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Susan Crowley

18/05/2024 - 12:04 am

El arte africano al rescate del mundo

Una obra artística diversa y compleja, pero con un propósito común: lograr que la justicia y la belleza sean restituidas en esas periferias que quedaron olvidadas. Occidente destruyó a África con el pretexto de “ayudarlos”.

África no es un país. Aunque la ignorancia típicamente occidental la conciba como un bloque amorfo, sin identidad más que el color de la piel se trata de un continente que comprende cincuenta y cinco naciones conformadas cada una por una cultura propia, singular y en muchas ocasiones asombrosa.

África es muchas Áfricas, universos, cosmogonías, mitos, religiones, magia y vudú. Animismo que encuentra el alma en todos los seres y en la naturaleza, hasta la conciencia social y política, que lleva a pueblos completos a liberarse del yugo europeo. Clanes, tribus, que se dejaban proteger por fetiches y máscaras que sorprendieron a Picasso, Modigliani y otros; convirtiendo lo que era una expresión cultural ancestral, en paradigma de la modernidad artística.

La habitan más de mil millones de habitantes, personas con un rostro que las define y que manifiestan día a día su identidad. Extensión asombrosa por sus contrastes, desde la más injusta pobreza hasta los paraísos en los que miles de especies animales migran para sobrevivir. África fue el sitio del primer registro humano, la huella del homo sapiens, aquél que coloco su impronta como una extensión del pensamiento en las asombrosas pinturas de Tassili, que datan de hace más de cinco mil años y en las que se aprecia la mirada de un artista. Ese artista que también miró hacia las estrellas y buscó hablar con los espíritus. El que desplazó el instinto para imaginar el mundo, para concebir la belleza, para adorarla y rendirle tributo. Ese que fue el primer sabio que confió en la mano que piensa elaborando vestigios que hoy pueblan los museos. El ser que dejó atrás a su manada para verse a sí mismo y con ello descubrir el lenguaje, una liga de ideas que podían surgir desde dentro y que le permitían descubrir al otro, la otredad. El lenguaje como una urdimbre que une sus tejidos para nombrar. Que nombra y anima, que establece jerarquías, que distingue al hermano y que sabe ver al enemigo. Las palabras que articuladas unas a otras significan encuentro, unión de dos, y luego de más, formando colectividades con rostros distintos pero semejantes.

África es esa tierra intocada, la que, irónicamente, había que descubrir, como si antes no existiera. Es el territorio con el que Occidente se cebó. La razón y la idea civilizadora fueron las armas que penetraron y lastimaron profundamente, destrozando un tejido propio, único. Un ecosistema perfecto que fue sometido a los más duros saqueos y robos hasta ser devastado. Que fue visto por los ojos de los que se creían superiores, lo destruyeron con el pretexto de sacarlo de su atraso. Universo jamás comprendido, puesto al servicio y para el consumo de otros que apalearon su dignidad y los obligaron a arrastrarse como esclavos.

¿Qué sería de la era de las exploraciones y de los imperios sin África? La deuda es impagable: cómo compensar la incomprensión, la falta de respeto, la violación a los derechos, la pérdida de la riqueza cultural de un ser humano al que se considera salvaje y se le persigue como si fuera un animal. No hay forma de resarcir los daños causados a quien le ha sido extirpada su esencia.

La esclavitud africana provocó la importación de millones de personas vendidas como bestias, a las que se arrojó del continente para ser vendidas en mercados. Encadenadas no se les permitió guardar un registro de su origen, debieron adoptar otros nombres Benjamin, John, Charles, Taylor, Smith, Adams. Con su partida dejaron atrás a su matria y tuvieron a fuerza de latigazos que adoptar una patria. Sin sentido, sin lazos que los reivindicaran, sin una voz que les permitiera clamar por la justicia. Como mercancía dejaron lo más poderoso que un ser humano tiene, su lengua, el idioma con el que se afirma, con el que marca su destino cada día.

La lengua es la representación de los sueños, de los miedos y alegrías, de las creencias, de la cotidianeidad, de la poesía que se inscribe entre ritmos y silencios, risas y llanto. Eso también se los quitaron, los obligaron a adoptar otras lenguas y así perdieron lo que realmente son. ¿Si no puedo expresarme, si no soy entendido, cómo puedo exigir un sitio y como puedo reclamar un derecho?

Y por eso es importante entender que África no es un país, es un continente en el que vastas culturas fueron apresadas y, aun así, hoy se mueven como peces en el agua en los primeros circuitos del arte, en su música, madre del jazz que sí pudieron exportar los esclavos en cada latido de su corazón; en la literatura con infinitos lenguajes, con una capacidad para relatar todo eso que aún queda por contar. Como lo expresa el escritor y poeta keniano Ngugi wa Thiong’o, uno de esos pensadores que decidieron dejar atrás Occidente y regresaron a tomar su tierra de la mano, a hablarle de frente, a escucharla, a que le expresara su dolor y su angustia por la pérdida, a que lo acogiera como a un hijo pródigo. Thiong’o regresó a África con el afán de restituirle a su matria algo de lo que aprendió con el sufrimiento del exilio, le habla en gikuyu y así la escucha. Y esa es la verdadera resistencia, sanar el olvido, reparar el daño como lo pide siempre el fantástico artista Kader Attia cuando habla de su Argelia ancestral. Hablar un mismo idioma, recuperarlo, narrar con una lengua en común que, en su devenir, ayuda a reconstruir un universo.

Desde la África norsahariana, El Magreb, la blanca; cultura fascinante, mediterránea: Túnez, Libia, Marruecos, Egipto, Argelia, cada uno distinto al otro pero que, en común, aún despiden una atmósfera de antiguos relatos que les vienen del árabe como el olor de sus esencias aromáticas, como el ritmo de su literatura. Desde Tanzania, al este, esa tierra del Kilimanjaro, que en la novela Paraíso del Premio Nobel Abdulrazak Gurnah, recrea con un aire a Las Mil y una Noches el dolor mezclado con la belleza. Sin dramas sensibleros, simplemente acudiendo a la voz de esos personajes que se construyen de una negritud que ha sido atravesada por mercaderes indios y árabes, y que en Zanzíbar ha dejado sabores y formas poéticas tan peculiares, bañados por el generoso Océano Índico cuyo misterio insoslayable se manifiesta en el vudú.

África está escindida por la herida profunda del Sahel, una zona víctima de los estragos, por cierto, alguna vez colonia francesa. El cambio climático, las sequías, la incursión de organizaciones terroristas extremas la han convertido en un limbo en el que deambulan los hombres hiena, retratados con la maestría del click del fotógrafo sudafricano Pieter Hugo. Inverosímil pero alguna vez, ese fue el granero de Europa. O una Ruanda destruida por el genocidio entre razas, que hoy se levanta para tratar de resarcir las deudas de muerte que en el fondo fueron provocadas por invasores occidentales.

A pesar de todo, los artistas con sus obras expresan su verdad, utilizan lo que sea para plasmar su fascinante imaginario, sus mentes vuelan entre tambos de gasolina convertidos en máscaras como lo hace el artista beninés Romuald Hazoumè; o a través de la fotografía como lo plasma la sudafricana Zanele Muholi que retrata la vida cotidiana y la esperanza, utilizando su propio rostro, para trascender la pobreza y la discriminación de género.

Recorrer el arte de cada país africano es imposible en un solo artículo, pero no puedo dejar fuera a Nigeria, con Otobong Nkanga y sus reconstrucciones topográficas en las que, “cuidar al mundo es una forma de resistencia”, como ella misma lo explica delante de sus magníficas instalaciones. O el ritmo imparable del senegalés Yossou N´Dour, considerado por The Rolling Stones, el mejor músico del mundo.

Así, país por país, el despliegue de creadores con futuro prometedor en los circuitos comerciales del arte, pero sobre todo con la posibilidad de hablar de las cosas importantes, de las verdades trascendentes como la recuperación del planeta, del tejido social golpeado, de las injustas migraciones en busca de mejorar una vida que termina esclavizada en la tan anhelada “libertad” occidental. Una obra artística diversa y compleja, pero con un propósito común: lograr que la justicia y la belleza sean restituidas en esas periferias que quedaron olvidadas. Occidente destruyó a África con el pretexto de “ayudarlos”; hoy, paradójicamente son ellos quienes nos ayudarán a pensar el mundo de una forma artística. @suscrowley

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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