“Esta historia de suspense presenta a la mejor Oates, da muestras de una sencilla sofisticación “negra” y aparecen destellos semejantes a Stephen King”, ha escrito Library Journal. El regreso de la narradora estadounidense con una mirada peculiar sobre el género negro, a cargo de la maestra del thriller.
Ciudad de México, 18 de marzo (SinEmbargo).- “Los problemas empezaron de la manera más inocente cinco meses, dos semanas y seis días antes”. Andrew J. Rush ha conseguido el aplauso del público y la crítica, un éxito con el que sueña la mayoría de los autores. Sus veintiocho novelas policiacas han vendido millones de ejemplares en decenas de países y tiene un poderoso agente y un editor brillante en Nueva York. También tiene una amante esposa y tres hijos ya adultos y es una gloria local en el pueblo de Nueva Jersey donde reside.
Pero Rush esconde un oscuro secreto. Utilizando el seudónimo Rey de Picas escribe otro tipo de novelas, violentas y espeluznantes: el tipo de libros que el refinado Andrew nunca leería y mucho menos escribiría. Su vida perfecta se viene abajo cuando su hija encuentra una novela de Rey de Picas y comienza a hacer preguntas. Al mismo tiempo, Rush recibe una citación judicial tras ser demandado por una mujer del pueblo que lo acusa de plagio. Mientras la reputación, la familia y la carrera de Rush peligran, los pensamientos de Rey de Picas se vuelven cada vez más malvados.
Por cortesía de Alfaguara, publicamos las primeras páginas de Rey de picas, de Joyce Carol Oates
1. El hacha
En el aire había aparecido el hacha. Por alguna razón se alzaba y caía en un vaivén desenfrenado, en dirección a mi cabeza, mientras yo intentaba alzarme de mi posición en cuclillas y perdía el equilibrio, por la desesperación de querer escapar, al tiempo que me fallaban las piernas y se oía una voz ronca que suplicaba «¡No! ¡Por favor, no!» (¿era la mía, irreconocible?), por cuanto, a pocos centímetros de mi cabeza, la cuchilla se estrellaba y se hundía en el escritorio, del que saltaban astillas; para entonces ya había caído yo pesadamente al suelo, un suelo duro y rígido debajo de la deshilachada alfombra oriental. Forcejeaba para enderezarme, detener el hacha, apoderarme de ella con manos que se agitaban en la ceguera de la desesperación, mientras una voz (¿mi voz?, ¿la de mi agresora?), muy aguda y casi sin resonancias humanas, suplicaba «¡No! Nooo»; un vislumbre pasajero de los rechonchos dedos de la mujer, de sus brazos con músculos como cuerdas y de una blancura cadavérica dentro de las vaporosas mangas del camisón, y la mezcla de grito y gruñido en una combinación de furor y esperanza de triunfo; y de nuevo el terrible alzarse del hacha, el resplandor mate de la tosca hoja, y la curva descendente de la Muerte, imparable una vez iniciada, irremediablemente hundida en un cráneo humano, tan fácil de partir como un melón, sin otra protección que una piel relativamente gruesa, hasta dejar al descubierto la pastosa materia gris del cerebro entre un torrente de sangre arterial.
Y todavía la voz que se alzaba, incrédula No no no.
2.”Rey de Picas”
Los problemas empezaron de la manera más inocente cinco meses, dos semanas y seis días antes. No había ninguna razón para sospechar que «Rey de Picas» tuviera nada que ver.
Porque aquí en Harbourton no había nadie que dispusiera de información sobre «Rey de Picas»; tampoco ahora. Ninguna de las personas cercanas a Andrew J. Rush: ni mis padres, ni mi mujer, ni mis hijos, ni nuestros vecinos, ni mis amigos más antiguos de los tiempos del instituto.
Aquí, en esta comunidad residencial de una zona rural de Nueva Jersey donde nací hace cincuenta y tres años, y donde he vivido con Irina, mi querida esposa, durante más de diecisiete, se me conoce como «Andrew J. Rush», tal vez el más famoso de los residentes locales, autor de novelas superventas de suspense y misterio con un toque macabro. (No un toque excesivo, ni repugnante ni malintencionado, ni tampoco perturbador. Nunca obsceno, ni siquiera machista. En mis libros se trata con amabilidad a las mujeres, aparte de unas cuantas actuaciones obligatoriamente «negras». Los cadáveres, por lo general, son de varones adultos de raza blanca.) Con motivo de mi tercer gran éxito comercial de los años noventa se empezó a decir de mí en los medios de comunicación que Andrew J. Rush era el Stephen King de los caballeros.
Me sentí halagado, por supuesto. Las ventas de mis novelas, aunque hayan llegado a sumar millones de ejemplares después de un cuarto de siglo de esfuerzos, se sitúan aún en las decenas y no en las centenas de millones, como sucede con las de Stephen King. Y aunque se han traducido nada menos que a treinta idiomas (toda una sorpresa para mí, que solo sé uno), estoy seguro de que las de Stephen King se han traducido todavía a más, y con mayores beneficios. Solo tres de mis novelas se han llevado al cine (películas muy pronto olvidadas), y solo de dos se han hecho series de televisión (aunque no para prestigiosos canales de pago), a diferencia de King, de cuyas obras se han realizado incontables adaptaciones.
Por lo que toca al dinero, no existe comparación posible entre Andrew J. Rush y Stephen King. Pero cuando se han ganado ya, descontados los impuestos, más de treinta millones de dólares, sencillamente se deja de pensar en dinero, de la misma manera, quizás, en que un asesino en serie deja de pensar en cuántas personas ha matado después de unas cuantas docenas de víctimas.
(¡Perdónenme! Creo que acabo de hacer una observación desafortunada que —estoy seguro— haría que mi querida Irina me diera una patada en la espinilla por debajo de la mesa para regañarme, como hace a veces cuando digo inconveniencias en público. No era mi intención mostrarme insensible sino solo «ingenioso», aunque con mi torpeza habitual.)
Por mucho que me halagara la comparación con Stephen King, exigí a mi editor que le pidiera permiso antes de utilizar aquella frase en la sobrecubierta de mi siguiente novela; mi admiración por Stephen King (sí, y la envidia que también siento) no me hizo olvidar la posibilidad de que semejante afirmación pudiera resultarle ofensiva, además de considerarla un intento de aprovecharme de su popularidad. Pero a Stephen King no pareció importarle lo más mínimo. Según dicen se echó a reír: «¿Quién quiere ser, en cualquier caso, el Stephen King de los caballeros?».
(¿Se trató de un comentario condescendiente de alguien que es una leyenda de la literatura, semejante a espantar a una molesta mosca, o solo de la réplica cordial de un colega? Como Andrew J. Rush es, por su parte, una persona de buen carácter, preferí la segunda posibilidad.)
En señal de agradecimiento envié varios ejemplares firmados de mis novelas más conocidas a Stephen King en su domicilio de Bangor, Maine, en ediciones en rústica. A mano, en la portadilla de la última, añadí una broma:
No se trata de un acosador, Steve… ¡Solo de un colega!
Con auténtica admiración…
ANDREW J. RUSH «
“Andy” Mill Brook House Harbourton, Nueva Jersey
Por supuesto no esperaba recibir respuesta de una persona tan ocupada, y de hecho así fue.
¡Existen paralelismos entre Stephen King y Andrew J. Rush! Aunque estoy seguro de que se trata de meras coincidencias.
A semejanza de Stephen King, de quien se dice que se ha planteado la posibilidad de que su extraordinaria carrera haya sido un mero accidente, a veces he albergado dudas sobre mi talento de escritor, además de sentirme culpable, dado que a personas con más talento no les ha sonreído la suerte como a mí, y quizás no les falten razones para mirarme mal. Sobre el amor que siento por mi profesión, así como acerca de mi celo y diligencia en el trabajo, tengo pocas dudas, porque la verdad es que me encanta escribir y estoy a disgusto si no consigo trabajar al menos diez horas diarias. Pero en ocasiones, cuando me despierto sobresaltado por la noche, sin saber, durante unos instantes, dónde me encuentro, o quién duerme a mi lado, me resulta del todo asombroso ser un autor con veintiocho novelas de suspense y misterio en mi haber, y no digamos nada de mi condición de escritor con éxito comercial y generalmente admirado.
Todos esos libros se han publicado con mi nombre oficial, conocido por todo el mundo, Andrew J. Rush.
Existe otra curiosa similitud entre Stephen King y yo: de la misma manera que él experimentó hace años con Richard Bachman, un álter ego ficticio, también yo empecé a experimentar con otro álter ego a finales de los noventa del siglo pasado, cuando mi carrera como Andrew J. Rush parecía haberse estabilizado y no requería ya, como en sus comienzos, una parte tan desmedida de mis energías ni tanta ansiedad. Así nació Rey de Picas, posible consecuencia de mi desazón por el éxito de Andrew J. Rush.
En un primer momento pensé que podría escribir una novela como «Rey de Picas», quizás dos, más vulgares, más viscerales, más francamente estremecedoras… pero luego me surgieron —a menudo de madrugada— ideas para una tercera, una cuarta y, a la larga, una quinta novela con ese pseudónimo. Me despierto y descubro que estoy rechinando los dientes o, más bien, que mis dientes rechinan por su cuenta… y poco después se me presenta la idea para una nueva novelade manera no muy diferente a como un mensaje o un icono nos llega a la pantalla del ordenador desde no se sabe dónde. Así como Andrew J. Rush tiene un agente literario en Manhattan, además de un editor y un corrector, junto con un representante en Hollywood con quien lleva mucho tiempo asociado, «Rey de Picas» dispone en Manhattan de un (menos conocido) agente literario, de un editor y un corrector (también menos conocidos), y de un (casi desconocido) representante en Hollywood con quien lleva asociado menos tiempo; pero si bien a «Andy Rush» lo conocen sus colegas literarios, y sus vecinos y amigos de Harbourton, Nueva Jersey, nadie ha visto nunca a “Rey de Picas”, cuyas novelas negras de suspense se entregan al editor por correo electrónico y cuyos contratos se negocian del mismo modo impersonal. Las fotos en las sobrecubiertas de los libros de Andrew J. Rush muestran a un individuo de sonrisa afable, patas de gallo y entradas pronunciadas ante un fondo de estanterías abarrotadas de libros; alguien que se parece más a un profesor de instituto que a un autor de novelas de misterio superventas; no existe, al parecer, ninguna imagen de «Rey de Picas», y en el hueco de la contraportada donde uno espera ver la fotografía del autor solo se encuentra un (negro) vacío desconcertante.
En internet no hay fotos de “Rey de Picas”, tan solo reproducciones de varias cubiertas (espeluznantes, llamativas) de sus libros, unas cuantas reseñas y una lacónica hipótesis biográfica que me hace sonreír por lo convincente, aunque sea en extremo simplista: “Se dice que “Rey de Picas” es el pseudónimo de un exconvicto, condenado por homicidio, que comenzó su carrera de escritor en una cárcel de máxima seguridad de Nueva Jersey. Según se afirma, hoy día disfruta de libertad condicional y trabaja en una nueva novela”.
En otras ocasiones, y también de manera convincente, se ha descrito a “Rey de Picas” como “criminólogo”, “psiquiatra”, “catedrático de medicina forense”, “detective (jubilado) de un departamento criminal”, y habitante, según los casos, de Montana, de Maine, del norte del estado de Nueva York, de California o de Nueva Jersey.
También se le ha presentado, de forma muy irresponsable, como “delincuente habitual, posiblemente asesino en serie, que ha cometido innumerables delitos desde su adolescencia sin ser detenido ni tampoco identificado”. En todos los casos se “desconocen” tanto su verdadero nombre como su paradero.
Nadie está dispuesto a creer que “Rey de Picas” sea únicamente el pseudónimo de un autor de libros superventas que no es un delincuente sino un responsable padre de familia y una persona con gran espíritu cívico. ¡Eso no tiene nada de romántico!
Se está haciendo cada vez más difícil guardar un secreto tan complicado, sobre todo en una época hipervigilante de espionaje electrónico, pero a lo largo de cuatro novelas y de las negociaciones acerca de una quinta he conseguido mantener la distancia entre Andrew J. Rush y “Rey de Picas”.
Lo que quiere decir que mis principales asociados en el mundo de los libros no saben nada de mi identidad como autor de novelas “muy siniestras”. ¡Y cuánto les desconcertaría descubrir que Andrew (“Andy”) Rush, nada menos, se ha creado, sin decírselo a nadie, una identidad secreta como escritor! Es como si una esposa felizmente casada descubriese que su marido le ha sido infiel durante años… sin darle nunca el más mínimo motivo para suponer que no era del todo feliz en su matrimonio.
¡Ay, Andrew, cómo has podido! Algo tan… tan escandaloso…
De madrugada, cuando me despierto sobresaltado en la cama junto a Irina, que confía en mí por completo, palabras como esas hacen que mi corazón se encoja sintiéndose culpable. …
y las novelas de «Rey de Picas»… tan terribles, tan depravadas…
Sí; tengo que reconocerlo: de no haber sido yo su autor, las novelas negras de Rey de Picas me repelerían. Por supuesto, no se sabe (aún) que los dos somos la misma persona. Y estoy decidido a que no se sepa nunca.
Una de mis fantasías es que Rey de Picas sería capaz de matar para mantener el anonimato, si bien, por supuesto, Andrew J. Rush nunca soñaría con hacer daño a nadie. (Quizás eso no sea del todo exacto: probablemente he soñado con “hacer daño” a algunas personas merecedoras de castigo. Pero, despierto, nunca aceptaría ninguna sanción fuera del marco legal de la justicia, y cuando me hacen entrevistas afirmo que, dadas las vicisitudes de la justicia penal en los Estados Unidos, gangrenada por un racismo galopante, no creo en la pena capital.) De los dos, Rey de Picas es quien tiene mejor opinión de sí mismo como escritor o «visionario»; Andrew J. Rush alberga la esperanza, más modesta, de que se le admire como excelente escritor de entretenidas novelas de misterio. Con todo, Andrew Rush ganó un premio Edgar por su primera novela de misterio hace algunos años, y ha sido candidato a otros premios, mientras que a Rey de Picas nunca se le ha seleccionado —hasta la fecha— para ningún galardón.
Bueno; quizás eso no sea del todo cierto. En las listas que se publican en internet sobre los mejores títulos de novela negra, o de novela negra extrema, o de novela negra no apta para menores, etcétera, han aparecido con frecuencia títulos de Rey de Picas, y es de justicia añadir que disfruta de un grupo de seguidores underground y se ha convertido en objeto de culto para unos cuantos miles de personas, según un cálculo más bien modesto.
En realidad, no sé por qué me preocupa tanto que llegue a saberse mi secreto; después de todo ¡no es como si yo fuera un delincuente común! Mis impuestos por el dinero que gano como “Rush” y como “Rey de Picas”, aunque complicados, y de los que se ocupan no uno sino dos contables, se calculan de manera meticulosa; no defraudo ni un solo céntimo al gobierno de los Estados Unidos. (En una de mis novelas anteriores, Rey de Picas describe con detalles espeluznantes cómo un billonario psicópata abre en canal a un inspector de Hacienda que ha curioseado en su vida privada… pero a Andrew J. Rush le repugna ese tipo de prosa sensacionalista.) De hecho, me encanta vivir en un ambiente rural donde prima la tranquilidad, donde todo resulta previsible, y comportarme como un padre de familia más o menos convencional: soy un tipo que se viste en las tiendas de Brooks Brothers y que a menudo se pone una corbata porque le gusta la sensación de llevar algo ajustado alrededor del cuello, como si se tratara de un nudo corredizo sui géneris; la broma de mi familia es que cuando me pongo zapatos Birkenstock y me paso unos cuantos días sin afeitar tengo aire “bohemio” y me parezco, en un espejo velado, a uno de esos actores de las películas de acción cuyas poderosas mandíbulas están cubiertas de púas relucientes, como si fueran depredadores ancestrales. He sido un buen hijo, diligente aunque a veces distraído, para mis padres, ya mayores pero aún en buena forma, que viven en el centro de Harbourton, en la casa de ladrillos rojos y estuco de Myrtle Street donde crecí, y que sienten un conmovedor orgullo por su hijo, “el famoso escritor” cuyos libros leen con gran placer y satisfacción; he sido un buen marido, diligente aunque a veces distraído, para Irina, a quien conocí cuando los dos éramos estudiantes universitarios en Rutgers a comienzos de los ochenta; mis tres hijos, ya mayores, reconocerían sin duda que he sido un muy buen padre, incluso “genial” (el adjetivo es suyo), con quien (es muy probable) nunca se han sentido del todo a gusto, porque ¿qué escritor está presente para ocuparse de sus hijos, incluso cuando de verdad lo necesitan? ¿Y qué marido está de continuo presente, a lo largo de los años, para su mujer, incluso aunque sienta adoración por ella?
Hablo de secretos a voces, por así decirlo. De los que no nos atrevemos a formular, por temor a herir a nuestros seres más queridos.
(Como Rey de Picas no tiene familia y menos aún a nadie a quien adorar, ¡no tendría el menor inconveniente en desvelar cualquier secreto!)
Aunque a mis poco más de cincuenta años soy una persona muy ecuánime, estoy seguro de que de niño padecía una forma bastante seria de TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad). En mis tiempos de primaria me resultaba prácticamente imposible estarme quieto en un pupitre, dejar de hablar con mis compañeros y, en ocasiones, de aporrearlos. Aunque en conjunto parecía caerles bien a los profesores y alababan mis trabajos escolares, no tuvo que ser fácil convivir con un chico así en clase, porque a veces era como si tuviese hormigas rojas por dentro de la ropa que me picaban y me mordían. ¡Sentía el deseo de levantarme de un salto de la silla, rascarme por todo el cuerpo y gritar palabras que casi desconocía, maldiciones, groserías! (Pero nunca lo hacía, por supuesto. A los diez años ya había aprendido a morderme la lengua —literalmente—, así como el interior de la boca; había aprendido a rechinar los dientes para obligarme a recuperar la calma.) Mis padres me reñían cuando “no paraba quieto” (como ellos lo llamaban), pero no creo que llegaran a pegarme nunca ni a reprenderme con excesiva severidad.
¡Además, también era propenso a los accidentes! Tropezar y caerme, hacerme rozaduras en las rodillas, torcerme un tobillo o una muñeca; bajar demasiado deprisa las escaleras, caer y abrirme la cabeza contra una barandilla; ahogarme casi en la presa de Catamount State Park, que se utilizaba como piscina y a la que me tiré desde un trampolín muy alto (o un chico de más edad me empujó) cuando tenía doce años.
Ahora, a menudo, todavía oigo los gritos desde lejos: ¡Ese chico! ¡Se está hundiendo! Que alguien lo salve…
Justo debajo del trampolín. Parece que se ha golpeado en la cabeza…
Con el tiempo superé aquella agitación crónica, un trastorno que seguramente afecta a cierto porcentaje de niños, sobre todo al acercarse a la adolescencia. Por fortuna, el diagnóstico clínico de TDAH no existía en mi infancia, y a los pequeños presa de inquietud no se los medicaba, porque de lo contrario me podrían haber sedado a una edad muy temprana con consecuencias negativas para mi cerebro. (Nadie me puede asegurar que prescribir medicamentos tan poderosos a niños no tenga efectos a largo plazo.) Y también más adelante, en el instituto, sentía de cuando en cuando la necesidad de distanciarme de mi personalidad de «buen estudiante» para unirme a los bromistas y los graciosos, aunque siempre por breves periodos… y en secreto. Porque no quería comprometer mis buenas notas en casi todas las asignaturas y mi reputación como “El chico más de fiar” de la promoción de 1979.
Una cosa que me molesta, aunque no demasiado, es que mis novelas como Andrew J. Rush no aparezcan reseñadas con regularidad en la New York Times Book Review y solo se las incluya en panoramas generales de los libros de suspense y misterio; por otra parte, no hay ninguna reseña de mis novelas como “Rey de Picas” en The Review, sin duda porque se publican directamente en tapa blanda y, debido a la crudeza de sus argumentos y a un estilo bien lejos de ser refinado, se las detecta como por debajo del radar del Times. “Rey de Picas”, sin embargo, vende sus libros mejor que bien para tratarse de un escritor casi desconocido y del que no se hace publicidad: su primera novela lleva vendidos unos treinta y cinco mil ejemplares y sigue vendiéndose; la cuarta se ha situado ya, más o menos, en la zona entre los cincuenta y los sesenta mil ejemplares, con la posibilidad de que algún productor adquiera los derechos para convertirla en película, algo todavía sin concretar en el momento presente. (No me importará nada que esa venta no se confirme, porque la publicidad que recaiga sobre “Rey de Picas” podría extenderse más adelante a Andrew J. Rush, lo que sería desafortunado. Y, desde luego, ¡no necesito el dinero!) Pero precisamente hace unos días apareció en la sección “Artes” del Times un inesperado suelto, bastante extraño, que descubrí por pura casualidad, dado que nadie que me conozca lo habría señalado a mi atención: Gryphon Books anuncia para su lista de oto ño, y con el título de Plaga, el quinto libro de “Rey de Picas”. Parece que “Rey de Picas” no solo es autor de novelas de misterio decididamente negras, sino que además se le puede calificar de “autor misterioso”, porque nadie parece saber si se trata de un hombre o de una mujer, incluidos su editor, su corrector y el publicista de Gryphon. Ni siquiera se sabe dónde vive, ni si él (o ella) sigue con vida o si en realidad nos encontramos (según ha sugerido un rumor) ante los manuscritos inéditos de un famoso escritor norteamericano, conocido misántropo, que supuestamente habría muerto en 2006 en “extrañas circunstancias”. No salía de mi asombro al leer aquello: ¡qué insensatez! ¡Qué periodismo tan irresponsable! Tan infundado como todos los rumores sobre “Rey de Picas” que circulaban por internet. Sin embargo, durante un momento de pánico, casi llegué a creer que en realidad había una persona conocida como “Rey de Picas” que era alguien independiente, autónomo, por completo desconocido, y un extraño para mí. Al personal de Gryphon Books se le había informado de que “Rey de Picas” era el pseudónimo de un profesional jubilado que vivía en los alrededores de la ciudad de Nueva York y que deseaba mantener en secreto su carrera literaria, incluso para su familia; en Gryphon Books todo el mundo se había comprometido a mantener el secreto sobre esos datos mínimos. Así que me hice pasar por el representante de “Rey de Picas” y envié un correo electrónico al director de publicidad de Gryphon Books a través de una cuenta que costaría relacionar conmigo, y le pregunté quién había dicho sobre mi cliente las cosas que publicaba el New York Times, pero la joven que respondió a mi consulta me aseguró que no tenía ni la más mínima idea. Todo lo que sabía, insistió, era lo que le había dicho el representante de “Rey de Picas”. “Se trata de un profesional jubilado que vive en los alrededores de la ciudad de Nueva York y que insiste en que su identidad permanezca en secreto, y nosotros respetaremos ese deseo.” Me vino la idea de que tendría que acabar con “Rey de Picas” después de su quinta novela. Porque no quería que su relación conmigo —mi relación con él— llegara a saberse. Una desaparición como aquella podía lograrse con facilidad por el sencillo procedimiento de dejar de escribir con aquel pseudónimo, sin dar explicaciones a ningún representante ni a ningún editor. El autor de novelas negras no tardaría en caer en el olvido y sus libros en quedar descatalogados.
—Papá, ¿qué es esto? Julia, mi hija menor, un fin de semana que vino a visitarnos a su madre y a mí, reparó en un montón de ejemplares de novelas de “Rey de Picas” sobre una mesa en mi estudio; aquellos libros, con sus portadas características, habían quedado por descuido a la vista de todos, después de que Gryphon Books me los hubiera enviado a un apartado de correos del pueblo cercano de Hadrian, Nueva Jersey (alquilado para mis actividades clandestinas relacionadas con “Rey de Picas”).
De ordinario, cuando traigo a esta casa ejemplares de las novelas de «Rey de Picas» los escondo de inmediato en un lugar del sótano, junto a unas estanterías que van del suelo al techo y que contienen traducciones (que nadie mira nunca) de libros de Andrew J. Rush. (Después de veintiocho títulos, todos los cuales han dado origen a numerosas traducciones, no les costará trabajo a ustedes imaginarse el archivo reunido en ese sótano con poca luz.)
Las primeras ediciones en los Estados Unidos y en el Reino Unido de mis libros ocupan —para mostrarlos como es debido— estanterías de caoba hechas a medida e instaladas en la sala de estar; es ante ese fondo de hermosos libros de tapas duras, cuidadosamente ordenados, donde a «Andrew J. Rush» se le suele fotografiar. —”Rey de Picas”, ¡qué nombre tan raro! Por supuesto, se trata de un pseudónimo, imagino. Para horror mío, allí estaba mi dulce Julia hojeando Un beso antes de matar con su espeluznante portada de…
¿Quién es Joyce Carol Oates? Nació en Lockport, Nueva York, en 1938. Autora de más de 50 novelas, más de 400 relatos breves, más de una docena de libros de no ficción, ocho de poesía y otras tantas obras de teatro en cuatro décadas, es una de las grandes figuras de la literatura contemporánea estadounidense. Ha sido galardonada con numerosos premios, como el National Book Award, el PEN/Malamud Award y el Prix Fémina Étranger. En 2011 recibió de manos del presidente Obama la National Humanities Medal, el más alto galardón civil del Gobierno estadounidense en el campo de las humanidades, y en 2012, el Premio Stone de la Oregon State University por su carrera literaria. Alfaguara inició en 2008 la publicación de su obra con la magistral La hija del sepulturero, a la que siguieron Mamá; Infiel -para muchos la mejor recopilación de relato breve de Oates y uno de los libros más destacados de 2001 según The New York Times-; Ave del paraíso; Memorias de una viuda; Una hermosa doncella; Blonde -su monumental novela sobre la vida de Marilyn Monroe que fue finalista del Premio Pulitzer-; Hermana mía, mi amor, galardonada con el Grand Prix de l’Héroïne Madame Figaro; Mujer de barro; Carthage, Mágico, sombrío, impenetrable y ahora Rey de picas. Una novela de suspense.