Jorge Javier Romero Vadillo
18/01/2024 - 12:02 am
¿Cuándo se atoró el cambio?
La sensación dominante hoy en México es de que algo se atascó en nuestro proceso de inclusión en la esfera del desarrollo. Desde los tiempos de la consolidación del régimen del PRI, la idea compartida fue la de un país que gradualmente iba alcanzando estadios superiores de organización social, con mejor acceso al bienestar gracias […]
La sensación dominante hoy en México es de que algo se atascó en nuestro proceso de inclusión en la esfera del desarrollo. Desde los tiempos de la consolidación del régimen del PRI, la idea compartida fue la de un país que gradualmente iba alcanzando estadios superiores de organización social, con mejor acceso al bienestar gracias al crecimiento económico y a la estabilidad política —lo que no quiere decir otra cosa que la contención de la violencia endémica y la creación de certidumbres para el desempeño económico. La sociedad mexicana compartía, mal que bien, un horizonte de progreso continuo que la llevaría eventualmente a mayores grados de prosperidad y equidad. Si bien desde la década de 1960 se manifestaron múltiples descontentos con las formas concretas de ese progreso, a partir de la reforma política de 1977 la esperanza de construir un orden social cada vez más abierto y participativo brindó a los diversos grupos disidentes una perspectiva que permitió mantener el espejismo del futuro promisorio a pesar de los reveses económicos que marcaron el final del llamado milagro mexicano: la democracia estaba a la vuelta de la esquina y una vez que los votos contaran y se contaran, la competencia entre diversas fuerzas políticas obraría el efecto mágico de desatar los nudos del atraso nacional.
También desde la perspectiva económica se apostó, sobre todo a partir de la gran crisis de la década de 1980, a que la magia del libre mercado nos abriría las puertas de la Arcadia. Bastaba con eliminar las protecciones y barreras al intercambio de mercancías para que la mano invisible nos transportara al reino de la felicidad idílica. De acuerdo a esa eutopía, comúnmente llamada neoliberal, el problema era un Estado que impedía el libre desarrollo de la iniciativa empresarial y la apertura comercial al mundo. Se emprendió, así, un proceso de reformas económicas que se suponía permitirían que México aprovechara plenamente sus ventajas competitivas en el mundo. Cuando las cosa seguía sin funcionar, ya fuera por un crecimiento mediocre o por evidentes retrocesos, se argüía que faltaban “reformas estructurales”; es decir, faltaba que el Estado le siguiera cediendo espacio a la libre empresa.
El hecho es que finalmente se alcanzó un nuevo arreglo en la política que permitió la competencia entre diversos partidos y gradualmente se fueron eliminando los espacios de control estatal de la economía y, sin embargo, las cosas parecían estar peor que antes de que se emprendieran los cambios políticos y económicos que nos conducirían irremediablemente al campo de los países capaces de alcanzar una prosperidad sostenida. La violencia se descentralizó de una manera desconocida desde los tiempos de la Revolución, el crecimiento económico era, cuando mucho, mediocre y México no se acercaba a los países con mayor producto interno per cápita ni, mucho menos, había logrado atemperar su ancestral desigualdad económica.
Y la corrupción. La promesa de que la democracia y la transparencia iban a reducir la corrupción quedó francamente en entredicho durante la gestión depredadora de Enrique Peña Nieto. La zafiedad y el descaro de aquel Gobierno alimentaron la promesa redentora de López Obrador.
El profeta defraudado emergió de su martirologio para ofrecer, ahora sí, la eliminación de la corrupción. Investido como santón, convocó a votar por él no sólo a sus fieles, sino a muchos desencantados por los magros logros del régimen surgido tras el fin del monopolio del PRI, la incipiente democracia, con su sistema de contrapesos apenas en esbozo y con los lastres institucionales de la época clásica del PRI. Su oferta era la auténtica democratización, la del pueblo movilizado, no la elitista del pacto de 1996, con sus tortuosos procedimientos y su hipocresía.
Ganó y se proclamó el fundador de un nuevo régimen, cabeza de una transformación de dimensiones épicas, sólo equiparable a las epopeyas de los libros de texto. Nada que ver con el cambio pactado en 1996 entre los partidos de siempre, aparentemente oscuro y burocrático, aunque hubiera logrado que por primera vez en la historia de México las elecciones fueran creíbles y eficaces para decidir no sólo quién gobierna, sino también para reflejar la pluralidad de la sociedad mexicana, sus distintos humores y preferencias. Para el caudillo iluminado, todo eso era superfluo. Bastaba con que una mayoría amplia de la población lo hubiera investido como el salvador de la Patria, el hombre necesario que pusiera en su lugar a todos los enemigos del pueblo y acabaría, gracias a su voluntad y honradez personal, con la corrupción, mal mayor entre todos los que aquejan al país, según su visión de la tierra prometida.
Pero pasó su Gobierno y el país no sólo no cambió para bien: acusó los peores defectos arraigados en la sociedad y en la política desde que México existe como entidad nacional. La violencia azota al país, apenas disminuida respecto a los niveles más altos alcanzados en seis décadas. Las Fuerzas Armadas recuperaron una relevancia política y económica como no habían tenido desde la década de 1940, el sistema educativo y el de salud quedaron todavía más destartalados de lo que ya estaban y lo poco que se había y desmantelado del sistema de botín se ha restablecido. La inquina contra los órganos constitucionales autónomos no es otra cosa que repudio a toda forma de contención del reparto del botín estatal entre las camarillas de allegados.
El Gobierno de López Obrador no ha sido otra cosa que un proceso de recaptura del botín estatal por una coalición política y económica amorfa, hasta hora unida por su reconocimiento del arbitraje del seductor de la Patria, para usar el título endilgado por Enrique Serna a otro caudillo llamado López. Pero a su paso ha dejado en ruinas lo poco que de Estado legal–racional se había construido durante el último cuarto de siglo. El futuro no pinta nada bien.
En el libro El daño está hecho. Balance y políticas para la reconstrucción, coordinado por Ricardo Becerra y editado por Grano de Sal, varios integrantes de Instituto de Estudios para la Transición Democrática y algunos allegados emprendimos un intento de balance de lo ocurrido durante los últimos cinco años y hacemos propuestas, aunque sean balbucientes, para retomar la senda del cambio institucional razonable que requiere el país. El cambio de Gobierno es una oportunidad, aunque la amenaza de consolidación de la nueva coalición depredadora es muy grande.
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