE PATY GODOY
“A veces es como si el viajero resurgiera del agujero negro de su personalidad y se quedase casi sorprendido de la dirección en la que le llevan sus pasos, revelándole patrias del corazón antes desconocidas para él.Je voyage, dijo un loco parisino, pour connaître ma géographie”. El infinito viajar, Claudio Magris
Sonora es el lugar en el que habita la mayoría de mis recuerdos y olvidos. El mundo físico al que pertenezco, el microcosmos que me pertenece. Mi paisaje sentimental.
El color de su luz, el sonido de ciertas palabras, ese olor repentino a tierra mojada me hacen saber que soy de allí y no de otro sitio.
So-no-ra
palabra
de tres sílabas,
dulce,
magnética.
El lugar donde fui feliz y del que siempre me quise ir. ¿En busca de qué?
Intuía que había algo más allá de aquel horizonte infinito, fuera de aquel territorio que me era demasiado conocido. Abandonar aquel desierto se convirtió en un acto ineludible.
Y me fui.
Pero Sonora y sus recuerdos siempre vuelven. El pasado me envió una postal en forma de novela. Y volví.
Los detectives salvajes me marcaron el camino de regreso a casa. Seguí las huellas literarias del escritor Roberto Bolaño, que a pesar de que nunca estuvo en mis desiertos fue capaz de elevarlos a categoría de espacio mítico.
Su poética visión de Sonora despertó en mí las ganas de escarbar en el mundo mágico de mi niñez, de mi juventud.
Y volví, para comprobar que todo allí ha cambiado y nada ha cambiado.
La aventura de un regreso
Mi viaje de vuelta a los desiertos de Sonora, como casi todos los viajes, comenzó en un libro. El tercer capítulo de Los detectives salvajes se convirtió, de forma inesperada, en un espejo. Leyendo sus páginas me vi reflejada en la imagen ficticia de aquella geografía que tantas veces yo había recorrido con indiferencia.
En estos desiertos por los que transitan veloces cuatro forajidos en un Impala blanco, en busca de una fantasmagórica poetisa, estaban mis huellas.
Y me pregunto: ¿por qué construir aquí un universo mítico y literario al que huyen los poetas?
¿Por qué aquí, entre “pueblos fantasmas donde moran lagartijas y moscas”, entre sahuaros y polvareda?
¿Por qué buscar, aquí, en mis desiertos de Sonora, el sentido último de la vida y el arte?
“Aquí nadie usa sombrero charro.
Aquí solo hay desierto y pueblos que parecen espejismos y montes pelados”
La lectura acelerada de aquellas páginas alimentó mi deseo de entender, de aprender a mirar mi tierra, a la que ahora vuelvo, para perderme en sus desiertos, como hicieron aquellos poetas, persiguiendo el sueño más valiente de todos…
Vuelvo al lugar en el que “he sido feliz” saltando charcos, descalza, con mi hermana gemela, en esas tardes de lluvia y risas en las que todo era una fiesta.
Vuelvo para recuperar el olor de mi infancia.
Vuelvo para dejarme seducir por el sol implacable.
Vuelvo para beber de esa luz tan blanca, tan luminosa, que casi hiere.
Vuelvo para disfrutar de sus cielos rojo sangre.
“Tuve la sensación no solo de haber recorrido ya estas pinches tierras sino de haber nacido aquí.”
Vuelvo para recuperar las huellas de lo vivido.
Vuelvo a mis desiertos de Sonora como lo hicieron ellos: “de espaldas, mirando un punto pero alejándose de él, en línea recta hacia lo desconocido”.
La tierra de los horizontes infinitos
Manejo al amanecer. Persigo la sombra de mi carro que se refleja sobre la carretera. El sol sale a mi espalda.
Acelero y brotan los recuerdos. Como cuando de niña, con mi mamá y mis tres hermanas, viajaba a la frontera —al “otro lado”, como le llamamos— por esta misma carretera larga y de cunetas ralas.
En aquellos viajes miraba con indiferencia a través de la ventana el paisaje árido, inescrutable; matorrales, pequeños árboles y nubes del desierto.
Imaginaba animales que eran montañas: conejos, tortugas, pájaros. Después, me perdía entre las nubes y siempre me quedaba dormida.
“A mitad del camino que enlazaba El Cuatro con Trincheras debíamos desviarnos a la izquierda, por una pista que pasaba por las faldas de un cerro con forma de codorniz.”
Cuando despertaba, estábamos atrapadas en esa fila de carros que conduce al norte, rodeada de otras niñas que también miraban, aún entre sueños, por la ventana. Cláxones, silbidos, vendedores ambulantes. “Del otro lado” está Arizona “y en medio, la aduana y los policías de frontera”.
Hoy recorro estos “pueblos perdidos” que “parecen espejismos”: Huachinera, Trincheras, Cucurpe; pueblos polvorientos: La Ciénaga, Félix Gómez; otros silenciosos pero con nombres evocadores: Bavispe, Bacerac, Las Maravillas, Las Calenturas, donde solo cantan los gallos o relincha un caballo.
Navego por los desiertos de Sonora, entre estos pueblos que son islas y en los que nadie sabe lo que es una epanadiplosis, en los que nadie leyó nunca a Rimbaud, ni tampoco a Baudelaire. Aquí no hay flâneurs, nadie camina, todo el mundo echa humo sobre ruedas.
Escucho el calor. Veo los ruidos de los animales venenosos. En Altar sigue habiendo poetas salvajes que buscan cruzar el desierto camino del norte. Pero en Caborca no hay rastro de poetisas perdidas. Tampoco en Pitiquito, mucho menos en las calles de tierra que rodean el cementerio de Agua Prieta.
“Como buzo en un lago” me sumerjo en mi tierra para dejarme seducir por sus enigmas y disfruto de la metamorfosis: en Bahía de Kino, en el sordo rugir del océano Pacífico, en el silencio profundo de las aguas del Mar de Cortés, se oculta el sonido de la libertad.
“Nos marchamos a la playa. Alquilamos dos habitaciones en una pensión de Bahía Kino. El mar es azul oscuro.”
Estoy de vuelta en el punto de partida, en la tierra de los horizontes infinitos, donde los atardeceres duran un siglo, un breve instante.
Carreteras de papel
Entre pueblos de “nombres magnéticos e indescifrables”, regreso a los desiertos de Sonora para dibujar mi atlas personal.
“Pasamos por pueblos llamados Aribabi, Huachinera, Bacerac y Bavispe antes de darnos cuenta que nos hemos perdido”
Avanzo por estos caminos borrados por el polvo que se abren como promesa al más allá. Cruzo este limbo de curvas, de líneas rectas, de elipsis. Rutas que son paréntesis entre lugares.
“Veo huellas diminutas en la arena”. Caminos color ocre y pisadas de animales: la codorniz, la liebre, el coyote, el borrego cimarrón.
Me abro camino entre cactus de formas infinitas, que se estiran y acarician el cielo con sus espinas y flores.
“A los lados de la carretera veíamos a veces alzarse una pitahaya, nopales y sahuaros en medio de la reverberación del mediodía.”
Es el Atlas de Sonora, lo recuerdo. Hace muchos años llegó a casa como un regalo para mi mamá. Con curiosidad infantil, lo contemplamos, lo hojeamos, lo examinamos. Después, se quedó en un rincón de nuestra sala. Y un día desapareció.
Hoy las páginas de este libro inclasificable me lo dicen: la geografía impenetrable de mi tierra solo se puede dibujar, recrear, repensar. Es lo que hizo el sabio chileno de origen catalán, Julio Montané, que se inventó el atlas de un territorio enorme, desértico y nada imaginario: Sonora.
Imagino los desiertos de Sonora como un triángulo construido entre el cartógrafo que los redibujó, el escritor que los reinventó, y yo, que hoy los releo.
“Ruidos nocturnos: el de la araña lobo, el de los alacranes, el de los ciempiés, el de las tarántulas, el de las viudas negras, el de los sapos bufos. Todos venenosos, todos mortales.”
Imagino el Atlas de Sonora abierto ¿sobre una cama?
Imagino al escritor hechizado por los sonoros topónimos de Sonora.
Imagino al escritor recorriendo con la punta de sus dedos carreteras de papel.
Imagino al escritor que imagina el decorado ideal para la muerte de la poesía.
Imagino al escritor que imagina las coordenadas exactas de una estrella distante.
Imagino al escritor que imagina un infierno de fantasía.
Imagino…
La paradoja Bolaño
“¿Y tú? Yo soy el jinete de Sonora, le dije de golpe y sin venir a cuento. En realidad nunca he estado en Sonora.”
Roberto Bolaño jamás estuvo en los desiertos de Sonora. Nunca pisó la geografía que narró. Al fin y al cabo qué más da. Con su imaginación, fue capaz de darle forma literaria a este paisaje “sediento e indiferente”. Es la gran paradoja del arte. También consiguió traerme de vuelta a este laberinto de rayos de sol y sombreros vaqueros.
Continúo mi errático leer y vagar por este desierto de enigmas, en el que el escritor imaginó “un infinito, eterno, inacabable crepúsculo sin final”.
Epígona y metaviajera. Sigo el rastro que dejaron aquellos detectives extraviados en esta terra incógnita. Caborca. Un pueblo. O sea, una revista. O sea, la poesía. O sea, Cesárea. Un poema, ese poema: Sión, Ción, Navegación.
El desierto se transforma, te transforma, me transforma.
Trato de recordar mi pasado, pero ya no puedo. Un desierto, este desierto, es presente absoluto. Me enfrento a mi propia sombra.
“Llegamos a un pueblo llamado El Oasis, que en modo alguno era como un oasis sino que más bien parecía resumir en sus fachadas todas las penalidades del desierto y luego volvimos a salir a la federal y entonces Lima dijo que los desiertos de Sonora eran una mierda.”
“¿Qué hay detrás de la ventana?”
Me pregunta el escritor.
Yo misma. Es un espejo, le respondo.
He vuelto. Como ya se sabe, el safari de los espejismos siempre termina en casa.
He vuelto. Viajo, como dijo aquel sabio loco, para conocer mi geografía. Y aquí estoy. En el punto de partida, transformada y dispuesta a “dejarlo todo” y “lanzarme a los caminos, de nuevo”.
Para regresar a ninguna parte.
He vuelto.
El libro Los desiertos de Sonora se puede comprar en http://www.altairmagazine.com/blog/producto/los-desiertos-de-sonora-libro/