Susan Crowley
18/02/2023 - 12:04 am
Diego Lamas, pintor
Diego nos hace recordar que ellos también fueron jóvenes, insolentes, que llenaron sus cuadros de rostros y cuerpos de carne y hueso, como lo hizo Caravaggio con aquella prostituta a la que inmortalizó en La muerte de la virgen o Botticelli a la bella Simonetta Vespucci a la que volvió Venus.
No sabía que Diego es pintor. Vamos, hasta hace poco no sabía nada de él. Estando en casa de una de sus coleccionistas, lo descubrí. Unas obras de pequeño formato colgadas sobre la chimenea llamaron mi atención. Desde lejos me hizo pensar en Gironella o en aquella pintura figurativa típica mexicana que sabe de contar relatos a la luz de las velas, de esos que a veces te espeluznan y otras te hacen reír a carcajadas. Y es que los personajes tenían algo de surrealistas y de caricaturas; deambulaban en una atmósfera similar a la del tenebrismo español; esa luz oscura que se ha vuelto recurso de los filmes de terror. En otro cuadro, un gato. A mí, estos felinos me fascinan por sensuales, seductores y cabrones. Me cae bien que un artista los pinte. De pronto, como escapado del cuadro, en sus cuatro patas irrumpió Leonardo.
Mi tiempo entre lo real, observando al gato, y el del interior de la obra de Lamas me permitió profundizar un poco más la mirada. Los colores, ocre en su mayoría; los claroscuros en los que habitan los personajes, las formas y expresiones de los rostros que denotan miradas juguetonas e inteligentes; la ingravidez y soltura de los cuerpos, los rostros burlones; la textura a veces cruda y en otras delicada. Todo en un complejo formato mínimo que exige mucho al ojo del artista. Estas obras son de Diego Lamas, pintor.
Días más tarde, la visita a su exposición en el Museo Casa del Risco ha sido para mí un descubrimiento. A lo largo de los pasillos, ventanas de imaginación se van abriendo. Las imágenes son evocadoras, algunas oníricas, sensuales y en muchas el registro de humor que arranca una sonrisa y expresiones divertidas de los espectadores, entre quienes me muevo, al reconocer a personas, algunas de ellas presentes en la exhibición. Se trata de mujeres que son figuras públicas, convertidas en los personajes de las obras. Diego Lamas no concede ni queda bien con nadie, no pide permiso ni avisa. Es un pintor a su manera.
Las Tres Gracias lo ilustra. Diego somete al clásico e intocable Rubens a la irreverencia que se le da la gana; Marta, Patricia y alguien más, no la conozco, tomadas en un momento de arrobamiento en un paisaje pastoril. Esas mujeres tan conocidas, famosas por su lucha política y social, encarnadas en los cuerpos voluptuosos del holandés; abstraídas como deidades de sus tareas diarias, esas que les exigen toda la inteligencia, causas que suelen ser poco sensuales. Aquí, en el parnaso, danzan tomadas de las manos, ajenas a lo que ocurre en este mundo. Gráciles, sensuales, provocadoras eso sí, como lo son. ¿Se hubieran imaginado terminar atrapadas en tan anacrónica imagen? Diego lo logró. A todas las mujeres que las admiramos nos arrebata una carcajada de gozo. Diego pintor nos hace gozar con sus trampas mentales, con sus ingeniosos y enredados juegos, con todas las suspicacias.
No es que sea el primer artista en pedir prestado, apropiarse o robar una imagen, pero claro que hay que saber hacerlo y él lo hace bien. Otra de sus obras, la única de gran formato, es nada más y nada menos que la gloria del arte, La Última Cena de Leonardo, bajada a la tierra por Diego. La trasgresión no es poca cosa, se trata de la banda de amigas feministas, militantes de izquierda, brillantes, divertidas que, en muchas ocasiones, el pintor habrá encontrado en el comedor de su casa. Por cierto, una imagen social que me mata de envidia, qué ganas de estar en cualquiera de estas “últimas” cenas.
Me gusta de Diego cómo le falta al respeto a quienes hemos sacralizado a fuerza de contemplarlos en los grandes museos del mundo y en las pesadas y aburridas páginas de enciclopedias, en donde permanecen en letargo vampirizados, como diría Michel Tournier. Así es como Turner, Vermeer, Rubens, Rembrandt, Leonardo, Banksy, nombres famosos de la Historia del Arte con mayúsculas, los glorificados son tomados por Diego pintor, insuflados de vida, sacudidos. Nueva pintura, nuevas vampiresas, a fin de cuentas, diosas actuales, Liliths retadoras, incitadoras del pecado.
En contraste, La joven de la perla, con un rostro alterado, y La lechera, tan usadas ambas como suvenires de los museos. Al reconocerlas cumplimos con nuestra cuota sabionda, pero esta vez, Diego nos envuelve con su humor negro al incrustarle a la famosa lechera la publicidad de Café del Cielo y convertirla en una despachadora de cafetería rápida. Tratando con tanta familiaridad a los consagrados, Diego nos hace recordar que ellos también fueron jóvenes, insolentes, que llenaron sus cuadros de rostros y cuerpos de carne y hueso, como lo hizo Caravaggio con aquella prostituta a la que inmortalizó en La muerte de la virgen o Botticelli a la bella Simonetta Vespucci a la que volvió Venus.
Secretos revelados, mujeres que entrañan historias ocultas en sus pechos, ladies que son brujas, que deambulan en el metro por las noches, que sueñan pesadillas eróticas, que reciben las miradas lascivas de hombres, que ajenas a nuestro voyerismo toman un Baño, mi favorita. Con esta idea y de una forma intuitiva, Lamas va construyendo un cuerpo de obra propio, original, picante, ambiguo, espontáneo y lleno de conocimiento.
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