El menú de Fat Boy Moves es una de las experiencia culinarias más excitantes de la Ciudad de México, como parte de una historia de migración, apropiación cultural y el nacimiento de un nuevo y delicioso proyecto.
Ciudad de México, 18 de agosto (SinEmbargo/ViceMedia).– Con casi 22 millones de habitantes en la Ciudad de México y sus alrededores, palabras como “locura” y “caos” se me vienen a la mente al tratar de describir el día a día del capitalino o cualquiera que se ha aventurado a vivir en esta jungla de concreto.
Tengo casi cuatro años aquí y aunque no es mucho, puedo afirmar que cierta locura o tendencias masoquistas son necesarias para residir en la tal llamada megalópolis; mi relación con la ciudad, como la de millones, se reduce a dos emociones intensas: amor y odio.
Odio al caminar por las calles y no ver ningún bote de basura. Odio a los conductores de los peseros y todo el tráfico en general. Odio a la gente que con el paso de los años, vive de una manera acelerada; me incluyo, pues la urbe lo dictamina así. Odio por los baches, por los tamarindos (agentes de tránsito), por el Gobierno, por las contingencias ambientales, odio (del ferviente) por el sonido cardíaco del carrito que vende camotes, en la mitad de la noche cuando menos lo esperas.
Y justo cuando estoy por darme por vencido, la Ciudad de México, quienes la habita y su capa reconfortante de smog, encuentran la manera de seducirme de nuevo. Amor. Usualmente, éste se manifiesta dentro de los grandes mercados y museos; comiendo tlacoyos en la acera o bebiendo tequilas en cantinas de antaño, hasta sucumbir a las taquerías para trasnochados.
Últimamente he sumado a Fat Boy Moves al repertorio de cosas que amo de la ciudad; no sé qué me gusta más: su comida descaradamente golosa, su playlist impecable (lo puedes encontrar en Spotify) o el lugar; un pequeño restaurante que bien podría estar en Los Ángeles o Nueva York, pero está aquí, en la calles de la colonia Condesa.
En los últimos años hemos visto muchas cosas que amamos: desde muy buenos comedores o fondas “nice”, excelentes “gastro-cantinas” (créanme, detesto el término), restaurantes enfocados en ostras; cocina oaxaqueña; todos los brunch, cafeterías gourmet…
Es evidente que el clima político mundial, la devaluación de nuestra moneda y la buena calidad de vida —espacios grandes y días soleados— comparada con otras capitales del mundo, así como el acceso a extraordinarios ingredientes, ha seducido a olas de extranjeros a viajar, vivir e invertir en México.
La comida asiática siempre ha estado presente en esta ciudad con la comunidad coreana y sus discretos barbecues en la Zona Rosa, con los famosos buffets chinos y cafés chinos-mexicanos, y con los restauranteros y cocineros japoneses que han encontrado un publico fiel en la ciudad, el cual no quiere necesariamente chiles serranos en su soya.
En medio de este auge por los palillos, Marifer Millan y Allen Noveck, decidieron abrir Fat Boy Moves a finales del 2016.
“Nos mudamos en el mejor momento; la escena y oferta gastronómica en la Ciudad de México va creciendo”, dicen Marifer y Allen, que ofrecen en su restaurante cocina asiática, pero decisivamente coreana con un toque gringo, al puro estilo de la comfort food.
“No somos comida mexico-coreana ni queremos definirnos como un lugar meramente coreano”, confiesa Allen. “La influencia predomina en los platos y es un punto de partida, pero también jugamos con otras influencias asiáticas. Tenemos en la carta el Báhn Mi, un sandwich o torta vietnamita que usualmente no lleva pork belly, pero es algo que funciona bien”.
“Bien”, es decir: gloriosas tiras de pancita de cerdo que parecen derretirse al contacto con la boca, más mayonesa picante que junto con la manzana le da el perfecto balance entre grasa, acidez y dulzura. (Dame dos por favor).
Marifer, es de Chilpancingo, Guerrero, estudió en el Centro Culinario Ambrosia y al tener desde niña un interés genuino por la repostería, decidió aventurarse a The Culinary Institute of America (CIA), ubicado en el corazón de otra ciudad, también navegable entre el amor y el odio: Nueva York. Ahí trabajaba en Park Avenue Seasons y luego Locanda Verde, del afamado chef Andrew Carmellini; en donde conoció a Allen. Después tuvo la oportunidad de trabajar en restaurantes prestigiosos: Eleven Madison Park, del chef Daniel Humm con tres estrellas Michelin—recién nombrado el Mejor Restaurante del Mundo según la lista de The World’s 50 Best— y Betony del chef Bryce Shuman con una estrella.
Allen por su parte, nació en Seúl, Corea del Sur, pero a los tres años su mundo cambió radicalmente al mudarse a un suburbio “muy blanco” como dice él, en Connecticut. Para él, la cocina siempre fue una forma de lograr conectar con sus raíces, pero sobre todo con su madre, la cual cocina siempre ávidamente.
“Teníamos dos refrigeradores en nuestra casa, una era únicamente para los recipientes con Kimchi (col fermentada picante)… siempre apestaba”, dice entre risas.
Su juventud la describe como una etapa de transición sin interés por los estudios, pero viajó y encontró refugio laboral en la industria restaurantera. A los 24 se mudó a Nueva York y mientras trabajaba como mesero en el restaurante de Morimoto, tuvo una revelación y fascinación por la cocina.
“Transformó mi mente por completo, por primera vez veía que todo esto podía ser una profesión”, dice Allen. Al poco tiempo decidió hacer un curso intensivo en el French Culinary Institute (FCI), y a través del programa de trabajos conoce a Tien Ho, chef ejecutivo de Momofuku, al cual considera como uno de sus primeros mentores.
Estudiar y trabajar en varias de las mejores cocinas de la Gran Manzana, les dio a Marifer y a Allen la disciplina y las técnicas para cocinar platillos deliciosos ideados por otros chefs; pero querían algo suyo y vieron la oportunidad de mudarse: “Queríamos aportar algo nuevo a la escena culinaria en Mexico”, dice Marifer.
Y vaya que lo han hecho, los medios y redes sociales durante los primeros meses de operación parecieron perder la cordura con las famosas “Cochidonas” y postres como las Honey Butter Chips (papas fritas, con mantequilla y miel, más una bola de helado de leche) o el Taiyaki (waffle coreano, relleno de chocolate, más helado de malvavisco), deliciosamente ejecutados por Marifer.
Y aunque amo sus postres, después de frecuentar Fat Boy Moves, llego a la conclusión que todo me gusta, y mucho. La cocción mágica del pollo frito, siendo uno de los más jugosos que he comido. El Kimchi Fried Rice con arrachera, tocino crujiente, elote y gochujang es un verdadero apapacho. La coliflor, que a primera vista no sorprende mucho, pero al darle la mordida la salsa gochujang y el ajonjolí se convierten en endorfina pura. El Bibimbap, que es arroz con verdura, hongos salteados y un huevo frito encima, está para morirse (para que esté claro: todo platillo con un huevo frito encima es un lujo). Las costillas con camote y zanahoria son espectaculares.
El menú, como Nueva York y D.F. (como me sigue gustando decirle a la Ciudad de México), cambia constantemente, pero siempre tiene algo excitante que ver y probar.
“¿Por qué México?”, le lanzo una pregunta final a Allen.
“Fue una transición difícil, pero tan pronto empiezas a entender qué es la Ciudad de Mexico y qué esperar de ella, ajustas tus expectativas. Ya me acoplé y estoy en una rutina que me encanta, siento que ya puedo llamar a la Ciudad mi hogar”.
Amor.