En El Tercer Reich, Roberto Bolaño da voz a diversos personajes, disponiéndolos en una suerte de tablero en el que se libra la guerra más antigua de todas: la del nazismo, la de la decadente cultura occidental, la del ser humano contra sí mismo.
Ciudad de México, 18 de mayo (SinEmbargo).– Se conoce por «juego de guerra» aquel que recrea y simula un enfrentamiento armado a cualquier nivel, sujetándose a reglas para el desarrollo del mismo. El alemán Udo Berger es campeón de esta disciplina en su país. Los juegos de guerra son al tiempo su profesión y su obsesión; ocupan su vida e invaden su pensamiento a todas horas. Incluso durante el viaje que realiza con su novia Ingeborg a la Costa Brava, donde él había veraneado en su infancia, se hace instalar una gran mesa en la habitación del hotel para pensar en las estrategias de su nuevo juego, El Tercer Reich.
Una noche, sin embargo, Udo e Ingeborg conocen a otra pareja de alemanes, Charly y Hanna, que les introducirán a un mundo oculto tras las playas y el sol. Un mundo poblado por personajes de dudosa reputación, pasados oscuros y futuros aún más enigmáticos.
SinEmbargo comparte un fragmento del libro El Tercer Reich, de Roberto Bolaño. Cortesía otorgada bajo el permiso de Alfaguara.
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20 de agosto
Por la ventana entra el rumor del mar mezclado con las risas de los últimos noctámbulos, un ruido que tal vez sea el de los camareros recogiendo las mesas de la terraza, de vez en cuando un coche que circula con lentitud por el Paseo Marítimo y zumbidos apagados e inidentificables que provienen de las otras habitaciones del hotel. Ingeborg duerme; su rostro semeja el de un ángel al que nada turba el sueño; sobre el velador hay un vaso de leche que no ha probado y que ahora debe estar caliente, y junto a su almohada, a medias cubierto por la sábana, un libro del investigador Florian Linden del que apenas ha leído un par de páginas antes de caer dormida. A mí me sucede todo lo contrario: el calor y el cansancio me quitan el sueño. Generalmente duermo bien, entre siete y ocho horas diarias, aunque muy raras veces me acuesto cansado. Por las mañanas despierto fresco como una lechuga y con una energía que no decae al cabo de ocho o diez horas de actividad. Que yo recuerde, así ha sido siempre; es parte de mi naturaleza. Nadie me lo ha inculcado, simplemente soy así y con esto no quiero sugerir que sea mejor o peor que otros; la misma Ingeborg, por ejemplo, que los sábados y domingos no se levanta hasta pasado el mediodía y durante la semana sólo una segunda taza de café —y un cigarrillo— consiguen despertarla del todo y empujarla hacia el trabajo. Esta noche, sin embargo, el cansancio y el calor me quitan el sueño. También, la voluntad de escribir, de consignar los acontecimientos del día, me impide meterme en la cama y apagar la luz.
El viaje transcurrió sin ningún percance digno de mención. Nos detuvimos en Estrasburgo, una bonita ciudad, aunque yo ya la conocía. Comimos en una especie de supermercado en el borde de la autopista. En la frontera, al contrario de lo que nos habían advertido, no tuvimos que hacer cola ni esperar más de diez minutos para pasar al otro lado. Todo fue rápido y de manera eficiente. A partir de entonces conduje yo pues Ingeborg no confía mucho en los automovilistas nativos, creo que debido a una mala experiencia en una carretera española, hace años, cuando aún era una niña y venía de vacaciones con sus padres. Además, como es natural, estaba cansada.
En la recepción del hotel nos atendió una chica muy joven, que se desenvuelve bastante bien con el alemán, y no hubo ningún problema para encontrar nuestras reservas. Todo estaba en orden y cuando ya subíamos divisé en el comedor a Frau Else; la reconocí de inmediato. Arreglaba una mesa mientras le indicaba algo a un camarero que, a su lado, sostenía una bandeja llena de botellines de sal. Iba vestida con un traje verde y en el pecho llevaba enganchada la chapa metálica con el emblema del hotel.
Los años apenas la habían tocado.
La visión de Frau Else me hizo evocar los días de mi adolescencia con sus horas sombrías y sus horas luminosas; mis padres y mi hermano desayunando en la terraza del hotel, la música que a las siete de la tarde comenzaban a esparcir por la planta baja los altavoces del restaurante, las risas sin sentido de los camareros y las partidas que se organizaban entre muchachos de mi edad para salir a nadar de noche o ir a las discotecas. ¿En aquella época cuál era mi canción favorita? Cada verano había una nueva, en algo semejante a la del año anterior, tarareada y silbada hasta la saciedad y con la que solían cerrar la jornada todas las discotecas del pueblo. Mi hermano, que siempre ha sido exigente en lo musical, seleccionaba con esmero, antes de comenzar las vacaciones, las cintas que habrían de acompañarlo; yo, por el contrario, prefería que fuese el azar quien pusiese en mis oídos una melodía nueva, inevitablemente la canción del verano. Me bastaba con escucharla dos o tres veces, por pura casualidad, para que sus notas me siguieran a través de los días soleados y de las nuevas amistades que iban festoneando nuestras vacaciones. Amistades efímeras, vistas desde mi óptica actual, concebidas sólo para ahuyentar la más mínima sospecha de aburrimiento. De todos aquellos rostros apenas unos cuantos perduran en mi memoria. En primer lugar, Frau Else, cuya simpatía me conquistó desde el primer instante, lo que me valió ser el blanco de las bromas y chirigotas de mis padres, quienes incluso llegaron a burlarse de mí en presencia de la mismísima Frau Else y de su marido, un español cuyo nombre no recuerdo, haciendo alusiones acerca de unos pretendidos celos y de la precocidad de los jóvenes, que consiguieron ruborizarme hasta las uñas y que en Frau Else despertaron un tierno sentimiento de camaradería. A partir de entonces creí ver en su trato conmigo un calor mayor que el dispensado al resto de mi familia. También, pero en un nivel distinto, José (¿se llamaba así?), un chico de mi edad que trabajaba en el hotel y que nos llevó, a mi hermano y a mí, a lugares que sin él no hubiéramos pisado nunca. Cuando nos despedimos, tal vez adivinando que el próximo verano no lo pasaríamos en el Del Mar, mi hermano le regaló un par de cintas de rock y yo mis viejos pantalones vaqueros. Diez años han pasado y aún recuerdo las lágrimas que de pronto se le saltaron a José, con el pantalón doblado en una mano y las cintas en la otra, sin saber qué hacer o decir, murmurando en un inglés del que mi hermano constantemente se burlaba: adiós, queridos amigos, adiós, queridos amigos, etcétera, mientras nosotros le decíamos en español —idioma que hablábamos con cierta fluidez, no en balde nuestros padres llevaban años pasando sus vacaciones en España— que no se preocupara, que el próximo verano volveríamos a estar juntos como los Tres Mosqueteros, que dejara de llorar. Recibimos dos postales de José. Yo contesté, en mi nombre y el de mi hermano, la primera. Luego lo olvidamos y de él nunca más se supo. Hubo también un muchacho de Heilbronn llamado Erich, el mejor nadador de la temporada, y una tal Charlotte que prefería tomar el sol conmigo aunque mi hermano estaba loco de remate por ella. Caso aparte es la pobre tía Giselle, la hermana menor de mi madre, que nos acompañó durante el penúltimo verano que pasamos en el Del Mar. Tía Giselle amaba por encima de todo el toreo y su voracidad por esta clase de espectáculo no tenía límites. Imborrable recuerdo: mi hermano conduciendo el coche de mi padre con entera libertad, yo, a su lado, fumando sin que nadie me dijera nada, y tía Giselle en el asiento trasero contemplando embelesada los acantilados cubiertos de espuma bajo la carretera y el color verde oscuro del mar, con una sonrisa de satisfacción en sus labios tan pálidos, y tres pósters, tres tesoros, en su regazo, que daban fe de que ella, mi hermano y yo habíamos alternado con grandes figuras del toreo en la plaza de toros de Barcelona. Mis padres, ciertamente, desaprobaban muchas de las ocupaciones a las que tía Giselle se entregaba con tanto fervor, al igual que no les resultaba grata la libertad que ella nos concedía, excesiva para unos niños, según su manera de ver las cosas, aunque yo por entonces rondaba los catorce. Por otra parte siempre he sospechado que éramos nosotros quienes cuidábamos de tía Giselle, tarea que mi madre nos imponía sin que nadie se diera cuenta, de forma sutil y llena de aprensiones. Sea como fuere, tía Giselle sólo estuvo con nosotros un verano, el anterior al último que pasamos en el Del Mar.
Poco más es lo que recuerdo. No he olvidado las risas en las mesas de la terraza, los supertanques de cerveza que se vaciaban ante mi mirada de asombro, los camareros sudorosos y oscuros agazapados en un rincón de la barra conversando en voz baja. Imágenes sueltas. La sonrisa feliz y los repetidos gestos de asentimiento de mi padre, un taller donde alquilaban bicicletas, la playa a las nueve y media de la noche, aún con una tenue luz solar. La habitación que entonces ocupábamos era distinta a esta que ocupamos ahora; no sé si mejor o peor, distinta, en un piso más bajo, y más grande, suficiente para que cupieran cuatro camas, y con un balcón amplio, de cara al mar, en donde mis padres solían instalarse por las tardes, después de comer, a jugar infinitas partidas de naipes. No estoy seguro de si teníamos baño privado o no. Probablemente algunos veranos sí y otros no. Nuestra habitación actual sí que tiene baño propio, y además un bonito y espacioso clóset, y una enorme cama de matrimonio, y alfombras, y una mesa de hierro y mármol en el balcón, y un doble juego de cortinas, unas interiores de tela verde muy fina al tacto y otras exteriores, de madera pintada de blanco, muy modernas, y luces directas e indirectas, y unas bien disimuladas bocinas que con sólo apretar un botón transmiten música en frecuencia modulada… No cabe duda, el Del Mar ha progresado. La competencia, a juzgar por el rápido vistazo que pude dar desde el coche mientras enfilábamos el Paseo Marítimo, tampoco ha quedado rezagada. Hay hoteles que no recordaba y los edificios de apartamentos han crecido en los antiguos descampados. Pero todo esto son especulaciones. Mañana procuraré hablar con Frau Else y saldré a dar una vuelta por el pueblo.
¿También yo he progresado? Por supuesto: antes no conocía a Ingeborg y ahora estoy con ella; mis amistades son más interesantes y profundas, por ejemplo Conrad, que es como otro hermano para mí y que leerá estas páginas; sé lo que quiero y tengo una perspectiva mayor; soy económicamente independiente; al revés de lo que habitualmente sucedía en los años de adolescencia hoy jamás me aburro. Sobre la falta de aburrimiento Conrad dice que es la prueba de oro de la salud. Mi salud, según esto, debe ser excelente. Sin pecar de exagerado creo que estoy en el mejor momento de mi vida.
En gran medida la responsable de esta situación es Ingeborg. Encontrarla es lo mejor que me ha sucedido. Su dulzura, su gracia, la suavidad con que me mira hacen que lo demás, mis esfuerzos cotidianos y las zancadillas que me ponen los envidiosos, adquieran otra proporción, la justa proporción que me permite enfrentarme con los hechos y vencerlos. ¿En qué terminará nuestra relación? Lo digo porque las relaciones entre parejas jóvenes son hoy tan frágiles. No quiero pensarlo mucho. Prefiero la amabilidad; quererla y cuidarla. Por cierto, si acabamos casándonos, tanto mejor. Una vida entera al lado de Ingeborg, ¿podría pedir, en el plano sentimental, algo más?
El tiempo lo dirá. Por ahora su amor es… Pero no hagamos poesía. Estos días de vacaciones serán también días de trabajo. He de pedir a Frau Else una mesa más grande, o dos mesas pequeñas, para desplegar los tableros. Tan sólo de pensar en las posibilidades que ofrece mi nueva apertura y en los diferentes desarrollos alternativos que se pueden seguir me entran ganas de desplegar el juego ahora mismo y ponerme a verificarlo. Pero no lo haré. Sólo tengo cuerda para escribir un rato más; el viaje ha sido largo y ayer apenas dormí, en parte porque era la primera vez que Ingeborg y yo iniciaríamos unas vacaciones juntos y en parte porque volvería a pisar el Del Mar después de diez años de ausencia.
Mañana desayunaremos en la terraza. ¿A qué hora? Supongo que Ingeborg se levantará tarde. ¿Había un horario fijo para los desayunos? No lo recuerdo; creo que no; en cualquier caso también podemos desayunar en un café del interior del pueblo, un viejo local que siempre estaba lleno de pescadores y turistas. Con mis padres solíamos hacer todas las comidas en el Del Mar y en ese café. ¿Lo habrán cerrado? En diez años ocurren muchas cosas. Espero que aún esté abierto.