Esta semana tuve una discusión intelectual acerca de los mensajes que por décadas nos han dado las princesas de los cuentos de hadas, más específicamente, las de las películas de Disney. Yo, comunicóloga de profesión, hice mi tesis de licenciatura sobre feminismo y una década después sigo citando el Psicoanálisis de los Cuentos de Hadas de Bruno Bettelheim a placer, por lo que parecería que mi interlocutora, que a la fecha no ha estudiado ni la primaria, estaría en desventaja o menos preparada que yo para presentar sus argumentos, pero debo decir que no sólo me dejó con la boca y el cerebro abiertos, sino que me ha motivado a detener la inminente presión del Botón de Apagar la Humanidad esta semana.
“No entiendo cómo hicieron para convencer a tantas niñas de que les gustaran esas historias”, dijo ella, “sobre todo La Bella Durmiente. O sea, lo único que sabemos de ella es que es guapa y está dormida. No hace nada, no decide nada. Un día se despierta y se tiene que casar con un príncipe que ni conoce y ya, fin. Se la pasa durmiendo durante todo su cuento, ¡y ni siquiera sabemos qué estaba soñando!”, exclamó, irritadísima, mi sobrina de seis años. Qué diferente habría sido la historia, insistió, si al menos nos hubieran contado qué soñaba. “Por eso”, declaró muy doctamente, “me gusta Alicia en el País de las Maravillas. No hay príncipes ni bodas ni nada de eso; es un viaje de la imaginación y ya, como Peter Pan. Las mujeres también tienen aventuras”.
Continuó con un lucidísimo análisis de Blanca Nieves, que tras cuidar a siete enanos acaba también dormida y esperando el mágico beso. Tampoco entendía por qué Cenicienta se quedaba con su madrastra en vez de, simplemente, largarse de ahí, ni por qué algunas princesas ni siquiera tienen nombres propios. “Como si no fueran personas”, reclamó, “y lo único que les interesa es casarse con un príncipe. No tienen sueños. No son interesantes”. Le dije que quizá en la época en que se escribieron esas historias las mujeres tenían menos opciones, y me hizo una mueca que sería imposible traducir en un emoji: algo así como desesperación ante las estupideces que le estaba diciendo y decepción, simplemente, ante la Humanidad. “Hoy ya no es así”, expuso, “porque yo tengo sueños. No sólo uno. Muchos”.
Le caen bien Jasmin (de Aladino versión Disney), porque lo que quiere es conocer la vida fuera de su palacio, Rapunzel (de la relativamente nueva Enredados), que sueña también con lo que le espera fuera de su torre, y Bella, que se la pasa leyendo. Ninguna de ellas, me explicó, espera al príncipe para casarse: siguen sus sueños y entonces se enamoran, como debe ser. Su favorita, como de muchas niñas de las nuevas generaciones, es Elsa, de Frozen. A menudo me he preguntado porqué la historia de dos niñas huérfanas que pasan su vida separadas y extrañándose es tan popular, y mi sobrina me dio la respuesta: es una historia de hermanas, no de romance ni de príncipes, y Elsa es más una superheroína que una princesa, por la magia que puede hacer. Tiana, de la renovada La Princesa y El Sapo, le gusta también: su sueño es tener su propio restaurante y “ella acaba dándole trabajo a su novio”.
Mientras yo intentaba recordar cómo veía yo todas estas historias cuando tenía su edad, ella analizó a los príncipes uno por uno. De La Bestia no le importaba su físico, pero sí el hecho de que no puede controlarse cuando se enoja “y eso es peligroso”. Los que “sólo bailan y rescatan mujeres” no le causan ninguna gracia y Aladino sólo le cae bien cuando es el ingenioso chico que conoce a la perfección los callejones y vericuetos de su ciudad, no cuando se vuelve un engreído por tener dinero.
¿Quién es tu favorita?, le pregunté, y me dijo que su favorita era la Princesa de Ciencias. Pronto supe que se trata de una heroína inventada por ella, pues ninguna princesa en oferta le bastaba para darle su admiración absoluta. “Quiero ser escritora como tú y maestra como mi mamá y también inventora. Me gusta mucho el espacio pero no sé si ser astronauta o no, porque tendría que pasar mucho tiempo en las naves y quiero tener hijos y los extrañaría, pero todavía no sé. Tengo muchos sueños”. Su mamá y yo intercambiamos enmudecidas miradas y ella alcanzó a decirle que sí, que era muy bueno vivir en una época en que las mujeres pueden tener sueños. “Muy bueno”, dijo, pero ya no estaba en la conversación, y segundos después, no estaba en el cuarto.
Semana con semana podría llenar páginas denunciando la misoginia, el machismo y la falta de oportunidades para las mujeres, pero hay una realidad ineludible: no ha habido ninguna mejor época para ser mujer, que ésta. El puro hecho de que exista este espacio, y muchos más y mejor formulados, para denunciar, para discutir, para dialogar, no tiene precedentes. El que se generen todos los días programas que busquen la equidad, aunque todavía no la alcancen (y se llamen “El que la mete la paga”), tiene que darnos al menos un poco de esperanza. Sí, esto tendría que haber sido así desde siempre, sí, queda mucho por hacer, pero es innegable que vamos hacia delante, aunque a veces no se sienta así. Hace unas décadas, las Barbis que tenían profesión (además de, como dijo mi sobrina “dedicarse a ser bonitas”) eran azafatas o secretarias. Antes, si una niña en México hubiera dicho que quería ser astronauta, científica y escritora, sus padres le habrían sonreído beatíficamente y ellos mismos, junto con la sociedad circundante, le habrían deslavado el sueño poco a poco. Estos padres se han puesto a ahorrar, como ellos mismos dicen, “para poderle pagar todas las carreras que quiere estudiar”.
Esta semana no quiero apretar el Botón de Apagar la Humanidad porque quiero que tanto mi sobrina como los millones de niñas que hoy se atreven a soñar, crezcan. Quiero ser una mujer vieja y verla cumplir 35 años, los que estoy a punto de cumplir yo, y leer sus libros, acompañarla a patentar sus inventos y mandarle cartas al espacio, si es donde elige seguir soñando. Quiero que la Humanidad misma me desmienta y que esa niña de seis años me sonría y me diga: “¿Ves? Te lo dije”.