Melvin Cantarell Gamboa
18/01/2022 - 12:05 am
Educar
Me remitiré constantemente a la sabiduría porque, desde mi perspectiva, ambas, sabiduría y educación, son inseparables.
A mis nietos Owen y Aden
Introducción
Todos los pueblos y todas las culturas educan a sus miembros para su conservación y reproducción. Nosotros no somos la excepción. Por ser la educación un tema tan amplio y complejo aplazaba abordarlo. Sabía también que pondría mucha sangre en lo que dijera pues en esta materia están mis sentimientos y veinte años de mi vida. Lo hago ahora, no para exhibir ninguna autoridad, sino porque los cambios que se están produciendo en el país exigen aportaciones y debates sobre el futuro de la educación nacional.
Mi punto de vista se nutre de las experiencias de otras culturas, lo que al respecto han dicho los clásicos acerca de la formación de los educandos, algunas vivencias personales, así como mis observaciones críticas de las condiciones históricas y materiales que determinaron el desarrollo escolar, los cambios pedagógicos que ocurrieron a lo largo del tiempo y las circunstancias que los propiciaron.
Me remitiré constantemente a la sabiduría porque, desde mi perspectiva, ambas, sabiduría y educación, son inseparables.
Educar: ¿Quién establece los fines de la educación? ¿Con qué propósito se educa? ¿Es un proceso de formación que parte de la apropiación gradual y progresiva de condiciones de carácter socio-psicológico y de interrelaciones sociales mediadas por la cultura para la mejora del ser humano y de su entorno? ¿Determina el destino social de niños y jóvenes, el de su comunidad, su país e incluso de la especie y del planeta? ¿Pone a los sujetos en armonía con su mundo?
En el México neoliberal la educación ha sido una forma política de discurso que combina conocimientos y saberes con propósitos que se identifican con los intereses de la clase dominante que el Estado se ha encargado de implantar en la cabeza de las jóvenes generaciones para beneficio de un sistema a todas luces desigual, injusto e insostenible.
En los hechos muy pocos cuestionan este modelo educativo; se da por sentado que está en su naturaleza su utilidad y beneficios. De ahí que normalmente nadie se preocupe si se deja al escolar a merced de profesores ignorantes que cumplen un horario a cambio de un salario sin que les importen los fines ni los medios de la educación. A los padres y a los mismos interesados (por ejemplo, cuando definen sus carreras profesionales) tampoco les inquieta, para ellos cuentan los papeles oficiales: calificaciones, certificados y títulos; la gente común duda poco o casi nada de lo que la escuela ofrece, porque sus impresiones cotidianas no ponen a prueba los resultados jamás; si algo sale mal, no falla la institución es el alumno el que fracasa; no se hacen preguntas acerca de la veracidad, los criterios y valores que se adjudican el aparato educacional. Quizá porque se ignora que la única preocupación de los políticos, de los funcionarios, docentes y de los propios perjudicados es alimentar sus creencias.
Escribió el poeta y ensayista francés Paul Valery: “Desde que se inventaron los diplomas se acabó la educación”. El filósofo Edgar Morin todavía fue más allá cuando se preguntó: “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido con el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que perdimos con la información?” Efectivamente, las creencias que han hecho suyas tanto los padres como educadores, maestros, la sociedad, el medio y la época han descuidado el propósito de educar y convertido a la educación, tanto oficial como privada, en una mera formalidad y en el mayor despilfarro de la inteligencia.
Educar es la construcción de una conciencia; es la creación de un yo estructurado, preciso, lúcido y saludable inclinado a la sabiduría de vivir, a la adquisición de conocimientos e información, al desarrollo de las ciencias, las artes y la moral enfocado a la solución de problemas de cada sociedad de acuerdo a sus necesidades específicas. De ahí que todos los modelos educativos sigan de alguna manera el mismo formato, sin embargo, no se trata de seguir o substituir un canon por otro, es decir, adoptar un arquetipo por mera imitación; pues no se trata de definir el cómo con respuestas ajenas al para qué. ¿Es suficiente definir los fines con “slogans” como: “educamos para el éxito”, “para ser más competitivos o productivos”, “para ganar más, consumir más”, etc. sin responder antes para qué?
Efectivamente, con reformas o cambios superficiales se puede modificar todo sin cambiar nada, es decir, sin que se produzca ninguna ruptura con lo establecido. Pero si definimos con claridad y lúcidamente el ¿para qué educamos?, el ¿cómo educamos? será más fácil de determinar.
Las soluciones posibles no pueden ser de carácter teórico o conceptual, han de obtenerse de condiciones específicas extraídas de necesidades concretas de carácter material, social e históricas.
Qué es después de todo el sistema educativo vigente, sino una ritualización, una cualificación y una fijación de fines y medios impuestos por mandato de funcionarios de gobiernos y burócratas disfuncionales distantes de sus pueblos y ajeno a sus aspiraciones sociales. Para decirlo con aspereza, detrás de las formas de escolarización están grupos doctrinales difusos conformados por intelectuales orgánicos que anteponen la cotización de sus saberes a partir del principio que rige sus acciones: “el saber es poder”; en consecuencia, actúan como grupo dominante, anteponen su deseo de ser parte de una categoría social privilegiada a lo humano que conlleva la formación de los miembros de las nuevas generaciones; esa ambición socaba todo lo válido que pudieran alegar en su favor; su sapiencia tiene la intención real de priorizar objetivos que respondan a la razón de Estado, de justificar prácticas, actitudes y conductas a nombre de ideales inventados por el poder en turno, que dice seguir principios de desarrollo o progreso a sabiendas que persiguen una lógica inversa: imponer sumisión y disciplina a los escolares para la reproducción y gloria del sistema, así como conjurar cualquier amenaza apoyándose en la ventaja que los maestros tienen sobre sus crédulos alumnos, pues estos siempre están en inferioridad de conocimientos frente a ellos; de esa manera, la prerrogativa de disponer de un auditorio cautivo les concede el poder de manipular, controlar y someter a los educandos a fines que no necesariamente son idóneos a su proyecto de vida; además, esgrimiendo las calificaciones como dispositivo bélico son amos y dioses en los salones de clase.
La educación es el verdadero espejo de nuestro saber, revela el curso de nuestras vidas y define su contexto; en consecuencia, un “por qué” en el caso de la educación infantil sería, como afirmaba Montaigne (Ensayos. 22. Editorial. Cátedra): “hay que tener en cuenta esencialmente que se educa a un ser humano, no se domestica un animal ni se adiestra un esclavo, por lo tanto, hay que dar al niño herramientas intelectuales para que se forme a sí mismo y no interferir ni influir en él; hay que conservarle la curiosidad y dejarlo que descubra con asombro el mundo para que indague sobre las cosas con libertad, sin dogmas y sin colocarle cosas extrañas en la cabeza. Al niño hay que enseñarle a actuar y pensar por sí mismo para que conozca lo que le es propio; y nadie tiene el derecho de abusar de su edad ni de su confianza”.
Jenofonte, en la Ciropedia, describe la hermosa manera como los persas educaban a sus hijos: empezaban por formarle un cuerpo bello, sano y a percibirse a sí mismos como un Yo coherente y continuo, altamente sensible y reactivo para responder con rapidez a los cambios en su entorno (con mayor razón ahora que la realidad va más rápido que el desarrollo del cerebro). Al entrar a la adolescencia el joven había de iniciarse en la práctica de ejercicios de sabiduría, justicia y compromiso con la verdad a fin de aprender a dominar las pasiones, ocuparse de los otros, ser veraz y no tener miedo a nada, lo que los inclinaba a no ceder a las urgencias de la acción ni a los mandatos abusivos o arbitrarios sin antes esperar el consejo de su saber y razón.
Además, no hay que perder de vista, que los seres humanos definen su ethos en la primera infancia; si se pasa por alto este requisito se expone a los humanos a los mayores vicios; no es sólo obligación del educador enseñar a los pequeños a rechazar y autocorregir sus yerros y defectos, la sociedad en su conjunto ha de proveer los recursos y los medios para eliminarlos de su vida por tendencia propia; pues, “la inclinación a dañar o perjudicar a otros se evita desde el primer momento en que se manifieste cualquier deformidad acostumbrándolos a rechazar los malos hábitos y a no practicarlos para que éstos no alberguen en su corazón y que la sola idea de ellos les sea odiosa” (Montaigne. Ensayos). Recomienda el mismo pensador francés: “En la infancia camino recto, sin trampas ni astucias. Los juegos de los niños no son solo juegos, son escuela de enseñanza” (Ibíd).
(Continuará)
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