Debo llenar de nuevo las cajas que todavía guardaba bajo la cama, como si hubiera sabido desde el principio que no hay destino final, que no hay que acomodarse en el clóset del cuarto de hotel porque siempre llegará la madrugada en que la alarma de siempre suene un poco más irritante y nos saque del plácido sueño gritando “se acabó el viaje”, sí, este viaje que planeaste por años y que seguirás pagando por meses, que no pudiste disfrutar sabiendo que terminaría, como todo, y que podía ser la furia, el rencor, la traición, la muerte o algo menos trágico y mil veces más trágico: el no eres tú soy yo, el eres tú porque sólo podías ser tú, el te di mi tiempo y lo convertiste en distancia, en millas y millas, no kilómetros porque ni en eso teníamos las mismas medidas.
Debo ahuecar mis alas, desempolvar los tenis de correr, deshacerme de un par de vestidos de fiesta que son demasiado cortos, demasiado de jóvenes aunque su misión es que me sienta cargada de años, de carnes, de arrugas y de tiempo, de los días que se me multiplican en las manos porque los años de subir la montaña son años de perro y se estiran como ligas cansadas que ya ni se truenan porque ni para eso tienen pasión.
Debo encontrar bajo los muebles las criaturas formadas de polvo y cabellos tuyos, canos, y míos, rizados y enmascarados de tintes discretos, que ya no de intrépidos rojos, azules ni morados, y sugerirles de la manera más atenta que arrastren sus casitas de caracol a otra parte, que se lleven en sus bolsas de mano los folletos que nos convencieron, a ti y a mí, de mudarnos a esta parte del mundo, y que hoy queremos triturar para no desearle nunca a nadie que los encuentre y que, cual incauto turista, llegue a las ruinas de esta antigua civilización, de esta pirámide a la que ya no visitan los dioses pero que sigue guardando, en sus pasillos subterráneos, vasijas que contienen a nuestro perro, a nuestros anillos embalsamados, y a nuestro corazón.
Debo doblarme hacia dentro cual portatrajes que no se avergüenza de sus pliegues y fisuras ni de los dientes que ya no encajan y que no permiten que los cierres resguarden el contenido y eviten que se moje con las lluvias que llueven dentro de los aviones y que hacen que nuestras maletas salgan siempre húmedas porque han tenido su propio viaje ahí abajo, sin que nos demos cuenta. Debo guardar las monedas de este país como recuerdo, cambiar los billetes por algo que me sirva sabiendo que habré perdido en el cambio, que habré perdido, siempre, y que sólo me queda aguardar en la fila a que me pongan una nueva etiqueta y me lancen a volar. Sólo me queda esperar que, al llegar al nuevo continente, mis viejas prendas sean suficientes y mi cansada sonrisa signifique lo mismo en la lengua de ellos que en la mía, que es una lengua romance.